Ya habló el loro, ahora quién va a hablar
- Constanza Michelson

- hace 5 días
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*Texto presentado en el Coloquio Imposible Presente: Crisis de la Crítica. Universidad de Valparaíso. Septiembre 2025.
Dicen que en momentos de crisis civilizatoria, reaparece un renovado interés por la mitología y la tragedia, incluso más que por la filosofía. Así fue tras la Gran Guerra: quizá porque, frente a lo absurdo, ofrecen una aproximación más antigua, más ambigua también; capaz de alojar la contradicción y lo fragmentado.
Para los griegos, el teatro de la tragedia era el lugar donde se procesaban los restos: lo que no cabía en las instituciones de la ciudad. Ahí se pensaban las cosas sucias: el incesto, el parricidio, la autodestrucción, la ambigüedad moral. Lo que la polis no podía asumir sin escándalo, encontraba en escena su espacio. Uno podría preguntarse cuál es hoy ese lugar. La terapia podría ser, y al mismo tiempo podría uno pensar a la terapia como teatro.
Pero, desde el punto de vista de la ciudad, ¿qué ocupa hoy ese lugar? ¿La filosofía, la psiquiatría, las columnas de opinión, Twitter, la crítica? Probablemente, un poco de todo. Y, sin embargo, tal vez ese lugar esté vacante. Al menos en un sentido. Porque no es seguro que estas prácticas alcancen algo que está en el núcleo de la tragedia. Su concepción de la condición humana: en la tragedia el sujeto está desgarrado, dividido entre fuerzas irreconciliables, sin resolución pacífica.
Esta concepción no debe confundirse con el sujeto herido. Porque la herida puede cerrarse, se puede reclamar reparación. El desgarramiento, en cambio, no cicatriza, no se redime, no se repara. Y, sobre todo, no se resuelve por la vía de la razón. Lo que no quita que se intente, tanto como se intenta aplicar la vieja lógica sacrificial: culpar a alguien o a un grupo para creer que algo se va a arreglar.
Este podría ser el costado trágico -o cómico- del pensamiento crítico: cuando intenta curar lo herido, pero pasa por alto el desgarro. Entonces se obstina en ayudar a quien no quiere ser ayudado, o al menos no así. Recuerdo la caleta Chuck Norris: los muchachos fueron llevados a un hogar protegido y, a los pocos días, volvieron al río. O la mujer que regresa con el hombre violento, y que, peor aún, oculta ese regreso a quien ha intentado salvarla.
El crítico tampoco se libra: ¿quiere un bien, o su propio bien? Alguna vez hubo un grupo de estudiantes que liberaron a los ratones de un laboratorio en la Universidad de Chile. Los ratones murieron a dos metros del laboratorio porque no sabían vivir de otra manera. Es un poco como ese cuento terrible de Ursula K. Le Guin, Los que se alejan de Omelas: hay un pueblo feliz, pero sostenido en un sacrificio: un niño en la miseria. Algunos no lo soportan y se alejan, otros se hacen los tontos, porque entienden que la felicidad se sostiene en esa excepción. Pero hay algo aún más cruel: si a ese niño se lo ayudara, y conociera otra forma de vida, su sufrimiento se volvería humano, consciente, y no lo soportaría.
¿Qué es salvar, entonces? Ni siquiera salvar. Ayudar. Hacer lo correcto apenas. La flotilla en la que iba Greta Thumberg hacia Gaza, (la primera) se topó en el mar con unos migrantes sudaneses, los recogieron y devolvieron a la guardia internacional europea que hace retornar a los migrantes a sus países de origen. Fue polémico, entiendo que la misma institución de la flotilla, hizo un reclamo o algo así. El dilema quedó expuesto: ¿se salva en abstracto, o se salva de a cuatro, si es que eso es lo que se puede en un momento determinado?
En este sentido, lo profundo, y lo maldito, de la estructura trágica es que el conflicto nunca está únicamente afuera. Incluso cuando hay un conflicto real más allá de nosotros, ya estamos implicados en él. No hay un exterior puro. Porque nadie es totalmente inocente ni transparente para sí mismo.
Como mostró Vernant, la tragedia surge cuando dos razones verdaderas colisionan. No hay locos ni malvados por definición: el héroe no puede sino equivocarse, justamente porque cumplir con un deber implica traicionar otro. La verdad está partida. El sujeto también.
