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La culpa viste a la moda: Culpa, responsabilidad y cuidado


“El capitalismo no es algo dado por naturaleza;

es nuestra incapacidad para imaginar lo que lo hace insuperable.

Somos incapaces de imaginar el comunismo

porque nuestra imaginación está atrapada por el cinismo.

No pueden imaginarse lo bella que puede ser la vida.

Créanme, sé por experiencia propia cuán bella puede ser.

La codicia, el conformismo, el cinismo y la ignorancia están frustrando y empequeñeciendo nuestra capacidad de experimentar vívidamente la imaginación.”

Franco “Bifo” Berardi

 

 

Cómo, cuándo y qué de nuestra práctica podemos sustraer de la necropolítica neoliberal, que erosiona sistemáticamente nuestra imaginación y, con ello, la capacidad de disfrutar de lo bello que es la vida. Los psicoanalistas no somos ajenos a los discursos sociales y políticos que otorgan sentido a las acciones cotidianas. Por ello, es imperioso ser muy celosos de nuestras categorías, cuidarlas con ternura y no dejarlas abandonadas para que terminen subidas en cualquier carro neoliberal, profanadas, irrespetadas, vendidas y comercializadas por los agentes del cinismo.

 

La culpa tiene mala prensa.

La culpa es eso: un concepto con mala prensa, como la vergüenza y la envidia. Sin embargo, Silvia Bleichmar nos advierte sabiamente que “un análisis donde no hay interpelación por el síntoma, culpa o vergüenza y deseo de cambiar, no funciona”.


En psicoanálisis, la culpa tiene un sentido interesante. Responde a la distancia entre el ideal del yo y el yo en una situación específica. Yo diría que es más bien eso que la gente llama “decepcionarse de uno mismo”, pero no por algo que se haya pensado o hecho, sino por algo que se ha deseado hacer o porque algo que se hizo satisface más de una meta en su recorrido, entre ellas, un deseo inconciliable. Para Freud, ese deseo inconciliable es el resultado del anudamiento de un retoño de lo inconsciente, de lo reprimido originalmente, con una representación que lo arropa y lo hace decible, pensable o actuable.


Por ejemplo, me cuenta una amiga que tuvo una relación pésima con su hija adolescente, terrible. Ella decidió invitarla a un viaje, y la chica hizo todo lo que estuvo en sus manos para no ir, sin decir "no voy". Finalmente, lo logran, se suben al avión y llegan a su destino. Se quedan en la casa de unos amigos, y la chica conoce a otros adolescentes y planifica algunos paseos sola con amigos. Mi amiga lo pasa mal, suda, se tortura; los amigos le toman las manos, intentan calmarla. Llora de angustia. La imagina perdida en esa ciudad y sin poder volver nunca más. Yo diría que esta es una escena que grafica de forma acertada la culpa neurótica que menciona Bleichmar: “La culpa neurótica no se corresponde con una falta real, sino que surge de conflictos internos no resueltos que hacen que el individuo se sienta culpable por deseos o fantasías inconscientes". Si esto fuera un caso clínico, lo recomendable, no es exonerar de la culpa por lo cometido, pues en rigor no se ha hecho nada, sino permitir la posibilidad de la verbalización de lo inconfesable.

 

Culpa originaria: Si, soy una mierda pero no por eso.

La culpa es originaria porque está en la falta en ser que acompaña primariamente a los seres humanos. La culpa es el efecto de no poder solos, el resultado de la vulnerabilidad inicial, la consecuencia de la dependencia biológica y amorosa que es constitutiva de nacer como humano. La instauración del superyó/ideal del yo es el testimonio de la dependencia, contiene justamente los mandatos sociales y familiares sobre qué hacer para no perder el amor. Porque no se puede vivir sin amor. Los niños lo saben mejor que cualquiera.


