Revolución de Enzo Traverso: perdidos en el mar
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Revolución de Enzo Traverso: perdidos en el mar






El segundo volumen de la épica novela histórica de Peter Weiss, La estética de la resistencia, se abre en París en 1938. Combatientes recientemente derrotados de las brigadas internacionales en la Guerra Civil española, el narrador anónimo y sus abatidos camaradas se han instalado de manera temporal en un gran edificio puesto a disposición por su dueño para los miembros del movimiento pacifista y el Frente Popular. Incapaz de dormir, el narrador se topa con un libro de dos supervivientes del infame naufragio de la fragata Medusa. Las catástrofes recientes que acaba de vivir se repliegan y se ve absorbido por los trágicos acontecimientos ocurridos hace más de un siglo.


En 1816, la Medusa zarpó de Francia hacia Senegal para recuperar esa colonia para la corona francesa recientemente restaurada. Guiada por un capitán realista incompetente, la fragata se separó de su convoy, se desvió de su rumbo y encalló en un banco de arena. Los pasajeros de la Medusa comenzaron a escapar en botes pequeños, pero estos no podían acomodar a todos a bordo, por lo que 147 personas fueron colocadas en una balsa construida apresuradamente con pocas provisiones, sin mástil y sin remos. Cuando el Argus, un barco del convoy original de la Medusa, descubrió la balsa por casualidad trece días después, solamente quince de los pasajeros originales de la balsa seguían con vida. Las historias de los horrores vividos en la balsa contadas por los sobrevivientes —de suicidio, delirio, asesinato, hambre, canibalismo— pronto circularon en Francia y provocaron un gran escándalo público. La tragedia evitable del naufragio de la fragata se convirtió en un símbolo de la insensibilidad de la monarquía recientemente restaurada, una especie de incendio de la Torre Grenfell de principios del siglo XIX.


El narrador de Weiss deja los libreros al amanecer para caminar por la ciudad desierta hacia el Louvre, donde busca el cuadro de 1819 de Théodore Géricault La balsa de la Medusa. Los largos párrafos iniciales del libro intercalan descripciones viscerales del naufragio con discusiones sobre la “inquietud agónica” que caracterizó los intentos de Géricault de transmitir la “angustia y la desesperación” de los hechos sobre el lienzo. Este encuentro fortuito con un desastre histórico tiene un efecto paradójico en el protagonista de Weiss: “Fue como si, leyendo los hechos pasados descritos aquí, todo lo que estaba desgarrado dentro de mí pudiera llegar a una reconciliación”.


Revolución. Una historia intelectual, de Enzo Traverso, también comienza con un encuentro con la pintura de Géricault en el Louvre, aunque no menciona la novela de Weiss. Traverso propone leer la obra como “una de las más poderosas alegorías del naufragio de la revolución”. Afirma que el cuadro, en cuyo rincón se vislumbra al Argus salvador, no solamente representa un desastre, sino que anticipa luchas futuras. Él ve al hombre negro en la balsa como “la premonición del anticolonialismo y la liberación negra” e interpreta la bandera roja ondeando, que a principios del siglo XIX aún no tenía una asociación con la lucha de izquierda, como un presagio del comunismo. Ve en el conflicto y el tumulto del lienzo de Géricault una tensión entre la resignación y la esperanza, “entre la capitulación y la obstinada búsqueda de una alternativa, entre el abandono y el renacimiento, entre la impotencia y la desesperación ante un paisaje de derrotas y el desesperado esfuerzo por resistir”. Por el contrario, cuando el narrador de Weiss pone los ojos en la pintura por primera vez, es incapaz de concentrarse en el barco de rescate, sino que experimenta “ansiedad, un sentimiento de desesperanza. Solamente dolor y desolación”. Se encuentra con el cuadro en un momento de derrota política, en el que la solidaridad y el propósito común que lo había unido a sus compañeros se han evaporado repentinamente. Entiende que Géricault pretendía mostrar que los últimos supervivientes se habían aferrado a un deseo de vivir a pesar de todo lo que habían soportado, pero en los colores desvaídos de la superficie “costrosa” de la pintura únicamente ve la no resuelta agitación interior del artista, en quien la “revolución se había inscrito... como una cicatriz”, una ruptura subjetiva que también reconoce en sí mismo y en sus pares. Traverso enfatiza el aspecto esperanzador de la pintura, pero comenzar su libro con una imagen de catástrofe y sufrimiento, de muertos y moribundos en un momento de restauración más que de revolución, pone un tono sombrío y carece de la inmediatez, la intensidad y la resonancia emocional que transmite el compromiso de Weiss con la obra de arte. Si así es como luce la esperanza, entonces es increíblemente turbia. Los sobrevivientes son pocos; la posibilidad de rescate, incierta.


