Sobre Philip Larkin
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Sobre Philip Larkin


Me he preguntado: “¿quién es Philip Larkin?”. Me he preguntado: “¿qué son sus poemas para mí?”. Al explorar las posibilidades de respuesta, me he dado cuenta de que los nombres de ciertos autores traen a la mente determinadas imágenes. Sylvia Plath, cuyo nombre leo cada vez que me siento en mi escritorio, porque Ariel es uno de los tres libros sobre los que descansa mi computadora portátil, es un trozo de pesada cuerda enrollada como una pitón que duerme en el pulido parqué en espiga debajo del alféizar de una ventana salediza en la habitación trasera de una gran casa victoriana. Derek Walcott es un pueblo en lo alto de un acantilado sostenido en el puño al sol del mediodía; hay sangre en el camino que lleva a la plaza de toros. Andreï Makine es un pasillo dentro de una institución psiquiátrica; todas las puertas están cerradas, y una mujer y un hombre caminan lentamente hacia mí, susurrando entre ellos en un idioma que desconozco. Lydia Davis es una mesa de formica blanca sobre la cual yace un bolígrafo naranja junto a un jarrón con lirios en miniatura. Bernardine Evaristo es una línea de sudorosos caballos de polo atados a una cerca que rodea una piscina en forma de riñón. Teju Cole es un plato de langosta sobre una manta de picnic. Italo Calvino, un platillo en un estante vacío.


Cuando trato de capturar la imagen que aparece con Philip Larkin, sin embargo, otra escena siempre se atraviesa en el camino. Se desliza al caer, como una cortina de terciopelo dentro de mi cerebro, bloqueando la vista hacia el otro lado. Una joven está sentada en un viejo escritorio de escuela, de espaldas a la pizarra, con las rodillas apretadas dentro de un par de jeans elásticos oscuros. Sus pies tiemblan. A veces, apuntan hacia arriba. El aire es frío y la punta de su nariz está enrojecida y húmeda. Obsesivamente, se toca la cara. Está llena de acné. Sigue tratando de colocar los gruesos rizos de su cabello detrás de las orejas y fuera de su cara, pero volverán a aparecer una y otra vez. De vez en cuando, sus ojos ruedan hacia atrás como bolas de porcelana y sus pestañas hacen besos de mariposa al aire. Cuando habla, su voz se hincha en su lengua, llenándonos la cabeza de miel calentada. Está segura de sus palabras, está segura de su conocimiento de este poeta de Hull.


Hasta hace dos meses, yo había olvidado que alguna vez había estudiado la poesía de Philip Larkin. Entonces encontré Ventanas altas y Las bodas de Pentecostés metidos en el otro extremo de una de mis estanterías, junto a un curioso folleto llamado El casi hombre, que compré por tres libras a su autor, un hombre que me dijo que había pasado tres años en el cuerpo de los marines reales cuando nos encontramos junto al Támesis hace algunos años. Saqué estas dos delgadas colecciones del estante y, al abrir primero una y luego la otra, me encontré con mi letra más joven y más rizada que enmarcaba muchos de los poemas y llenaba las guardas, el anverso y el reverso. “Un hombre bastante desapegado”. “Para nada un poeta del amor”. “Buen sentido del humor - gran aficionado al jazz”. “Le gustaba presentarse a sí mismo como serio”. “Muy democrático”. “Nunca demasiado sentimental”. “Interesado en la estructura y el orden”. “Trata de simpatizar”. “Rara vez describe individuos. Más a menudo, tipos”. “Sombrío y satírico”. “Nunca se casó”.


Al hojear las páginas, comencé a recordar haber leído estos libros para mis primeros estudios de literatura inglesa en 1989. Tenía veintiún años y aún no sabía que mi mamá y mi papá me habían jodido. (En esos días, podía ver cómo las mamás y los papás de mis amigos los estaban jodiendo, pero creía que los míos eran la excepción). Poco antes de las vacaciones de Pascua de ese año, supe que la que realmente me había jodido fue mi profesora, cuando admitió ante la clase que nos había estado enseñando los textos equivocados. El Shakespeare equivocado, el Hardy equivocado, el Chaucer equivocado y el Larkin equivocado. Con menos de diez semanas por delante, empezaríamos desde cero.


Nuestro nuevo maestro era un hombre. Vestía de cuero. Se secaba el pelo con secador. Tratando de mirar hacia atrás, tratando de recordar, veo a mi yo más joven y ansiosa, con los pantalones cortos de gamuza que usé durante gran parte de ese año, mirando desde este nuevo maestro a este poeta muerto. Mi comprensión de Larkin, entonces, era de la soledad y de vivir en un lugar remoto, en un departamento frío y vacío, con amoblado severo. Lo veo tomando té, enfriándose ya en una taza de porcelana. Veo a mi yo más joven agotada de emoción y llena de pavor. Larkin siempre estaba en blanco y negro, y calvo. Estaba tranquilo con traje y corbata. No quería terminar yo así.


