Mímesis y terror
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Mímesis y terror





Walter Benjamin llama la atención sobre el susto que asalta al espectador del fenómeno mimético cuando este se desvela: los insectos que imitan las hojas, las flores y las ramas de los árboles “no delatan su presencia hasta que un salto o un aletazo repentino muestra al asustado observador que una vida individual se ha infiltrado en un mundo extraño”. El engaño mimético se expone y el engañado siente un temor súbito, es decir, un terror, aunque sea pequeño y efímero. Asustar a otro es uno de los juegos infantiles más extendidos. La diversión consiste en dejar al descubierto la inocencia del asustado, que no imaginó en absoluto aquello tan precipitado, y se creyó que su vida continuaría sin sobresaltos. Que la inocencia le valga, dice el burlón. A la esfera de la mímesis pertenece esa inocencia, la sustancia frágil de todo aquello que existe y se vincula: sin creencia (sin confianza) no hay lazo. Por eso la mímesis ha sido siempre un término que alude a una relación: entre mundo sensible e inteligible, hombre y naturaleza, sujeto y objeto. El peligro del desengaño acecha como constitutivo del vínculo: la inocencia es necesariamente algo a perder.


La acción de imitar exige salir de sí, aflojar los límites de la individualidad, entregarse al objeto imitado e incluso al ridículo. Por eso, desde Platón la mímesis está vinculada a hipnosis, a la sugestión, a la permeabilidad del sujeto. “Los filósofos son particularmente refractarios a la acción hipnotizante y muy poco imitadores por naturaleza. Es su rasgo distintivo”, afirma Gabriel Tarde. En cambio, la tradición ha dispuesto quiénes son aquellos imitadores por naturaleza: los niños, los idiotas, los indígenas, las histéricas. Ser imitativo es ser crédulo y dócil, como supo ver Tarde. Lejos del discernimiento intelectual y la autonomía que se le supone al pensador, la mímesis es disolución, pasividad y entrega.


No es extraño entonces que el pensamiento ilustrado se haya encarnizado desde siempre contra ella, y aún más teniendo en cuenta que no puede descartarla. El callejón sin salida de la Ilustración tiene en la mímesis su núcleo más íntimo: la capacidad de imitar del niño no remite solo a su maleabilidad y su fragilidad irracional, sino que es también su principal instrumento de aprendizaje, indispensable para cualquier forma de conocimiento. De ahí que la educación deba servirse de la misma plasticidad que busca suprimir: educar para la autonomía, como se pretende a menudo, es una paradoja evidente. De ahí que Platón no se abstenga de contar él mismo los mitos que le placen: no hay otro modo, toda política (educativa) está estetizada.


La hipnosis mimética exige ceder el poder, y tal acto comporta un peligro evidente: el abuso por parte de aquel a quien lo hemos cedido (la burla). Hay mímesis porque somos inocentes, aterrorizables, capaces de entregarnos y establecer vínculos, y lo cierto es que no hay garantías para nuestra confianza.



II


La íntima relación de la mímesis con el ardid aterrorizante ha sido expuesta con claridad por Roger Caillois, que en su clasificación de los tipos de mimetismo atribuye a la intimidación un puesto específico –junto al disfraz y el camuflaje–: son los casos en que el animal asusta o paraliza a quien lo mira sin que haya un peligro real para este, mediante ocelos u otros accesorios como cuernos o máscaras, y que en el ámbito humano se corresponde con la creencia en el mal de ojo o la mirada petrificante, con el uso de máscaras en diversos rituales o carnavales, y también con el tatuaje. De este modo, Caillois no hace de la semejanza el elemento definitorio del fenómeno mimético –que no juega en la intimidación ningún papel–, sino que tal función la cumple más bien la simulación, es decir, el engaño.