Entonces, ¿qué es una revolución para Traverso? Comienza con la imagen de un naufragio, pero en otra parte describe la revolución como un terremoto y un volcán. Las revoluciones se interrumpen y estallan; rompen el continuum de la historia (estoy parafraseando a Traverso, aficionado a parafrasear las tesis de Walter Benjamin “Sobre el concepto de historia” (1940)). Una revolución, dice, es “un acto colectivo a través del cual los seres humanos se liberan de siglos de opresión y dominación”; es “una singular amalgama de innovación y caos” que despliega “una espectacular carga iconoclasta”. Las revoluciones “son precisamente los momentos en que los excluidos ya no son más los sin voz y claman por ser escuchados”. Son, de manera menos precisa, “conceptos convertidos en acción”, que “siguen una dinámica autónoma, como espirales descontroladas que pretenden borrar el pasado e inventar el futuro a partir de una tabula rasa”. La violencia, declara, usando una desafortunada metáfora biológica “está inscrita en sus genes”. Sin embargo, a pesar de que la prosa de Traverso prolifera en declaraciones, definiciones y metáforas, permanece de manera curiosamente escurridiza en cuanto a su objeto.


¿Es este libro sobre revoluciones ideales o reales? ¿Se trata de la revolución como tal o de una variedad de revoluciones particulares que Traverso encuentra interesantes? ¿Se trata de las revoluciones, los revolucionarios o lo revolucionario? ¿Se trata sólo de revoluciones políticas o también de otro tipo de revoluciones (sexual, industrial, intelectual)? ¿Se trata más bien del comunismo o quizás de la modernidad capitalista? ¿Se trata de teorías de la temporalidad y la liberación o se trata de prácticas insurreccionales? Que el libro trate de todas estas cosas en varios puntos no es necesariamente una debilidad. Como pregunta León Trotski en el “Prefacio” de 1930 a su Historia de la Revolución rusa, una de las fuentes clave de Traverso: “¿cómo es posible abrazar o repudiar como un todo orgánico aquello que tiene su esencia en la escisión?”. Traverso aborda de manera cautivante las tensiones entre ideas y realidades, teorías y prácticas, sueños y pesadillas. Su subtítulo “una historia intelectual” es quizás demasiado modesto, dado que Revolución aborda un fenómeno tanto pensado como vivido. Pero, en última instancia, ¿qué se gana al leer sobre revoluciones pasadas en el calamitoso presente, cuando el libro mismo se niega a presentar argumentos sólidos para hacer una?


