Cama de los 80
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Cama de los 80

Quizás en otra película haya logrado visualizar el temblor sudoroso de mi padre

en el clímax de la copulación. El cuadro se disloca. Puede ser por el severo

desenfoque que impide delimitar los cuerpos: nadie es tan vieja como una mamá

borrada, sometiéndose al reality del engendramiento.


Me estremece la fantasía de revisar las huellas de semen sobre la sábana:

aquí las manchas que perforaron el relato.

Del otro lado de la pantalla, creo volver a oír los gemidos ahogados de mamá.


Sé que su llanto es el afrodisíaco de un vínculo torcido: que así fuimos arrojadas.


(Esos cuerpos ahora se encogen hasta que el embrollo de sábanas envuelve la

pantalla por completo. La imagen es un rectángulo rugoso en cuyos pliegues se

ensayan todos los matices del blanco: la cama como campo de batalla)


La toma se abre y deja ver la estructura precisa del catre.


Durante diez segundos, calzados sobre banda sonora de Violeta Parra –“la vida

me da recelo, me espanta la indiferencia”-, el catre se deja ver como el clásico

mueble familiar donde madres e hijas se consagran cada tarde a la telenovela:

ficción culebrera.


Voz: ¿toque de qué me das?


No. La serpiente es el falo del padre. Falo y correa de cuero. Y reloj metálico. Y

venas sobresalientes en antebrazo castrense.


Ahora el zoom in es deliberado y tiñe todo el encuadre.

Puedo distinguir una finísima pelusa, una que otra gota de transpiración, poros

dilatados, arrugas sin caso, cicatrices, tatuajes. Un paisaje que podría ser la

fotografía aérea del desierto de Atacama. Son las anchuras en donde todo puede

desaparecer. Y, sin embargo, la sequedad salada conserva lo crudo.


Registro los datos tal como me los presenta mi aparato visual: así, desagregados.

No recompongo. No alcanzo a armar la tensión entre dos cuerpos enteros.


Los datos figuran obedientes a la razón y la fuerza.


Pero lo que me conmueve –lo que me produce esa convulsión vintage-- no es la

imagen, sino el olor. La emoción es olfativa y me trae el olor de esas flores

blancas que bordeaban las veredas de una plaza de los ochenta, cuando a la

vuelta del colegio las arrancaba para chuparles el néctar. “El semen es como

leche de flor y a mí no me gusta la leche”, pensé veinte años después, en otra

plaza igual a la anterior.


(Entonces el blanco de la bandera fue leche estancada. Y el rojo fue chorreado. Y

el azul mar cementerio)


Ahora planeo en cámara lenta sobre las tetas de mi mamá. Distancia acrítica

como piedra en la garganta.


El foco se detiene en el pezón y se desliza hacia la piel amoratada que lo rodea.

Las caras tienden a desaparecer. Y los cuerpos, trozos de cuerpo, se fugan

enloquecidos.


Todo es centrífugo. Sin embargo, el blanco de leche sucia compone estéticamente

este argumento.


Mientras los elementos se desenfocan, el camastro es la única realidad acotada.


Voz: Orden de allanamiento. Juro que allá-no-miento. Allá no.


Parece que se tratara de mi propia cama, sobre la cual invoco figuras sólidas que

se desaguan en el océano.


Pero las caras se obstinan en desaparecer.


Ni siquiera un pantallazo pirateado que pueda ilustrar la cara materna, ni una sola

imagen que se ajuste vagamente.


De lejos me llega el cantito del himno nacional que se quiebra rítmicamente con el

ladrido de un perro.


Lloro bilis. Llanto de cáscara de naranja, llanto de cables eléctricos, alambres

sobre rieles. Llanto de grasa. Y colonia inglesa.


Voz: Banda sonora de helicópteros.


La pantalla se oscurece y sobre ella desfilan pequeñísimas letras blancas.


Las luces se encienden y el público, aturdido, se retira de la sala.



IMAGEN: NICOLÁS WORMULL
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