Dándole la espalda a Larkin, miré con anhelo al nuevo profesor de inglés. Este era el hombre que iba a rescatarnos, que se aseguraría de que todos aprobáramos nuestro nivel inicial de Literatura Inglesa. Venía a trabajar en moto. Tenía el cabello largo y ondulado que se sacudía alrededor de sus hombros mientras se movía de un lado a otro entre la pizarra y nosotros. Durante los descansos, hablaba sobre Aerosmith y Metallica, sobre Testament y Annihilator, Deep Purple y Anthrax. No recuerdo nada de sus enseñanzas de literatura inglesa, sino solamente un deseo creciente de distinguir el heavy metal del hard rock, el death metal del speed y el thrash.


Qué extraño es el paso del tiempo.


Hace treinta y tantos años, creo que pensaba que las personas interesadas en la naturaleza eran un poco aburridas y probablemente más bien bobas. Hoy, sin embargo, leyendo “Los árboles”, cada una de estas lúcidas doce líneas me acerca a este poeta muerto. Tal vez Larkin tenía razón cuando describió este poema perfectamente conciso como “muy cursi”, pero en nuestra era de catastrófico cambio climático, su crítica parece un lujo. Ciertamente, no puedo evitar sentirme conmovida porque “su verdor es un tipo de tristeza” y por “su truco anual de verse nuevos”. Al menos para los árboles que encuentro en mi vida cotidiana, estas líneas agudizan mi angustia de que este año pueda ser el último.

Debido a mi preocupación por el planeta, no he volado desde finales del año 2014. No afirmo esto para presumir de credenciales ecológicas o para aguijonear con la culpa —para decirlo con el poema “Vers de Société”, no creo que esto sea “una forma de jugar a la bondad, como ir a misa”—, sino para compartir, honestamente, las profundidades de mi desesperación y de mi miedo. Aparte de algún que otro viaje en tren a Europa, he permanecido firme en esta miserable isla durante los últimos ocho años. ¿O acaso es que he permanecido miserable en esta isla firme? No estoy segura. De lo que estoy segura es de que nunca podría haber imaginado, en 1989, que los poemas de Larkin me ayudarían a encarar mi tierra natal.


Aparte del texto impreso, la página 34 de Las bodas de Pentecostés permanece en blanco. La falta de notas a lápiz rodeando los versos me dice que no tuvimos que estudiar “La importancia de otro lugar”. Dudo que lo hubiera entendido en ese entonces, de todos modos. Aparte de un par de meses trabajando como limpiadora en el sur de Francia, no había pasado mucho tiempo en el extranjero. Pasarían otros siete años antes de que comenzara a vivir y trabajar en lugares lejos de casa, lugares que “me hicieran sentir distinto”, lugares en que “era lógico ser forastero”. Al leer estas palabras hoy, resuenan con tanta fuerza que casi duele. Y, sí, Larkin, estoy de acuerdo: “Vivir en Inglaterra eliminaba esa excusa”. “Aquí”, para mí como para ti, “no hay ese otro lugar que avale mi existencia”.


Sin embargo, aquí estoy, tratando de encarar a mi país de frente, aprendiendo a mirar fijamente, sin pestañear, hacia su abismo provinciano. Nunca esperé que este viaje fuera una experiencia placentera, pero a través de los lentes de Larkin, al menos estoy preparada para mirar, y mirar de nuevo. Es posible que Ventanas altas y Las bodas de Pentecostés se hayan escrito hace medio siglo o algo así, pero las representaciones de personas y lugares —“las tristes verdades de lo común”, como escribió Derek Walcott en 1989 en la New York Review of Books— resultan tan familiares, tan parte de lo que soy, me guste o no, que tienen el efecto de replegarme en esta tierra de mi nacimiento.


Consideremos “Sábado de feria”: ¡yo he estado allí! De niña, fuera de control en el pony de mi primo, corriendo para pasar la cuerda delimitadora, hacia la “multitud entusiasta”. A lo largo de los años, he examinado detenidamente muchas “ventas de tweed” y me he parado entre “hombres con sabuesos, mujeres perrunas enmarcadas en lana, / niños enérgicos para la brida, esposas incautas mirando con odio”. He dejado a mis padres al costado de la pista para reírse de mí y de mi perro compitiendo por el Sabueso Mejor Portado, el Mejor Tres Pares de Patas y la Semejanza de Perro y Dueño. Quedamos terceros en el Más Majestuoso, una roseta amarilla, y, sí, hay “un barullo de ofertas que martillea”.