Revolución está estructurado temática y conceptualmente, más que como una serie cronológica de estudios de casos centrados en revoluciones históricas particulares. Aunque se limitan principalmente a un marco de tiempo de 1789-1989, los ejemplos del libro son eclécticos, saltando histórica y geográficamente para discutir temporalidades, sujetos, cuerpos, símbolos y conceptos revolucionarios. Traverso es explícito en que no tiene interés en separar las revoluciones “buenas” de las “malas”, sino que contempla tanto lo utópico como lo catastrófico: “La felicidad de La Habana insurgente el primero de enero de 1959 y el terror de los campos de exterminio camboyanos”. Sin estar interesado ni en la valorización ni en la condena, Traverso no se preocupa por extraer lecciones estratégicas de las victorias y derrotas históricas, sino que ofrece en cambio una “elaboración crítica del pasado”, un pasado que, según él, la izquierda contemporánea corre el riesgo de olvidar. Su capítulo inicial es típico en su enfoque metodológico, considerando la locomotora como un símbolo de la revolución, mientras examina el significado de los trenes reales en las luchas revolucionarias pasadas. Traverso comienza el capítulo con la declaración de Marx de que “las revoluciones son las locomotoras de la historia” y termina con la réplica de Walter Benjamin: “Quizás las revoluciones son un intento de los pasajeros de este tren —esto es, la raza humana— de activar el freno de emergencia”. Si el tren había sido una imagen de la inevitable trayectoria progresiva de la historia para Marx, Benjamin, escribiendo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, vio que la teleología solamente conducía a la catástrofe. El capítulo de Traverso cierra abruptamente con una imagen del acceso a Auschwitz.


Aunque están escritos de manera vívida, llenos de detalles brillantes y percepciones teóricas agudas, los capítulos individuales —difíciles de manejar, extensos, hinchados— a menudo se sienten como si se estuvieran hundiendo por su propia extensión. Un capítulo sobre intelectuales revolucionarios, por ejemplo, acumula ejemplo tras ejemplo hasta que cualquier argumento general queda enterrado bajo sutilezas biográficas y exquisiteces anecdóticas. Las páginas finales incluyen una tipología similar a una lista del intelectual revolucionario y tablas de intelectuales individuales de varias generaciones, indicando las experiencias biográficas clave que los unieron. Esto ofrece un resumen del terreno histórico que acabamos de trazar, pero me pareció un ejercicio cuantitativo curioso que no producía percepciones cualitativas obvias. De hecho, metodológicamente, parece más cercano a la “historia universal” que Benjamin atacó que al materialismo histórico que ensalzó: “Su método es aditivo; reúne una gran cantidad de datos”. Si la experiencia de leer el libro se parece en algo a sentarse en un tren, no se parece en nada a la velocidad a lo largo de las vías hacia un horizonte resplandeciente, ni se parece en nada a los frenos. Es más como cuando crees que estás tomando un tren expreso en el metro de Nueva York y descubres que estás en un tren local que se detiene en todas las estaciones de la línea y luego se queda atascado en una durante mucho tiempo sin ningún anuncio explicativo del conductor. Está bien, al final llegas a algún lugar y tal vez haya algo interesante que mirar a través de la ventana mientras tanto, pero es difícil no sentirse impaciente e inquieto. Revolución está repleto de ideas, imágenes y ejemplos, pero para ser algo tan rebosante, cuando lo terminé me sentí extrañamente vacía.


Traverso evoca en varios momentos la intensidad del sentimiento desencadenado por las revoluciones, celebra las nuevas formas de relación que se desarrollan en ellas e insiste en la centralidad de su dimensión corporal. La revolución, proclama, “es un momento en el que la política se inunda repentinamente de sentimientos y emociones”. Pero si las revoluciones pueden ser experiencias viscerales, “extáticas, eufóricas” en las que la gente “despliega una gran cantidad de energías, pasiones, afectos y sentimientos más elevados que el estándar espiritual de la vida ordinaria”, esto no las distingue necesariamente de otras formas de acción política colectiva. De manera similar podrían caracterizarse levantamientos, rebeliones, motines, ocupaciones, piquetes o manifestaciones, como deja claro su propia descripción de las insurrecciones: “Las insurrecciones son momentos de efervescencia colectiva en los que la gente común siente un deseo irrefrenable de invadir las calles, ocupar los lugares de poder, exhibir su propia fuerza, tomar las armas si es necesario y celebrar la liberación a través de manifestaciones de fraternidad y alegría”.