El escándalo -skándalon, la piedra en la que tropezamos— no viene del extranjero, ni del capitalismo, ni del enemigo del día: viene de ese desfase interior, de esa doble pertenencia que nos arrastra. No hay armonía perdida que recuperar. Hay una tensión constitutiva que insiste.
La tragedia no pregunta quién tiene razón, sino cuánto daño produce tenerla.
Por eso conviene promover una memoria reflexiva, no la que fija un enemigo perpetuo, sino la que recuerda lo que somos capaces de hacer.
*En esta visita a Valparaíso estuve en el nuevo Museo del Inmigrante. Su tema son las oleadas de quienes llegaron entre los siglos XIX y XX: italianos, alemanes —el colegio alemán estuvo un tiempo bajo el partido nazi—, judíos, árabes, españoles. Todos huían de algo: del Imperio Otomano, de los pogromos, de las guerras civiles, de la pobreza. Después los bandos cambiarían, ya lo sabemos. Pero muchos cruzaron en la misma condición el Estrecho de Magallanes, que era casi un suicidio. En una proyección digital se veía ese mar feroz, y desde la cubierta de un barco salían disparadas las maletas, cada una con una bandera distinta. Al final, lo mismo: distintas huellas, la misma intemperie.
Desde mi hotel, la vista es una metáfora. Estoy en lo alto: se alcanza a ver hasta las dunas camino a Concón. Y me veo a mí misma, mi historia, porque nací aquí. En esta zona tuve comienzos y fines del mundo. Mirar desde arriba no es lo mismo que mirar desde lo alto: es ver las capas. Es ver la Historia y la historia al mismo tiempo. Como esa mirada que Borges atribuía a los sueños: donde aparecen todas las edades. No se trata de un saber omnisciente, sino de otra cosa: un instante donde lo contradictorio convive. Donde el tiempo no está ordenado, sino sedimentado. Y la historia -con h minúscula o con mayúscula- se deja ver como una superposición de capas.
Ver así, en creo, permite otra relación con la crisis y con la crítica. La crisis no es un accidente, sino parte de la textura. Y la crítica deja de ser escándalo o sentencia: se vuelve lectura. Una forma frágil, momentánea, de sostener lo que no se resuelve.
Entonces, ¿hay una crisis de la crítica porque ya nadie escucha a los críticos? Algunos, como Bifo (Franco Berardi), dicen que lo mejor es desertar. Sé que después se ha intentado explicar que no es exactamente desertar lo que quiso decir, que en realidad se trataría de otra forma de permanecer; una especie de resistencia en negativo, o algo por el estilo. Como sea, el autor deja sentir su frustración, y también su melancolía. Y con todo el respeto que le tengo a la melancolía, sigo pensando que escribimos para pensar, no para convencer. Tal vez no se trate de tener la razón, sino de buscar las razones -o las sinrazones- que todavía no conocemos. Escribir no con lo que quisiéramos que exista, sino con lo que hay. Y desde ahí, intentar ir un poco más allá.
En todo caso este es un problema antiguo.
El poeta inglés del siglo XV, John Skelton, escribió un poema que se llama Habla, loro. En él, un loro habla furioso y dice que “la cosa no estaba tan mala” desde el diluvio de Deucalión. Mezcla frases en varios idiomas, va de allá para acá. Quienes lo han estudiado dicen que el poema está lleno de ruido, escrito de un modo que se parece a lo que nos pasa hoy: tenemos que esforzarnos en discriminar qué importa y qué no, qué es hablar y qué es repetir como loros. Lo interesante es el efecto del poema: una vez que habló el loro, hay una interpelación: ¿quién se atreve a hablar después?
Y como se trata de un poema enojado -y eso, se sabe, despierta con un soplido las fuerzas miméticas, el contagio social-, tiene un truco. Es tan confuso que no se puede repetir el enojo como un loro. No puedes decir: “¡yo también! ¡Y yo también!”.
En su libro La indignación total (2019), escrito en plena era de escándalos, Laurent de Sutter examina la estructura misma de la razón para repensar la crítica. Por un lado, toma distancia de la idea de que pueda existir una razón pura, sin anteojeras. Por otro, se aleja también del argumento que, aunque reconoce los sesgos, cree posible quitarlos. Schopenhauer, por ejemplo, pensaba que en la medida en que alguien quiere tener razón, la razón se pervierte por la vanidad. De Sutter responde: eso no es perversión, es condición humana. A fin de cuentas, la razón quiere tener razón.
