Crónica de un impulso menor
- Constanza Michelson
- 11 may
- 6 Min. de lectura
Fue así. Me levanté en pijama, caminé a la cocina, tomé las tijeras, verifiqué que no tuvieran restos de comida, seguí al baño, agarré un mechón de pelo y, sin medirlo, sin buscar simetría, corté. Ese impulso llega cada ciertos años. Cinco, diez. Un ciclo largo, lo bastante para olvidarlo, para creer que esta vez no volvería a hacerlo. Pero vuelve. Siempre vuelve. No me veo mejor. (Lo digo así para no sonar cruel conmigo, pero la verdad es que me veo peor). No tengo rostro de chasquilla. Nunca supe qué tipo de rostro tengo, en realidad. Pero sospecho que el impulso no busca mejorarme. Busca ser otra. Cualquiera. No una mujer de revista. Solo otra.
¿Cuándo quiero ser otra? Pero otra en dos minutos. No otra después de años de terapia, ni de aprendizajes, ni de conductas corregidas. Otra sin pedagogía ni redención. Es un impulso en el sentido exacto. No soy yo la que lo guía. No hay deliberación, ni ese diálogo interno que aparece cuando como sin hambre.-¿Qué hiciste?- preguntan mis hijas. Una se ríe en mi cara.-Nada -respondo-. Fui a la cocina y me corté la chasquilla.
El hombre no dice nada, pero dice. Esa elocuencia muda que se administra como un abogado temiendo la autoincriminación. Ya decidió que sobre ciertos temas no opina, aunque su ceja lo delata.
Y sé, en el fondo, que no les gusta que la mamá quiera ser otra. Porque una madre no debería ser nada más que eso: madre. Incluso las madres padecen esa ilusión. Que la madre exista. Ni siquiera las madres saben ser madres. Y sin embargo, una sigue esperando. A la propia madre, sobre todo. Como si algún día pudiera ser eso que nunca fue. No vale la pena. Ni la culpa ni la espera.
Así que, queridas madres, esa culpa sin bordes por perturbar el orden doméstico con una tijera en la mano… no vale la pena.
Las madres hacen cosas a escondidas. Ocultan las boletas de las cremas caras. Mientras tanto, los hijos se cortan el pelo, se tatúan, se agujerean, se tiñen de verde. Parecen un puesto de feria. Pero a ellos no se les puede decir nada. Están “buscando su identidad”. ¿Y el hombre? Nada. Puede hacer dietas, comprar cremas más caras que las tuyas. Eso es “salud”. O un chiste simpático.
Volvamos a mí. O mejor: al impulso. Ese que vuelve. No para llevarme lejos ni volverme deseable. Solo para volverme otra. En el espejo. Otra que no soy. ¿Por qué la chasquilla? Si tuviera que buscar una raíz, la ubicaría en la infancia. Como casi todas las niñas, tuve chasquilla. Caía libre sobre los ojos. Bastaba un tijeretazo recto cuando tapaba la vista. Después, el pelo se volvió grueso. La grasa de las espinillas la contaminó. Empezaron a crecer pelos en lugares donde no deberían crecer. Una vez tomé la máquina de afeitar del hombre de la casa y me pasé por las piernas. Me descubrieron antes de 24 horas. No limpié la máquina. Me dio vergüenza. No solo por el robo. Me dio vergüenza que me descubrieran siendo otra. Una niña peluda que se niega a serlo. Esa que se fue. O la que llegó. No sé.
Y pienso ahora si acaso quiero volver a ser niña cada vez que me corto la chasquilla. ¿Una niña libre de maternidades? Tal vez. Pero no me gustan esos libros de mujeres aburridas de ser madres. No era eso. No estoy harta. Solo tengo ese impulso, cada tanto, de moverme un poco del lugar. De ser otra. Sin desaparecer. Sin irme. Otra, nomás.
Los animales se ven tontos con chasquilla. Las mujeres grandes no. Se ven intensas. Pueden verse hermosas. No siempre. Es difícil saber para quién es el gesto. Si una lo hace para ser mirada o para poder mirarse.
Esa mañana, después de leer el diario, me paré hipnotizada, fui a la cocina, tomé las tijeras. Por supuesto había noticias horribles. Y lo único que pude hacer fue eso. En redes sociales alguien reclamaba cómo era posible que algunos no dijeran nada sobre la masacre. Se acusa a los que no muestran el dolor. A los que no postean cadáveres. A los que no hacen el gesto correcto en el momento correcto. Como si el sufrimiento tuviera una forma y una hora. Pero los que acusan con más fuerza suelen ser los que nunca dudan de sí. Me pregunto si los señores de la guerra, aunque fuera una sola vez, quisieran ser otra cosa. No más fuertes. No mejores. Solo otros. No ellos. ¿Qué pasaría si se despegaran un poco de su propia forma? Si por un segundo dejaran de sostenerse con tanto empeño.
¿Hay que hablar así, apuntando siempre? ¿Hay que gritar para decir algo verdadero? Clarice Lispector sabía hablar del alma a través de un cosmético. En una revista femenina escribió sobre un rímel -o un lápiz de ojos- que agrandaba la mirada. Y al final decía: lo importante es la mirada.