La simulación es concebida por Caillois como aquella conducta que consiste “en ser otro o en hacerse pasar por otro”, soslayando la diferencia entre ambas cosas: “jugando a los fantasmas, se vuelve uno fantasma”. En el chamanismo, por ejemplo, el chamán simula que es cierto animal o espíritu, y eso desemboca en un estado de posesión, de trance vertiginoso (ayudado por narcóticos, música, inciensos, etc), que hace que la simulación devenga una realidad física. El engaño de la simulación no es mera ficción o mentira, sino que posee un efecto de verdad, una hipnosis efectiva. Gabriel Tarde, que también pensó la imitación a la luz de la intimidación –así como de las ideas de hipnosis y sugestión de la psiquiatría francesa contemporánea, que hacia 1880 devolvía la respetabilidad al hipnotismo– quiso distinguir entre prestigio y terror. Sostuvo que no es tanto el terror lo que subyace a la imitación en la vida moderna como el prestigio, pero definió este en términos que incluyen al primero: “admiración, brillo de la superioridad sentida y embarazosa (…) estar encantado o intimidado”, para definir luego intimidación: “desposesión de sí mismo más perturbación profunda de todo el ser”. El efecto de esta desposesión es que el sujeto pierde sus impulsos propios y de vuelve manejable. La sociedad, cuyo fundamento es para Tarde la imitación, depende de esa “insondable mansedumbre”. La relación entre hipnotizador e hipnotizado fue un modelo para pensar la relación entre el líder y las masas por parte de la primera psicología social. Una vez más, la mímesis contagiosa fue la reina de los terrores.


III


Tanto Walter Benjamin como Gabriel Tarde observaron que la fuerza mimética no decrece realmente en las sociedades modernas, sino que más bien se transforma. Según Benjamin, esta se torna más inconsciente y se traslada al lenguaje, volviéndose insensorial. Según Tarde la hipnosis mimética también deviene más inconsciente, ya que se da un pasaje de una magnetización unilateral e irreversible (de padre a hijo, de maestro a discípulo) a una mutua y reversible, generándose un hábito más automático. Esta costumbre lejos de eliminarla la refuerza: el indígena es tímido (se encuentra intimidado), pero la comodidad del hombre moderno es un asiento de la magnetización en una capa más profunda. En sintonía con esta tesis, desde el punto de vista ontogenético el adolescente es para Tarde más imitativo que el niño.


Sin embargo, ambos autores conciben el terror como un elemento clave de una etapa primigenia del poder mimético, que avanza luego hacia la representación en pos de mitigar ese miedo. Entre las anotaciones de Benjamin editadas como sus Fragmentos, quedó escrita la tesis de que la belleza (el arte, la poesía, la representación) es el producto de la declinación del terror mítico: “La verdadera época de la belleza va sin duda desde la decadencia del mito hasta su desaparición”. En términos de Winfried Menninghaus, que aborda esa tesis, “las formas de vida míticas pierden la fuerza y el terror y devienen formas reconciliadas de la bella apariencia”. Menninghaus muestra que esta tesis anticipa el intento programático de Hans Blumenberg de desplazar la percepción del mito desde el terror a la poesía.[1] Es una tesis que también guarda claro parentesco con aquella de Aby Warburg que sostiene que el terror es la emoción primitiva previa a la representación, que tiene su umbral en la magia mimética. Y recuerda las célebres declaraciones de Picasso sobre la pintura luego de visitar el Museo del Trocadero en 1907 (primer museo etnográfico de París) y entrar en contacto por primera vez con los fetiches y máscaras del arte africano: la pintura, afirma, consiste en una mediación con las fuerzas hostiles del entorno; las máscaras son objetos mágicos, “intercesseurs” que se oponen a “los espíritus desconocidos y amenazantes”.[2] La mímesis nombra ese umbral de la representación que lidia con el terror, que intenta dominarlo pero sobre todo que lo rememora y experimenta.


[1] Sin embargo, Menninghaus señala que para Benjamin, a diferencia de para Blumenberg, la belleza siempre permanece ligada al poder mítico, y solo un poder carente de expresión puede oponerse a la belleza y al mito por igual. [2] Cf.: “Yo siempre he estudiado los fetiches. Entonces lo entendí todo: yo también estoy en contra de todo. Yo también creo que todo es desconocido, que todo es un enemigo. Todos los fetiches se usaban para lo mismo. Eran armas que la gente usaba para evitar caer de nuevo bajo la influencia de los espíritus, para recobrar la independencia. Son herramientas. Si somos capaces de darle formas a los espíritus, nos haremos independientes. Los espíritus, el inconsciente, la emoción…todo es lo mismo. Entonces entendí por qué era pintor”.


*El presente texto fue editado por Oficina Perambulate-Bulk editores en 2019.

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