Lo que sí es perverso, es desconocer que la razón y el pathos no están tan separados. Que el crítico también está afectado, tironeado por fuerzas diversas.
De Sutter toma como ejemplo el caso del editor de un diario danés que, en 2005, publicó un dossier con caricaturas de Mahoma. Su idea era “probar” que la libertad de expresión estaba bajo amenaza, debido al crecimiento de la comunidad musulmana en Dinamarca. Pero más que un gesto ilustrado, fue una trampa. Una prueba: ¿qué harían? Si no respondían, quedaban humillados. Si lo hacían, quedarían como fanáticos histéricos. El editor no solo buscaba defender la razón: buscaba tener la razón. Y lo logró. El escándalo escaló: amenazas de muerte, tensiones diplomáticas entre países.
Pero lo decisivo fue que dejó a toda una comunidad sin salida, solo quedaba reaccionar. Lo que más los enfureció no fue el odio en sí, sino que se ocultara bajo el ropaje de la razón ilustrada. Que no se reconociera la pasión que sostenía ese gesto: el odio. Y debajo de ese odio, casi siempre, lo que hay es miedo. El miedo es legítimo. El pecado es transformarlo en argumento.
Lo más interesante del caso es que muestra cómo, a veces, una crítica hecha en nombre de la razón no apaga el incendio, sino que lo aviva. Intensifica aquello que denuncia. Mal que mal, los musulmanes daneses querían, como casi todos, simplemente estar tranquilos.
De Sutter lanza la sospecha:¿podría ser que, a veces, la crítica mantenga un romance neurótico con la crisis?
*¿Para qué sirve la crítica? ¿Desde dónde mirar? ¿Para salvar algo, para probar una tesis? Son preguntas elementales.
El dramaturgo libanés Wajdi Mouawad escribió que, en todo conflicto, hay un momento en que cesan los impulsos asesinos. Un momento en el que, aun si parece imposible concebirlo, aparece la conciencia de que habrá un después. Que algún día, las personas heridas -de todas las formas en que se puede estar herido- volverán a convivir. Esa idea impone un deber al testigo: preguntarse por su responsabilidad en el odio que se esparce. O, al menos, sostener algo más que el presente: además de salvar vidas, defender la posibilidad de un después.
Algo semejante escribió Donald Winnicott en una carta dirigida a Churchill, cuando este decidió entrar en la Segunda Guerra Mundial. Allí decía: no debemos dar por sentadas las razones para ir a la guerra, debemos explicitarlas. Que los alemanes lo hagan tan fácil en esta coyuntura, siendo los malos, no significa que, por contraste, los ingleses seamos automáticamente los buenos. Y agrega: esta vez, sí, tenemos el deber de liberarnos. Pero será después cuando veremos si somos capaces de sostener esa libertad. Ese después es la verdadera dificultad: sostener la democracia cuando ya no hay un enemigo claro. Porque no se debe ganar una guerra como quien gana una moral infinita. Tarde o temprano, alemanes e ingleses volverían a hablarse.
Leí una entrevista a Rita Baroud, una joven palestina evacuada de Gaza. Ahora está en Marsella, y no logra vivir. Está desesperada por su gente. Dijo en la entrevista: “Me da lo mismo, hagan setenta Estados si quieren, un país puede empezar de cero, pero no se puede traer de vuelta a los muertos”. Tal vez la decencia de una crítica, en momentos así, sea esa: defender el presente. No sacrificar vidas en nombre de un futuro abstracto. Defender el presente es más difícil, más sucio incluso, porque exige hacer arreglos desesperados, pactos inestables, detener como sea la masacre. Las abstracciones, en cambio, se sienten limpias. Nos invitan a sumarnos. Ahí podemos quedar bien: con el grupo, con nosotros mismos. Pero muchas veces tienen nombres de soluciones finales.
Pienso que si escribir aún tiene sentido, es por eso: porque entre la sangre y las lágrimas hay que seguir hablando como si un después fuera posible. Porque si no, es traición.
*Una vuelta más al asunto de la tragedia.