Es decir, el superyó en sí mismo es una instancia que totemiza la omnipotencia. Está ahí para recordar duramente al yo lo que debería hacer si quiere ser amado y que no ser amado significa el aniquilamiento. “Angustia de aniquilamiento” le llamaba Melanie Klein a la angustia de los recién nacidos. El ideal del yo es la marca universal de las sujeciones humanas. Nadie alcanzará nunca su ideal porque el ideal del yo es no necesitar a nadie ni nada. Es por eso que el ideal del yo es cruel en ocasiones, y, por culpa, rompemos lazos y cosas. En realidad, nos rompemos porque a veces el yo se cansa de tratar y se entrega, como diciendo: "Si, soy una mierda, ¿cuándo se termina esto?". Eso es la pulsión de muerte. Y a eso algunos lacanianos le llamamos: goce.


Clínicamente, esta reflexión es vital. Si la culpa es el resultado de la integración del Otro y, con ello, de la evidencia de que el amor es condicional, se trata de un representante de lo reprimido que en términos freudianos quiere decir que nunca fue consciente, nunca estuvo ligado a una representación, hizo su marca antes de que el viviente accediera al registro imaginario y simbólico. Freud en “Lo inconsciente” menciona que lo que ocurre entre las distintas instancias psíquicas es del orden del desplazamiento de la investidura y que lo originalmente reprimido (sin imágenes, ni palabras, solo restos) está permanentemente pugnando por salir a la conciencia y que para ello envía sus “retoños” a que se unan a lo reprimido secundariamente (es decir, lo que por moralmente inconveniente se ha desalojado de la conciencia cotidianamente). Así se construyen sueños, síntomas, lapsus, sueños, chistes y actos fallidos. Por eso a veces sentimos o actuamos culpa por cosas que no son tan graves. Pero peor aún, los discursos sociales señalan los aspectos transgresores y los seres parlantes dicen sufrir por desear algo de eso, y no, se sufre porque se sufre. Se sufre porque vivir cansa, se sufre porque lo reprimido originalmente existe.

 

La culpa viste a la moda.

Entonces, hay que desarmar los anudamientos de lo reprimido originariamente, alivianar apalabrando aquello que se piensa que es la causa del sufrimiento y permitir que la ambigüedad haga distancia con eso que del inconsciente está mudamente sobreacentuando el discurso. Es un imperativo clínico. A eso Melanie Klein le llamaba quitarle sadismo al superyó y Lacan acotar el goce.


En ese sentido, puede comprenderse mejor que no es que las madres sufran por el deseo inconfesable de no haber sido madres o de no soportar a sus hijos en el presente o de pensar que desearon que se perdieran en alguna ciudad lejana. La culpa originaria se anuda a un significante que la propia cultura propone. Nunca se había visto tanto video, meme, imagen de madres y padres denunciando el agotamiento y los límites que la mater/paternidad supone. Son todos muy graciosos y, por lo mismo, también tramitan goce.


La culpa, para los psicoanalistas, es un concepto que debemos sustraer del discurso legal y neoliberal. Es una categoría fundante y, por tanto, su abordaje debe ir más allá de la simple noción de castigo o remordimiento, y orientarse hacia una oportunidad para la reflexión crítica y la reparación, aunque esa reparación no es un acto sino más bien una forma de tramitar la angustia poniendo en palabras cuestiones que muchas veces son inconciliables pero que no son reales pues están en el plano de la fantasía.

 

La responsabilidad afectiva es una redundancia.

Mientras tanto, la responsabilidad es otra cosa. La responsabilidad está relacionada con acciones concretas que han causado daño a otros y que el individuo reconoce como erróneas.


A diferencia de la culpa, que puede estar atrapada en la dinámica del superyó y sus mandatos contradictorios, la responsabilidad implica ir más allá de estas imposiciones y encontrar una posición subjetiva que reconozca el deseo propio y el del otro. Es una posición que busca una ética basada en el reconocimiento y la asunción de las propias acciones y sus efectos.


