La traición exogámica
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La traición exogámica


I


Los mitos de la terrible Medea y la dulce Ariadna guardan semejanzas que permiten vislumbrar los dolores secretos de la exogamia. Ambas princesas se enamoran de un extranjero que llega a sus tierras a cumplir un desafío heroico, traicionan a su patria para ayudarlo, luego huyen en barco con el héroe y más tarde son abandonadas por este. Jasón conquista el Vellocino de oro gracias a las artes mágicas de Medea; Teseo logra salir del laberinto del Minotauro gracias al ovillo de hilo que le ofrece Ariadna. En ambos casos, el héroe se constituye como tal en el encuentro con una mujer, lejos de la idea de una virilidad transmitida entre varones. En ambos casos, la pasión amorosa que se despierta en ellas de manera instantánea supone traicionar al padre y dejar atrás el mundo conocido en que tienen asegurado un promisorio futuro. Del mismo modo que Eros traiciona a Venus para casarse con Psique, pareciera que cada flecha luego lanzada por él exigirá, para experimentar el deseo, una traición del hogar, una ruptura riesgosa cuya amenaza de desamparo no permanecerá sin realizarse.



II


Quien mejor ha narrado la pasión de Medea por Jasón es Ovidio, que invierte la lectura más frecuentada de la bárbara Medea como cifra de toda alteridad y pone el énfasis en el carácter extranjero de Jasón. Medea percibe la condición funesta de su deseo: “Estaría más cuerda, si pudiese; pero una fuerza desconocida me arrastra contra mi voluntad; mi pensamiento me dice una cosa y mi deseo otra diferente. Y mientras reconozco y apruebo lo mejor, voy detrás de lo peor. ¿Por qué, virgen real, ardes por un extranjero, y en país extraño deseas casarte? También esta tierra puede ofrecerte un amor”. Si la razón le permite darse cuenta de su situación, aquello que la mueve es el deseo; por eso, aunque reconozca lo bueno, se dirige compulsivamente hacia lo malo, hacia aquello que se encuentra en conflicto con lo conveniente. No deseamos lo mejor para nosotros, aunque lo mejor pueda ser, a fin de cuentas, perder en movimiento (y no conservar al precio de la quietud). Pero en algo Medea se equivoca: no es cierto que en su tierra pueda también cumplir sus anhelos eróticos: el deseo es exogámico por definición, expulsa y desprotege. Años después, al momento de enfrentar la intemperie, la traición de Jasón y el exilio, la hechicera olvidará quizás lo que le había dado coraje al momento de aventurarse, cuando despidiéndose de todo advirtió: “el mayor dios está dentro de mí” (Ovidio). También Ariadna hubiera necesitado sus palabras, cuando despertó en una playa de la isla de Naxos y, desorientada aún, vio con incredulidad la nave de Teseo que se alejaba por los mares y la abandonaba. En esa isla de Naxos se encuentra en algún momento de su travesía todo aquel que, herido por la flecha de Eros, deja atrás su cómoda patria. “Ninguna posibilidad de fuga, ninguna esperanza: todo está mudo, todo abandonado, todo muestra la ruina”, comprende Ariadna en los versos de Catulo.



III


En Medea el deseo se vuelve insaciable, y esa insaciabilidad se desplazará luego a la venganza cuando Jasón la injurie (rompa el juramento matrimonial que los unía). Para escapar con él, asesina a su hermano menor, Apsirto, y lo descuartiza para demorar la persecución de su padre, que se queda juntando los pedazos en el mar para darle sepultura. Al viejo Pelias, el rey que traiciona a Jasón (negándose a devolverle el trono que le había prometido a cambio del Vellocino de oro), lo hace cocinar por sus dos hijas con la engañosa promesa de rejuvenecerlo. Participa de cada prueba heroica de su amado, lo salva innumerables veces; sin ella, Jasón no hubiera logrado nada en la Cólquide. Pero cuando el rey de Corinto, Creonte, le ofrece a Jasón casarse con su hija Glauce, Jasón acepta la propuesta y abandona a Medea con desafectación. Medea envenena a Glauce, a Creonte, y atraviesa con una espada a sus dos hijos. Esto último no debe opacar el hecho de que ella es desde el comienzo la encarnación de la mujer sin límites. En lo profundo, la figura de la madre terrible (con la cual ha quedado Medea plenamente identificada) no es otra que la de la mujer sexualmente insaciable, cuya voracidad es imaginada como la más temible amenaza.



IV


El coraje de Medea para vengarse no se asemeja a su coraje para vincularse. Si algo define el vínculo entre humanos (en contraste, por ejemplo, con el que establecemos con mascotas), es la falta de garantías, el salto de fe que supone la confianza, sustancia imprescindible del lazo. Medea, en cambio, exige garantías, y para eso obliga a sus interlocutores a realizar juramentos: lo hace con Jasón, y aún después del incumplimiento de este, repite la estrategia con Egeo (a quien pide asilo en Atenas). “Si te ligas a mí con juramentos no me entregarás”, le dice, y lo hace repetir minuciosamente las palabras del juramento y a quién está este dedicado (“toda la raza de los dioses”). También en este requerimiento, Medea se muestra voraz.


