top of page

Cautivadora luz

Foto del escritor: Felipe TupperFelipe Tupper
Fragmento del texto del libro que acompaña la exhibición Carrusel de Melancolías que la fotógrafa Leonora Vicuña inauguró en la prestigiosa Fundación Larivière, de Buenos Aires y que se encontrará abierta al público hasta febrero de 2025.

Se puede convenir que cada fotografía de Leonora Vicuña es un bloque con temporalidad propia, un espacio-tiempo que le pertenece o la contiene, idas y venidas de adelante hacia atrás y viceversa en una mecánica de reconocimiento de lo que fue, de “lo que el viento se llevó”, para reparar aquello que la historia ha barrido y dejado a trasmano. Sus personajes, aquellos otros que rescata en sus imágenes, no cesan de desplazarse en el espacio-tiempo de quienes los observarán en otra temporalidad siempre renovada. La fotografía misma, en el marco de la época donde ocurren estas fotos, era historia inasible: empezaban recién a entrar los hitos de la fotografía del siglo XX en los museos a comienzos de los años ochenta, mientras en Chile el universo de los fotógrafos era paupérrimo. Esta entonces joven fotógrafa chilena deambulaba pulsando a ratos el disparador de una cámara rusa “Смена”, por esa ciudad agitada, autocensurada, harapienta, contrastada según los barrios al extremo, buscando precisamente aquellos márgenes en que el tiempo se detiene. Tras cuatro años de vida en España, Francia, Grecia, acababa de regresar buscándose tal vez a sí misma en ese Chile atemporal, donde avanzaba a mansalva el comportamiento de un neoliberalismo pujante, devastador, consumista mediante créditos con la soga al cuello, en medio de una ebullición cultural desbocada y de una población escindida.

 

POESÍA: ROTUNDA FAMILIARIDAD


Leonora Vicuña viene de un espacio familiar donde la libertad de pensamiento era un sine qua non. Su padre, José Miguel Vicuña, era un poeta positivista, ateo, y su madre, Eliana Navarro, una poeta católica y mística. Para ellos “ser feliz mientras esto siga como está” era inconcebible, sus principios eran básicos: “si estás comiendo bien y los otros no comen, la cuestión no sirve, algo huele mal”. 

 

Parientes artistas, mujeres escultoras, bohemias —según la pacata sociedad chilena de la época, hermana de poetas, ella misma poeta aguda, de lengua afilada, rápida y eficaz, locuaz, de lucidez que no transa, cuyo abuelo paterno, Carlos Vicuña Fuentes, desterrado por la dictadura de Ibáñez del Campo, escribió La Tiranía en Chile, “uno de los más lúcidos alegatos por la libertad”, en cualquier lugar convulso del planeta. Aquel ambiente, nutrido por nociones de anti poder, opuesto a la figuración, a prebendas y granjerías, a las estrategias artísticas de vanguardias cuyo cometido son la toma de cualquier poder que ande suelto —por pobre que sea— no pudo sino determinar la personalidad de esta fotógrafa, por un lado, con un radar anti poder insoslayable, y por otro, con férrea convicción de lo que es la cosa pública y la palabra bien calada.

 

Antes de ser fotógrafa, Leonora Vicuña ya era una poeta de lenguaje estructurado, enérgico, con un detector de palabras descarnado: Bailan las gordas estriptiseras en la boite negra / bailan las rubias pordioseras agrias marineras / bailan las estrellas de papel diamante las botellas / y las trampas bailan / al son de las putas las trompetas… Este extracto, del poema “Boite Zepelin 81” pudiera ser el espejo de muchas de sus fotos. Es esa dinámica también rítmica que la llevará a modelar paulatinamente su propio lenguaje fotográfico, fruto de experimentos técnicos, de fotos de baja luminosidad, de la necesidad de realzarlas, de ponerles color, de resaltar una palabra. Cada detalle se torna un universo. Muchas veces los vocablos se desplazan por la imagen: letreros, nombres de calles, de bares, rótulos de establecimientos en demolición, vitrinas recargadas con términos de mercadería y precios, carteles publicitarios, los mismos rótulos de las micros, allí, en la noche, como trasfondo de la imagen, una imagen dentro de la imagen: Einstein + Sta. Rosa / Mundo / Especiales Completos / Fábrica de Baldosas / Eras / La Favorita / Solo Carnes de 1ra Calidad!! / Cristal: apaga toda la sed.