El sentido común aplica indiscriminadamente la demanda de responsabilidad a cualquier cosa. Responsabilidad le llaman a escribir al otro día a alguien con quien se tuvo una cita o a quien desiste de un encuentro amoroso y no se hace cargo de los sentimientos que ha creado voluntaria o involuntariamente. Pareciera que este concepto alude a que las personas actúen como adultos, es decir, se hagan cargo de su falta en ser, de su impotencia, de que su deseo está en otra parte, que reconozcan sus deudas económicas, amorosas o filiativas. Y, por lo mismo, el concepto de responsabilidad está marcado profundamente por los mandatos sociales que cada momento histórico supone. Pero no porque los seres humanos se sometan a ellos, sino justamente porque los localizan y evaden.


Nada hace tan bien el ser humano como buscar formas de evadir la responsabilidad. De ahí que las discusiones de pareja sean un eterno “es que tú...”. Porque si la culpa construye síntomas y fallidos de toda clase, la responsabilidad va de la mano con la vergüenza, una mirada retrospectiva sobre una escena en la que podemos vernos desde afuera y que nos incomoda. Por eso, frente a la responsabilidad, hay evasión: cruzar la calle para no saludar, evitar para siempre ciertos lugares, en fin.

La responsabilidad subjetiva, que es la que nos compete a los analistas, no se refiere a la observancia de las normas sociales externas, sino a una fidelidad al propio deseo y a la verdad subjetiva, y por tanto, los actos mediante los cuales un sujeto se hace responsable y que no es posible prescribirlos en un manual. Ser responsable subjetivamente con el deseo propio y con el del otro perfectamente puede ser no contestar el teléfono. Ser responsable subjetivamente es saber que no siempre se sabe por qué se hace lo que se hace y que no todo tiene una explicación. Eso, por supuesto, no le gusta a ningún policía del pensamiento de la corriente que se quiera.


No tiene sentido igualar culpa a responsabilidad, ni hablar de responsabilidad afectiva, pues la responsabilidad siempre es yoica, siempre supone conflicto y siempre involucra afectos.

 

Cuidar desde la ignorancia docta.

Entonces, ¿qué entendemos por cuidado? En primer lugar, se trata de reconocer que no podemos solos. La fragilidad de los seres humanos, independientemente de su edad y su contexto, es un punto de partida para una ética que se contrapone, por principio, al individualismo que, como bien sabemos, es el núcleo fundamental del modelo neoliberal. Sin embargo, cuidar será para nosotros, los psicoanalistas, un desafío más complejo, pues no basta con reconocer la fragilidad constitutiva; esto debe acompañarse con una afirmación ética mucho más profunda: nadie sabe qué es lo que le hace falta a un sujeto para construir su seguridad, su identidad o su felicidad.

 

Es decir, los psicoanalistas no sabemos nada respecto al deseo de cada quien y, por tanto, si bien el dispositivo nos permite reconocer los bordes de la fantasía e identificar la repetición, nada de eso nos habilita para saber lo que el otro necesita. Debemos reconocer la radicalidad de ese principio: no sabemos nada respecto de aquello con lo que cada quien ha hecho cadena a través de los derechos de uso que ha adquirido durante su historia de padecimientos.

 

Un psicoanalista es, en principio, alguien que no sabe, pero que desea saber. Ese es el deseo del analista. Por eso no puede ser alguien que haga tratamientos afirmativos, porque no hay nada que afirmar ni negar. No hay psicoanalistas con una perspectiva específica; la única perspectiva de un psicoanalista es la del aparato psíquico y su funcionamiento. Si no sabe eso, no sabe nada, y entonces dará lo mismo que sea tierno, comprensivo, buena persona o políticamente correcto: será un peligro. Otra cosa es, por cierto, proveer condiciones de escucha para que lo que no se sabe sea dicho de la forma que sea o como se pueda, detectar los retoños reprimidos del inconsciente y alivianar la carga de distinguir la fantasía de la realidad. Sufrir menos.




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