De igual manera, ninguno de estos sucesos necesariamente se siente como algo edificante. En la introducción del libro, reconoce que las revoluciones pueden ser trágicas y, a menudo, hundirse en la desesperación. De hecho, las revoluciones pueden incluso ser aburridas, decepcionantes, abatidoras. Revolución constantemente pone en primer plano tales contradicciones, pero debido a que es, aunque de manera ambivalente, un intento de transmitir algo positivo del pasado revolucionario al presente, también se enreda en ellas.


Los pronunciamientos generales de Traverso están hechizados por los espectros de sus excepciones y, a menudo, seguidos literalmente por grupos no fantasmales de advertencias y contraejemplos. Al intentar destilar esencias puras de la maraña de la historia, Traverso sigue chocando con una contradicción entre lo universal y lo particular, lo ideal y lo real. Su insistencia en querer evitar romantizar el pasado y su negativa a separar los eventos “buenos” de los “malos” se combina torpemente con constantes declaraciones programáticas generales sobre las revoluciones, declaraciones que no dicen lo que deberían ser o podrían ser las revoluciones, ni lo que han sido a veces, sino que proclaman lo que son. No quiere celebrar ninguna revolución en particular, pero sí quiere celebrar la revolución (excepto, a menos que, a pesar de...). Afortunadamente, Traverso no pierde el tiempo construyendo taxonomías pedantes, vigilando fronteras terminológicas o descartando eventos políticos por no ser revoluciones apropiadas, incluso señalando las “simetrías estructurales entre revolución y contrarrevolución” en un determinado punto. Pero, aunque puede que no etiquete explícitamente algunos momentos históricos como revoluciones, mientras que descalifica otros —como la designación de algunas cosas por Alain Badiou como “acontecimientos” de acuerdo con su propia definición idiosincrásica—, él constantemente dice, no obstante, lo que idealmente las revoluciones deberían implicar y, por lo tanto, expresa implícitamente criterios para juzgarlas. ¿Por qué además molestarse en escribir un libro así en primer lugar?


Aunque Traverso no puede afirmar que la intensidad emocional colectiva es exclusiva de la revolución, persiste en su relato un apego a la distinción entre lo consciente y lo espontáneo, aunque de una manera bastante amortiguada que se da por sentado. Las revoluciones, sugiere, se distinguen de otros tipos de eventos por la conciencia de las personas que las realizan. Debajo de su rechazo de una fe marxista ortodoxa en la progresión histórica teleológica se esconde un apego continuo a una comprensión del sujeto consciente junto con un leve desdén por el evento “espontáneo” que pertenecía a esa tradición: “Las revoluciones son generalmente logros conscientes de sujetos colectivos”. ¿Qué pasa con el bebé consciente, una vez que se ha tirado el agua del baño de la progresión histórica? ¿Los ejemplos históricos que analiza confirman esta comprensión de la subjetividad, la agencia y la voluntad humanas? ¿El sujeto revolucionario que actúa conscientemente no tiene también una historia intelectual? ¿Pueden ocurrir revoluciones sin tales sujetos a la cabeza? ¿Qué se necesitaría para que tales sujetos emergieran de nuevo?