  

 

LA HISTORIA OFICIAL VERSUS LA INTIMIDAD ANÓNIMA

 

Su fotografía no pertenece a la historia oficial, no es necesariamente opuesta a los protagonismos sino más bien propulsa la conquista silenciosa de una intimidad anónima, melancólica, detenida o suspendida, pendiente de un hilo en un extraño país, en el país de la ausencia, como calificó a Chile Gabriela Mistral. A partir de un momento, se orientó sin saberlo a recuperar el fondo de ese tiempo inasible, a punto de esfumarse. Con sus propias manos realzó y coloreó detalles, como una artesana, transgredió a su manera la foto sagrada, mucho antes de la irrupción de lo digital y el Photoshop.

 

En ese país replegado, de giros bipolares, sumido en una actividad frenética, surgía a la vuelta de cualquier esquina la inmanencia de ese tiempo remoto, de adelante para atrás, que contiene la esencia del ser, y viceversa, el de atrás para adelante que sumerge a quien lo capte. Patio trasero del arte en general, Chile –como toda Latinoamérica– comenzaba a emanciparse ya antes de los años ochenta, por todo tipo de vías, algunas vociferantes que se autoabastecían, otras que se afanaban avasalladoras o vanguardistas imponiendo lo suyo como una verdad religiosa o totalitaria, y otras, de filo silente, como fue el caso de esta fotógrafa chilena inclasificable, que mantuvo a distancia en efecto los tentáculos del poder y sus sinecuras, a pesar de haber sido, en esos mismos años ochenta, una incansable gestora de actividades culturales, avant la lettre, cuando los gestores culturales, que ahora son armada sin cuartel, estaban lejos de existir.

  

DEJAR UN PAIS ES UN VIAJE AL REVÉS

 

En buena parte, es en un vaivén interminable donde logró Leonora Vicuña conquistar su propia impronta fotográfica, inconfundible, tanto libertaria como melancólica y humanista, sin libreto trazado de antemano. A esta altura, la inquietud vital de la fotógrafa —o de su cámara— es encuadrar la historia de ese otro, liberándolo de su propio sino, de sus propias derrotas, abriéndolo a lo único que perdura desde tiempos inmemoriales, como los dibujos en las cuevas de Altamira o de Lascaux, sin aspaviento y a pesar de sí mismos, de las insufribles bestialidades de gobiernos de turno que avanzan en general con miopía severa. La fotografía de Leonora Vicuña trata de esa suerte de viaje al revés, el que sobre la marcha genera archivos de futuro. Archivos que, como el de todo fotógrafo, contienen imágenes que se revelan, a pesar suyo, en otra temporalidad. Vicuña ha sabido ir tanto en contra como a favor de su propia época, a la deriva como es necesario también, con los despojos y escombros de lo que va quedando, sin que ella misma se diera cuenta de qué estaba ocurriendo, aunque lo supiera en el fondo, con lucidez incansable, cabalmente, a sabiendas de que es en los sustratos de cualquier movimiento donde reside lo que verdaderamente ocurre, en una fiesta que cambia de color imperceptiblemente como el mismo blanco y negro de la fotografía que ella decidió pintar y colorear, prácticamente también por accidente, como es el caso de Pescadores de Horcón, de 1978, y otras que fueron pintadas sobre la marcha tiempo después.

 

Como ella bien lo afirma: “la vida da más vueltas que una oreja, todo lo que sube, baja”. La suya ha sido, de veras, de un vaivén constante, marcada efectivamente durante decenios por una itinerancia europea en donde Chile nunca pudo dejar de ser el centro, al que regresaba repleta de contradicciones, logros, derrotas y hallazgos, lo que le permite parafrasear a Enrique Lihn, a quien por supuesto fotografió en su momento: “Nunca salí del horroroso Chile”, un verso cortante, que tantos chilenos y chilenas han adoptado como emblema de una condena al absurdo.

 







 

 

bottom of page