Yo también, cada cierto tiempo, quiero otra forma de ver. Otro marco. Y eso es una chasquilla: un corte mínimo que cambia el encuadre. No era para tanto, debí decirle a mi familia. En su risa se adivina ese temor: que la madre no sea solo madre. Que pueda huir. Que pueda ser una niña. O una perversa. Y les aseguro, queridos niños, querida familia, es el más inofensivo de mis impulsos. Aunque no hay vodka en el clóset. No hay hijos no reconocidos. Pero, si soy honesta, tampoco me conozco tanto. ¿Y ustedes?
La Señora M., -a veces mi madre- se sacaba selfies antes de que existiera esa palabra. Usaba pelucas y vestidos, tenía el estilo de la segunda esposa de Don Draper. En una foto de colegio, todas parecen recién salidas de misa; ella, en cambio, ya estaba en los sesenta. Ya había descubierto la laca, el divorcio y la ironía. Siempre fue la primera en irse, aunque nadie se lo pidiera. En su vida se dedicó a ayudar a otras a ser otras. A vestirlas. Y vestir es eso: decir algo con el cuerpo. Enmarcarse. Y, a veces, distorsionarse con gusto.
Un par de noches antes, con el hombre discutíamos en un restaurante. Llevábamos días así, en una pelea que no encontraba causa ni salida. Peleábamos para encontrar algo. No el tema, sino el tono. Buscábamos un contenido que nos enfrentara lo suficiente como para producir afecto. Pero ninguno alcanzaba. Como si nos lanzáramos objetos emocionales a medio llenar. Había que subir la apuesta. Detrás nuestro, dos mujeres mayores -setenta años o más- conversaban con intensidad de sobremesa. Yo las escuchaba de reojo, o de oreja, no sé cómo se dice cuando uno presta atención sin voltear la cabeza. Después supe que el hombre también las oía. Casi al final de la noche, se despidieron diciendo que tenían que volver a juntarse. Fue entonces, por impulso -¿es siempre el mismo?-, que me acerqué a su mesa y dije que yo también quería ir. Nos reímos todas. Una había sido bailarina, supe después. Cuando se iban, con los oídos de la espalda (sí, también existen), escuché que una decía: “es que ella es de las nuestras”.
Nos fuimos hablando de mis nuevas amigas. Yo hablaba, él asentía, hasta que dijo: “¿Escuchaste lo que dijo esa mujer?”. No. No había escuchado esa parte donde él afinó el oído. Una de ellas, en un tono grave y contenido, había confesado que fue cruel con su marido. Dijo: “lo maté”, y luego, casi en susurro: “ni siquiera sé dónde lo enterraron”.
Esa noche, ellas –que me acogieron sin condiciones, con esa frase casi ritual: “es de las nuestras” – encarnaron algo que, con el tiempo, he comenzado a pensar: que uno no es la suma de sus actos ni de las versiones que cuenta sobre sí, sino aquello que puede tolerar mirar de sí mismo sin narrarse una excusa. No se trata de recordar ni de confesar. Se trata de poder contemplarse como se mira un sitio al que ya no se vuelve, pero cuyo olor sigue pegado a la ropa. Reconocerse ajena es una forma extraña de libertad. No siempre cómoda. Pero honesta.
Ese movimiento fue justo lo que esa noche nosotros no logramos. Estábamos demasiado cerca, demasiado sabidos. Atrapados en la costumbre. Reprochándonos como la gente en redes, mostrando las venas abiertas, esperando que el otro las pise. Tirando nuestras víctimas al campo de batalla solo para cobrarnos una deuda emocional. Y como los señores de la guerra, inventábamos causas para justificar enredos viejos. Discutíamos por nada para defender algo que no sabíamos nombrar.
No exageremos. No hay épica en cortarse la chasquilla. No es un manifiesto, ni una forma de desobediencia reconocible por ningún algoritmo de protesta. Pero hay ahí una pequeña deserción. Un movimiento imperceptible para desmarcarse del rol. Lo pienso ahora, mientras escribo. Tal vez el corte fue un modo de romper el bucle. Porque las discusiones con el hombre, los reproches con los hijos, el mandato de ser la misma siempre -estable- hacen que la vida se deslice como en una bicicleta estática. Y en ese movimiento inmóvil, una empieza a disolverse, como si nunca hubiera sido otra. O como si esa otra ya no pudiera volver.
Pero vuelve. La otra siempre vuelve.
Y no, no me quedó bien. Pero me acordó algo fácil de olvidar: que se puede torcer un poco la forma. Me corté la chasquilla. No cambió el mundo. Pero alguien, tal vez yo, respiró mejor.
La chasquilla empieza a crecer. Se acomoda. Se disuelve en el resto del pelo. La promesa de “nunca más” ya está formulada. También su fracaso. Y mientras crece, algo en mí se acomoda. No para ser otra. Solo para no quedarme fija.
Esa vez, en vez de gritar, me corté un mechón.

Créditos: La Señora M.