Las secuelas de las revoluciones también las distinguen de otros tipos de eventos políticos disruptivos, que solamente alteran de manera temporal el statu quo sin derrocarlo. Traverso tiene claro que la revolución es tanto un evento como un proceso, aunque se pronuncia menos sobre las cualidades emocionales asociadas con este último. Reprocha a la izquierda radical por celebrar la liberación mientras descuida “las normas políticas y jurídicas requeridas para establecer la libertad como un orden duradero”, pero reconoce que experimentar tales transiciones puede ser subjetivamente dañino. Revolución permanece alerta a la contradicción entre ruptura y consolidación, experiencia fugaz y tradición duradera, tema central del tercer capítulo del libro, “Conceptos, símbolos, reinos de la memoria”. Traverso discute cómo la iconoclasia revolucionaria precede a la creación de nuevos símbolos y rituales, lidiando con las contradicciones inherentes al intento de conmemorar algo que es, por definición, efímero: “El espíritu revolucionario no puede ser embotellado y exhibido en museos”. Considera las distorsiones que ocurren cuando las revoluciones se institucionalizan, domestican o incorporan a las narrativas nacionales y también explora formas de “contramemoria” que persisten cuando las revoluciones terminan en derrota. Para Traverso, el impulso de conservar y catalogar es anatema a la fuerza rupturista de la revolución, como clavar una mariposa en un tablero. Argumenta que el significado revolucionario “está en el vacío dejado por la fuerza destructiva de la revolución misma”. ¿Y cómo construir monumentos a un vacío? Estas discusiones sobre la memoria y la conmemoración también plantean meta cuestiones sobre el proyecto del libro en sí mismo y los contrapanteones, archivos y cronologías que busca construir, cuestiones que son tanto geográficas como históricas.


En un capítulo que analiza las distinciones conceptuales entre libertad y liberación, Traverso ataca a Hannah Arendt por rechazar la lucha anticolonial y la fustiga por reconocer las revoluciones francesa y estadounidense, mientras ignora la haitiana. Específicamente, apunta a su ensayo Sobre la violencia (1970), en el que ella argumenta que la violencia de los colonizados superó a la de sus opresores porque seguía siendo “prepolítica”: “Escribir esto en 1970 no era simplemente inexacto ni desagradablemente desdeñoso; era la expresión de una asombrosa ceguera intelectual, por no decir de un prejuicio claramente eurocéntrico y orientalista”. Traverso tiene cuidado de no repetir los tipos de prejuicios mostrados por Arendt. Su largo capítulo sobre intelectuales revolucionarios, por ejemplo, incluye discusiones sobre figuras como Ho Chi Minh, Manabendra Nath Roy y el Ché Guevara, junto con un desfile de europeos. La estructura conceptual de Revolución permite discutir eventos geográficamente dispares uno al lado del otro, mientras que su último capítulo, “Historizar el comunismo”, incluye una sección que considera las conexiones históricas entre comunismo y anticolonialismo.


Sin embargo, así como Traverso tranquilamente se aferra a la figura del sujeto revolucionario consciente, con la notable excepción de la Revolución mexicana, sus capítulos están estructurados de tal manera que las luchas anticoloniales y las revoluciones no europeas, aunque reconocidas y discutidas, siguen siendo periféricas respecto de su relato y su conclusión no parece alterar la forma en que interpreta los acontecimientos que tuvieron lugar en Europa. Su enfoque es como agregar una nueva ala a un museo existente en el que los objetos del edificio principal permanecen en sus lugares originales; él extiende en lugar de reorganizar, reconfigurar o reconstruir. París (1789, 1848, 1871) y Petrogrado (1917) son las dos metrópolis revolucionarias en el centro de Revolución. Traverso invoca la Revolución haitiana y Los jacobinos negros de C.L.R. James muchas veces, por ejemplo, pero nunca discute ni el evento ni el libro en profundidad. En la introducción enumera una serie de momentos revolucionarios que prometen un libro de alcance mundial: “Francia en 1789, Haití en 1804, Europa continental en 1848, París en 1871, Rusia en 1917, Alemania y Hungría en 1919, Barcelona en 1936, China en 1949, Cuba en 1959, Vietnam en 1975 y Nicaragua en 1979”. Pero el índice del libro enumera 66 páginas de referencias bajo “Revolución francesa”, mientras que la Revolución nicaragüense no figura en absoluto y tampoco las revoluciones de 1975 en Angola o Mozambique, que menciona de pasada en otro párrafo sinóptico del último capítulo. Hacia el final del libro, Traverso declara que “la literatura bolchevique estaba llena de referencias a la Revolución francesa, 1848 y la Comuna de París, pero nunca mencionó la Revolución haitiana o la Revolución mexicana". En lugar de castigar a los actores históricos por no reconocer la Revolución haitiana sin él mismo analizarla en detalle, un enfoque metodológico más fructífero podría haber seguido el ejemplo de Lujo comunal (2015) de Kristin Ross, que extrae el internacionalismo y los aspectos anticoloniales de la historia de la Comuna de París con el fin de perturbar su historiografía establecida y así evitar el enfoque “aditivo” que criticaba Benjamin. Puede que Sergei Eisenstein no haya sido un líder bolchevique, pero el hecho de que planeara hacer películas sobre la Revolución haitiana y la Revolución mexicana indica que estos eventos no estuvieron completamente ausentes del discurso soviético.