Después de las guerras, también los psicoanalistas entraron en crisis. Los neuróticos de Freud parecían personajes sacados de El mundo de ayer de Stefan Zweig: sujetos divididos entre el deseo y la culpa. Tras la catástrofe, en cambio, volvieron a escena los pacientes límite, descritos por primera vez en 1938: impulsivos, bipolares, incapaces de hacer un duelo, sin sostén simbólico para atravesar las fracturas de lo cotidiano. Si alguna vez el Conócete a ti mismo había tenido eficacia clínica, en estos pacientes no había un “sí mismo” a donde ir. Se habló entonces de debilidad del yo, de psiquismo fragmentado. El psicoanálisis desplazó su mirada hacia lo infantil, lo temprano, lo llamado preedípico. Los analistas de adultos tuvieron que aprender de los de niños.
Quiero responder qué es lo preedípico desde la tragedia y no desde la psiquiatría.
¿Quién es Edipo antes de ser el que se arranca los ojos?
No es un tonto ni un junkie ni un ignorante. Es un rey, y un rey que sabe: descifró el enigma de la esfinge, gobernó bien. Pero su saber era el de la razón en tercera persona. A la esfinge le respondió: “el hombre”, el genérico, el abstracto, sin sexo. Murió la esfinge pero la peste no dejó a Tebas. Y la peste no es sino la crisis: nada nace.
Edipo usa su poder de rey para saber, para encontrar al culpable. Toda la tragedia “Edipo en Tebas” se la pasa gritando. Yocasta le advierte: mejor no saber. Tiresias también, y lo acusa de arrogancia: serás igual a ti mismo. Hasta que Edipo descubre lo esencial: el culpable es él.
Recién entonces responde en primera persona: soy yo. Ahí ocurre algo distinto: no saber, sino verdad. Y ese efecto de verdad, a diferencia del saber abstracto, es lo único que puede tocar la a la realidad. La peste cesa.
En la serie Adolescencia ocurre algo semejante: en el último capítulo, el muchacho asume la culpa. Aunque siempre se supiera que era culpable, había un video que lo implicaba; todos lo sabían, incluso los espectadores. Pero, igual que los padres, preferíamos no saber. Y esto porque la verdad no está en los ojos.
Hoy lo vemos todo ¿no? Y eso no garantiza nada.
La tragedia está más lejos del “solo sé que nada sé” -que sigue siendo una forma de saber- y más cerca de lo único que sabe el psicoanálisis: “solo sé que no sé que no sé”. Es decir, creemos saber. Y el “conócete a ti mismo”, que en su origen era advertencia de no creerse un dios, se convirtió después en promesa: que conociéndose, sabiendo, habría cura para nuestra condición. Tal vez fue un malentendido griego, del cual es heredero nuestro pensamiento.
Como sea, la tragedia es muy digna, pero tiene un problema. Como decía, su problema no es la falta de saber, sino la falta de salida. No hay una palabra que interrumpa la venganza perpetua, las maldiciones, el destino.
Y no se vaya a creer que las maldiciones es cosa antigua. Desde luego no es magia, es más bien un problema de lenguaje.
En una sesión de psicoanálisis, hay un instante preciso en que alguien llega a su encrucijada. Y cuelga de un hilo. Basta una milésima de segundo para que todo se precipite... y empiece a decir lo mismo de siempre. Habla el loro. Si no se detiene ahí -si no se corta el bla bla justo en ese punto, se vuelve a entrar en el círculo. Como Edipo, antes de Edipo: quien cree que progresa pero anda en círculos.
Que alguien diga otra cosa para cambiar la trayectoria, no es tan obvio ni fácil. No es fácil decir algo que toque la realidad.
La tragedia es tragedia porque no corre el tiempo, no hay un después: solo cumplimiento, destino. Por eso la maldición se cumple.
Cuando el tiempo se cae por alguna razón, por teoría, por deserción, conveniencia o ataque de pánico; la guerra se libra por el espacio. La lógica es simple y cruel: si un ascensor se atasca, para respirar hay que empujar; empujar para ser. Así ocurrió con Layo y Edipo en el cruce de caminos: ninguno respeta la ley del tiempo. La ley que dice, primeo pasa uno, después del otro, primero el padre, luego el hijo. Pero ellos quieren pasar al mismo tiempo. El conflicto se vuelve entonces especular, circular, cerrado sobre sí: no hay abertura posible.