Esta Inglaterra es ligeramente ridícula. La mirada de Larkin me recuerda a la del corresponsal extranjero, cuyos ojos recorren un país para capturar sus características esenciales para los lectores que están en sus casas. Los lugareños pueden sentir que se están burlando de ellos, pero las observaciones son innegables. En “Al mar”, todos podemos reconocer: “la alegre miniatura de las costas. / Todo se amontona bajo el horizonte: / playa empinada, agua azul, toallas, gorras de baño rojas, / las olas, silenciosas y pequeñas, que rompen fresca y reiteradamente”. ¿No hemos visto todos “tarros de conserva oxidándose” y, más probablemente hoy, las latas de bebidas gaseosas abandonadas entre las rocas? Sorprendentemente, “¡sigue pasando, todo esto, sigue pasando!”.


Es esta continuidad lo que me llama la atención. El primer verso de “Aquí” —que desencadena en mi mente imágenes similares a las páginas iniciales de la novela de Hilary Mantel, Tras la sombra, cuya mención siempre me deja en el cruce de las autopistas M25 y M4—, captura mi propio viaje desde la esquina noreste de Londres hasta donde mis padres en su pueblo de Dorset:


Virando al este, desde las sombras de riquezas industriales

y tráfico hacia el norte, la noche entera; virando por campos

magros y espinudos que no alcanzan a ser praderas,

y uno que otro paradero de duro nombre, albergando

labriegos en la aurora; virando hacia soledades

de cielos y espantapájaros, pajares, liebres, faisanes

y la lenta presencia del río ensanchándose,

nubes de oro apiladas, el brillo del barro con huellas de gaviotas…


Reconozco en Larkin una tensión —¿o es un hábito?— que está en mí misma. Al leer “Aquí”, “El edificio” y “Sin parar”, sé lo que es sentirse atraída por lo urbano, por estos pueblos y ciudades que están repletos de “familias unidas como adoquines” en donde “suben y bajan callejuelas” y “feudos incultos” y “monoblocs”, y aquellos que eligen vivir sobre botes en “aguas tapadas de barcazas”. Pero, tal como observó Larkin hace décadas, a mí también me encanta “escapar en auto” a esos “bordes a medio construir, hipotecados” y más allá, a “granjas y campos”. He notado que cuanto mayor me hago, más tiempo necesito pasar lejos de los demás, caminando por terrenos abiertos, a lo largo de los bordes de los acantilados, a través de bosques y selvas. Lo que tanto preocupaba a Larkin hace medio siglo — la proliferación de “llantas y concreto”— también ahora me preocupa a mí:


Parece, de repente,

que todo está ocurriendo muy de prisa;

aunque haya tanta tierra libre aún,

por primera vez quizá vislumbro

que no es mucho lo que va a durar…

(“Sin parar”)

Tal vez no sea coincidencia que Larkin se encuentre vinculado, en mi mente, con Mantel. Es ella quien una vez dijo: “Cuando te encuentres ubicada en el centro (ya no seas parte de lo radical), comienza a cavar el suelo bajo tus pies”. Hasta donde yo lo entiendo, Larkin nunca fue, explícitamente, un exponente de lo radical: siempre cavó la tierra natal bajo sus pies. Dicho esto, puede ser, con el beneficio de la retrospectiva, que uno pueda leer lo radical en poemas como “Sin parar”, “Tardes” y “Dinero”, en los que deja clara su crítica al matrimonio y al materialismo, al consumo y la expansión, e incluso a nuestra obsesión con madurar. “Es intensamente triste”.


Confieso, sin embargo, que hay un poema en particular, que se destaca. Es el que más me desagrada. Parece ridiculizar a alguien un poco como yo. Al leerlo hoy, no puedo evitar pensar en el Brexit. Por supuesto, Larkin no habría sabido que “Naturalmente, la fundación correrá con los gastos” podría capturar con tanta precisión el estereotipo de los brexiters sobre aquellos de nosotros que queríamos permanecer. Sin embargo, levanto la mano y admito que, al igual que la persona a la que se ataca, considero que la mayoría de nuestras ceremonias son “tanta tontería infantil”. Muchas veces les he expresado a mis amigos, “¿Cuándo madurará Inglaterra?”.


Entonces, ¿dónde nos deja esto a Larkin y a mí? ¿Qué imagen evoca ahora su nombre? Veo la bandera Union Jack debajo de nubes que apenas se mueven en un cielo azul brillante. Veo un campo de cobertizos porcinos, lleno de cerdas que gruñen con lechones en el barro. Veo una capa rosada luminiscente, junto a la cual se encuentra un hombre joven. Tiene una barba espesa y una cara amable. Estoy mirando un viejo compartimento de tren de seis plazas. Está vacío. Estoy fumando. Espero compañía. Quiero una caminata. Quiero un abrigo. Quiero sentarme junto al fuego.


Lara Pawson


Artículo aparecido en “The Poetry Review”, vol. 112, nº2 (2022). Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.


Poesía reunida

Philip Larkin

Trad. D. Alou y M. Cohen

Editorial Lumen, Barcelona, 2014, 268 páginas
























Decepciones

Philip Larkin

Trad. B. Cuneo, C. Joannon y E. Winter

Editorial UDP, Santiago, 2022, 198 páginas










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