Como resultado del colapso del socialismo de Estado, cambió el significado de eventos como la Comuna de París. Ross describe este cambio como liberador, como una oportunidad para regresar a la historia liberada de la “historiografía comunista oficial”. Traverso no está tan seguro. Aunque Revolución no está impregnado del tono sombrío de su libro anterior Melancolía de izquierda (2017), comparte con esa obra la aparente convicción de que la historia realmente terminó en 1989. Para alguien al parecer tan enamorado de la comprensión de Walter Benjamin del “tiempo mesiánico” y tan deseoso de ampliar los cánones establecidos de la historia revolucionaria, parece extraño que Traverso, no obstante, demuestre un apego melancólico no a la historia socialista estatal en sí, sino a la visión particular del progreso histórico propuesta por los libros de texto socialistas estatales. Por supuesto, él sabe que ese telos está muerto y que sería absurdo afirmar lo contrario, pero, no obstante, parece ver su muerte como algo fatal para la izquierda (incluso si su existencia fuera solamente imaginaria) y la equipara con la muerte de la conciencia histórica de la izquierda como tal. Traverso invoca al historiador Eric Hobsbawm, quien en 1989 ya no creía en la visión teleológica de la historia como una “sucesión de olas emancipatorias” moviéndose hacia la libertad que había informado la estructura de su relato en cinco volúmenes de “la era de...” sobre los siglos XIX y XX. Los momentos de liberación que marcaban su narración habían sucedido, pero no podía interpretarlos como flechas que apuntaban inevitablemente en una dirección. Pensé, en cambio, en las revisiones que C.L.R. James hizo de Los jacobinos negros entre su publicación original en 1938 y su reedición en 1963. El prefacio de la primera edición lo situaba explícitamente en relación con el “estruendo de la artillería pesada de Franco, el traqueteo de los pelotones de fusilamiento de Stalin” y estaba informado por la reciente ocupación estadounidense de Haití y la organización anticolonial de James con los Amigos Africanos Internacionales de Abisinia, mientras que el libro revisado, en el que rechazaba el vanguardismo, estaba informado por luchas políticas y eventos históricos que tuvieron lugar en los años intermedios, particularmente la Revolución cubana. Ambas ediciones respondían al presente y miraban al futuro.


En sus tesis “Sobre el concepto de historia” (1940), Benjamin rechazó el historicismo, la “historia universal” y las interpretaciones socialdemócratas del progreso en favor de un materialismo histórico que “capta la constelación en la que se encuentra su época con otra muy determinada del pasado”. Su frase “provocar el estallido del continuo de la historia” se cita con tanta frecuencia —tanto en general como en el libro de Traverso específicamente— que ha perdido algo de su fuerza, pero para Benjamin, de manera crucial, el materialista histórico se sitúa en un presente que desea transformar: “nuestra tarea histórica consistirá entonces en suscitar la venida del verdadero estado de excepción, mejorando así nuestra posición en la lucha contra el fascismo”. Traverso toma prestada de Freud la noción de “reelaborar” el pasado, pero su paciente implícito, la izquierda contemporánea, queda fuera de su historia (clínica). De hecho, el presente, incluida cualquier discusión sobre las revoluciones del siglo XXI, brilla por su ausencia casi total. Traverso otorga gran importancia al colapso del socialismo de Estado, entendido principalmente como el colapso de una metanarrativa, pero prácticamente no tiene nada que decir sobre las revoluciones que han ocurrido en los estados postsoviéticos realmente existentes. En una entrevista reciente en New Left Review, el sociólogo Voldomyr Ishchenko describe el Euromaidán, varias revoluciones de “colores” en las ex repúblicas soviéticas y la Primavera Árabe como “revoluciones deficientes”. Dada la intención proclamada de Traverso de discutir las revoluciones independientemente de sus deficiencias, es frustrante que no ofrezca ningún análisis de tales eventos. Pero los pasajes ocasionales en los que se digna abordar las luchas contemporáneas ofrecen pistas para entender por qué Revolución parece un libro tan confundido acerca de su propia existencia.