Entre los recursos con los cuales el humano –habitado por el arquetipo de Medea en mayor o menor medida– busca el reaseguramiento, no es el menos frecuente el de poner en deuda al otro. Quien busca garantías frecuentemente se engaña creyendo que el otro permanecerá a su lado si se brinda de modo asimétrico o incluso sin límite. En realidad, prepara el terreno para ser abandonado. “Jasón estará siempre en deuda contigo”, se dice Medea para tranquilizarse, “¿Ahora qué temes, si es seguro?” (Ovidio). Pero si Jasón pacta con ella por conveniencia, en la medida en que le promete ayudarlo a conseguir el trofeo que necesita, no debería sorprender que luego, al aparecer una opción más conveniente (Glauce, hija del rey Creonte), Jasón decida de acuerdo con su propia lógica. Y haciendo gala de la consistencia de sus fundamentos, argumenta no entender por qué Medea no quiere “lo mejor”, es decir, lo conveniente; a fin de cuentas, su matrimonio con Glauce aportaría recursos materiales tanto a los hijos de ambos como a ella misma, si pudiera darse por satisfecha con la decisión de Jasón y no insultar a viva voz, provocando su exilio. Si además le niega mérito a la enorme asistencia que recibió de Medea –ya que considera que ella no actuó libremente sino poseída por los dioses del erotismo–, es porque sostiene que esas fuerzas del deseo se oponen a lo verdaderamente preferible y superior. Aunque parezca cínico, Jasón es un arquetipo mitológico, es decir que muestra en su pureza la lógica que encarna, la de la conveniencia, y la muestra en su radical separación de la lógica erótica.


El humano no tolera fácilmente la deuda, la evita con innúmeros recursos. Y hay auxilios y favores que, por su magnitud, no pueden pagarse. Lo que hemos recibido como beneficioso puede tornarse incómodo, llegando a resultar insoportable. Quien da sin límite y con memorándum está en lo profundo provocando la traición.



V


Si la ayuda de Medea reside en sus artes mágicas, Ariadna, por su parte, brinda un ovillo de hilo. La diferencia es tajante: mientras el hilo se vincula a las tareas en el telar que la cultura griega (entre otras) atribuye tradicionalmente a las mujeres como lo suyo propio, la magia representa el poder femenino temido y rechazado –y con la historia tal temor irá en aumento.


Pero el hilo no solo remite al telar. Es también un símbolo de la memoria amorosa que nos trae de vuelta del laberinto, es decir de las proyecciones de la paranoia. La razón, en cambio, muestra su completa inutilidad para este fin: el humano y racional Teseo no tiene la menor ventaja sobre el animal Minotauro en la elucidación intelectual del enigma laberíntico; solo ha conseguido un hilo, es decir, el amor de una mujer. Si Ariadna representa el amor vinculado a la continuidad de la memoria, Teseo encarna aquí al deseo, desprovisto de piedad con el pasado. En la versión de Catulo, el héroe “de corazón desmemoriado” se la olvida en Naxos.


La magia, por su parte, remite al poder (desde su misma etimología), a un conocimiento que no se queda en la teoría sino que pasa a la acción y produce efectos. Si algo define a Medea es su cualidad de poderosa. Tal poder es objeto de envidia, tal como advierte la heroína de Eurípides. La misoginia tiene su fundamento en esa envidia, aunque se disfrace de desprecio. Por eso no es difícil intuir en Medea una fuerza subversiva, que resiste el orden griego en soledad, una soledad que ella parece querer mitigar con las invocaciones reiteradas a sus dioses aliados pero que, a diferencia de Jasón, nunca la abandona.



VI


El desamparo que atraviesa el proceso exogámico no dura para siempre. Ariadna es recogida en la isla de Naxos por Dioniso, que se enamora de su presencia serena y real, capaz de aplacar su propio carácter salvaje y disoluto. Se casa con ella y le brinda la inmortalidad. A su lado, Ariadna será la representación de la mujer amada, la humana homenajeada por el dios. Medea no tiene idéntica suerte, pero lejos está de un final terrible. Si algo la distingue entre los personajes de la tragedia es que no recibe castigo por su sacrilegio, sino que logra elevarse por los aires, con plena impunidad, en un carro divino heredado de su abuelo el sol, y partir hacia Atenas donde la espera Egeo. Medea no tiene una existencia culpable, precisamente porque se hace cargo de sus actos. Contra lo que Aristóteles valora en una trama trágica, ella actúa sabiendo (no como Edipo, que al matar a Layo desconoce que se trata de su padre; o como Teseo, que a partir de otro olvido provoca la muerte del suyo). No se trata acá de una fuerza filicida inconsciente y culposa que es llevada al acto de modo destinal. Medea es la fuerza (de la venganza), porque aún en medio de la desesperación puede ver el resultado de sus acciones sin arrancarse los ojos.


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*Capítulo del libro El nacimiento del deseo, publicado recientemente por Pólvora editorial.

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El nacimiento del deseo

Florencia Abadi






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