La maldición no es magia, es literalidad. Maldecir es también mal leer. “Un padre matará al hijo, un hijo al padre”: escándalo para Layo y Edipo, que toman la frase al pie de la letra, como si fuera una orden en lugar de una advertencia. Pero quizás, si esa sentencia se leyera como metáfora -es decir, como un desplazamiento, una torsión del sentido-, no habría tragedia, sino simplemente historia. Una historia de padres e hijos.
Recordemos que metáfora viene de "traslado", "transporte". Que una palabra no sea idéntica a sí misma, que no cierre. Que no encierre. Quizá ahí esté la grieta posible: justo en el momento en que uno está por repetir como loro una frase calcada del destino, atreverse a torcerla, abrirla. Ensayar otra manera de decir. Otra manera de estar. Y así, quizás, torcer también el tiempo.
¿Por qué tropezamos, una y otra vez, con la tentación de definir lo que aún no ha llegado? ¿Qué obstinación del pensamiento nos lleva a reemplazar el porvenir por una definición? Cerramos el tiempo, incluso en nombre del progreso, del futuro. Y así comienza el idilio con la crisis: todo parece ya escrito, como si la historia solo pudiera repetirse.
La salida griega al encierro trágico fue el logos, la razón. Y sí, claro que puede romper maldiciones: con saberes, con instituciones que encauzan las pasiones y la lógica suicida de la venganza perpetua. Pero solemos olvidar un detalle: la conciencia ética -la que obliga a decir “yo fui”- no nació de la razón ni de la pedagogía, sino de una interrupción: una crisis.
Como si el pensamiento, en el sentido fuerte de la palabra, no comenzara con una tesis, sino con una tos. No como lección, sino como quiebre. El pensamiento crítico no se transmite, irrumpe. No nace del orgullo, sino del temblor.
Lo cierto es que incluso el logos puede convertirse en un loro que repite. ¿Qué podría, entonces, interrumpir esa repetición? ¿Qué truco inventa tiempo donde parece no haberlo?
Tal vez una razón que no busque ganar, que no se afirme contra algo, sino que se atreva a pensar con algo, para dejarlo moverse. De Sutter habla de una razón inclinada. Inclinada como el gesto clínico -palabra que viene de kline, cama: inclinarse para auscultar. En la clínica se dicen frases como “¿y si…?”, “a lo mejor…”, “nos vemos mañana, no lo decidas hoy”. Frases que no clausuran, que no apuntalan una certeza, sino que abren: crean un después.
La tragedia, en cambio, en su forma de catástrofe, comienza cuando ya no queda otra lectura posible. Cuando la palabra, en vez de abrir, encierra. Una frase que se adhiere al cuerpo como condena: “tú eres eso”. En francés, je te tue: te nombro, te mato.
En psicoanálisis hablamos del “bien decir” contra lo maldito. Bien decir no es lo correcto ni lo verdadero. Es algo que ocurre apenas un instante, cuando una palabra toca lo real y desacomoda lo fijo. Ese movimiento, que no dura, puede cambiar la posición de alguien. No es doctrina. Es experiencia. A veces, sucede.
La bendición, en todo caso, fue quizás uno de los primeros gestos humanos para protegerse de las palabras que hieren. No fue un gesto griego. A veces la salida no proviene del interior del sistema que nos aprisiona, sino de otro paisaje. Para quienes inventaron la polis -la ciudad como razón y orden político-, la interrupción vino, alguna vez, desde el desierto. Allí se ensayó otro modo de concebir el tiempo: frente al tiempo circular de los griegos, apareció un tiempo abierto, nacido de otra tradición que crecía en paralelo, la hebrea. También allí se propuso otra manera de crear, de ordenar el caos, de responder al abismo.
Ambas son raíces de nuestra forma de pensar. Aún oscilamos entre ellas: entre el ciclo y la promesa, entre el eterno retorno y la palabra que abre camino. Pero hay una fuerza en esa oscilación: nos recuerda que no venimos de una sola figura del mundo, ni de una sola manera de pensar.
Y tal vez ese sea nuestro olvido más profundo: que salir no es huir, sino pensar de otro modo.
No se trata de romper el círculo por la fuerza, sino de imaginar otra figura. Otra geometría para el deseo, para la espera, para el comienzo.















