Traverso afirma que su libro es a la vez “un trabajo de duelo, pero también un entrenamiento para nuevas batallas", pero al igual que su afirmación de que La balsa de la Medusa representa tanto la resignación como la esperanza, esta balanza no está equilibrada. En la introducción Traverso escribe que: “Los nuevos movimientos anticapitalistas de años recientes no están en sintonía con ninguna de las tradiciones de izquierda del pasado. Carecen de genealogía. Revelan afinidades más grandes —no tanto doctrinarias como culturales y simbólicas— con el anarquismo: son igualitarios, antiautoritarios, anticoloniales y mayormente indiferentes a una concepción teleológica de la historia... Al ser huérfanos, deben reinventarse por sí mismos”.


Aunque reconoce que esto es parcialmente liberador, argumenta que la ausencia de memoria histórica hace vulnerables a los movimientos actuales: “porque carecen de la fortaleza de los movimientos que, conscientes de tener una historia y comprometidos a inscribir su accionar en una poderosa tendencia histórica, encarnaban una tradición política”. De manera similar, en su conclusión, enumera varios movimientos sociales y políticos post-1989 —desde Occupy Wall Street hasta Syriza, la “alter-globalización” y Black Lives Matter— sosteniendo que están escindidos de la historia y “privados de un legado utilizable”. ¿Qué pasa cuando los estudiantes en Ciudad del Cabo exigieron “Rhodes debe caer”, cuando una estatua de Edward Colston fue arrojada al río en Bristol, cuando los activistas estudiantiles se enfrentaron con policías con “escudos de libros” de clásicos insurreccionales en 2011, o cuando los millennials chilenos cantaron canciones de principios de los 70 en manifestaciones de 2019? No me hago ilusiones sobre el lamentable estado de la izquierda contemporánea y comparto el cometido de Traverso de “reelaborar” las experiencias del comunismo del siglo XX, pero si este libro realmente tenía la intención de proporcionar a las personas que forman parte de movimientos actuales los recursos históricos para informar sus luchas —“entrenamiento para nuevas batallas”— Traverso podría haber hecho un esfuerzo para comprometerse con ellos de manera menos desdeñosa.


El compromiso de Weiss con los verdes y grises desteñidos de La balsa de la Medusa es mucho más desesperante que el de Traverso, pero, como Géricault amontonando cadáveres de una morgue en su estudio en un intento de entrar en el sufrimiento de los demás, Weiss pliega el pasado en el presente. Al describir el destino de las personas en la balsa, los pronombres cambian de “ellos” a “nosotros”. La devastación histórica y la esperanza se fusionan con las experiencias del momento actual: “Los reunidos en la balsa todavía no querían creer que habían sido abandonados. Se veía la costa... Pero cayó la noche, y todavía no habían recibido ayuda. Oleajes poderosos barrían sobre nosotros. Arrojados de un lado a otro, luchando por cada respiración, escuchando los gritos de los que se tiraron por la borda, anhelábamos el amanecer”.



Artículo aparecido en Radical Philosophy” 212 (2022) bajo el título Lost at sea

Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia



Revolución. Una historia intelectual

Enzo Traverso

Trad. H. Pons, Editorial FCE, Buenos Aires, 2022, 644 páginas


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