La última voluntad de Virginia Fox
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La última voluntad de Virginia Fox

El plan había sido de ella. Ahora que estaba muerta, él debía concluirlo. Desnudo y erecto, contemplaba el cuerpo inerte que acababa de desvestir y tender sobre el mismo bergère reclinable donde habían copulado miles de mañanas, tardes y noches. Todo estaba instalado. Solo faltaba actuar ante la cámara.


El médico había acertado en los meses que le quedaban y las fases por las que atravesaría. Ante una enfermedad terminal y rápida como la suya, lo mejor eran los cuidados paliativos, aunque existía la posibilidad de una operación que, en el mejor de los casos, permitiría un poco de sobrevida. Ella rechazó la opción. “Busque ayuda psicológica. Fume marihuana, en California es legal para fines terapéuticos”, le recomendó él.


Al verla salir de la consulta, Peter se le había acercado ansioso. Ella tomó suavemente sus manos. Acarició sus mejillas recién afeitadas. Le dedicó una sonrisa tierna y lo abrazó sin dramatismo. Dejó que apoyara la cabeza en su hombro y recorrió su pelo corto y castaño. Lo miró a los ojos tras separarse. Tenía una sonrisa como la suya, aunque por su cara se deslizaba una lágrima.

Tomados del brazo, caminaron lento y en silencio desde el centro médico de Culver City a la casa donde vivían desde que Virginia dejara el Valle de San Fernando. Dieron un rodeo a pedido suyo para pasar frente al Hotel Culver. Ahí se alojaban para conmemorar fechas especiales. Les gustaba fantasear sobre las orgías legendarias que montaron los enanos que actuaron en El Mago de Oz y fueron hospedados en el hotel durante ese rodaje de la Metro.


“No hay lugar como el hogar”, dijo ella frente a la fachada, emulando las últimas palabras de Dorothy en la película. También fueron sus propias últimas palabras en muchos días.

Virginia se sumió en un silencio impenetrable. Se sentaba en un sillón al lado de un ventanal que por las mañanas recibía el sol fuerte de junio y dejaba pasar el día hasta que la luz natural se extinguía.


En ese momento, se levantaba del sillón y se acostaba temprano. Peter presenciaba esta rutina con una angustia resignada, pero se cuidaba de no hacerla evidente. Preparaba sus comidas y se las ofrecía hablándole de un modo casi neutro. Retiraba sus bandejas, a veces intactas y a veces a medio terminar, con una ligereza de movimientos que parecía funcional al mutismo y la quietud que ella había impuesto. Se preguntaba en qué pensaría Virginia, si es que pensaba en algo. Peter imaginaba que los dos se habían vuelto invisibles, pero volvía a sentir el peso de su realidad material cuando, lejos del alcance de su mujer, lo invadían la desesperación y el miedo. Entonces le dolían la contracción de su estómago y una opresión fuerte en su pecho.

Lloraba y gritaba en silencio, abriendo sus labios como en el gesto de un alarido, pero sin proferir sonido.


Pasaron dos semanas. Peter le había dejado la bandeja con el almuerzo. Se alejaba con los movimientos ligeros de siempre cuando la voz de ella lo detuvo.

–Quiero hacer una última escena y te necesito.

Entonces le detalló el plan.


Virginia había sido actriz secundaria en películas porno para video casero rodadas en los estudios del Valle de San Fernando. Sus papeles eran en general el de la mujer que excitaba a la protagonista antes de la irrupción de un hombre para las escenas de trío o el de una sexy integrante de la servidumbre de una casa donde el dueño o la dueña organizaban fiestas eróticas con breves participaciones del personal. Dos razones sencillas la habían llevado a este negocio. Era guapa y vivía en la capital mundial del porno, donde entonces se producía el 90 por ciento de las películas del género. Fue cuando tenía 22 años.


Un productor la abordó en una cafetería. Le habían llamado la atención su cuerpo menudo pero fibroso, su cabellera exótica negra, sus pechos circulares, no muy grandes, armónicos y firmes, cuyos pezones, a través del algodón ceñido de su camiseta, se adivinaban apuntando al frente, rodeados de areolas oscuras y extensas. Podría haber sido una pantera sexual, pero se conducía sin mayor sensualidad. Sus movimientos eran siempre funcionales, con algún aire masculino, y no manejaba los códigos básicos de la seducción corporal. Era algo de lo que ella era consciente, pero no le importaba. En el tipo de películas que hacía, la seducción y la sensualidad no eran más importantes que los actos puramente físicos. Las mamadas, toqueteos, penetraciones y masturbaciones formaban un repertorio simple, cuyas variaciones dependían de locaciones, posturas, género y número de participantes. Era un trabajo mejor que atender mesas o trabajar de recepcionista. Incluso a veces le parecía más fácil, y dejaba mucho más tiempo libre.


Conoció a Peter en una filmación. Él ya vivía en la casa que compartirían en Culver City, donde resonaba una era dorada en torno a la industria del cine y el glamour del star system. Los estudios Metro-Goldwyn-Mayer habían funcionado por décadas en la ciudad.


En el Valle, al contrario, se encontraban los pequeños estudios del porno que por lo general funcionaban con bajo presupuesto y ocupaban tanto espacio como el de una oficina de contabilidad.


Peter era electricista. A veces trabajaba en los estudios de Sony, emplazados en la misma construcción que la Metro había ocupado hasta los ochenta. Un conocido lo llamó desde San Fernando para preguntarle si podía hacer un trabajo corto en un rodaje que estaba detenido por problemas técnicos. Era rápido. Lo entusiasmó la idea de ver actrices porno en acción y aceptó. Virginia lo encontró trabajando en un tablero eléctrico y le preguntó si hacía arreglos domésticos. Ya había rodado sus escenas y llevaba puesto un buzo deportivo suelto, por lo que él no supo que era del elenco. Respondió que sí sin detenerse a mirarla.


–Pero no si es en el valle –le aclaró. Hoy vine sólo porque me llamó un amigo.


–Claro. No por aprovechar de ver una filmación porno.


Peter giró completamente hacia ella.


–Supongo que si voy a tu casa a echar un vistazo va a quedar claro que no es por eso.


Siempre se rieron de la forma en que se conocieron. Era la típica trama obvia de una porno, la del electricista que seduce a la clienta. Pero sabían que eso era lo único que su historia compartía con el género. Su relación avanzó por tramos y de una manera más bien clásica. Primero fue una conversación el mismo día de la visita técnica, en la que Peter supo que Virginia era Virginia Fox, actriz con varias decenas de roles secundarios en producciones para video. Su nombre, aunque parecía un seudónimo no muy ingenioso para el ambiente pornográfico, era real. “Justo porque no es ingenioso es real”, le comentó ella. A los pocos días, él volvió a revisar unas instalaciones en el estudio donde actuaba Virginia. La esperó y la invitó a un café. Siguieron salidas a comer, a almorzar, paseos a la playa y al muelle de Santa Mónica el fin de semana, su primera noche juntos y un traslado progresivo de Virginia desde su casa hasta la de Peter. Cuando se dio cuenta de que ya no le quedaba nada más importante que sacar de su departamento pequeño en San Fernando, decidió que era momento de dejarlo y empezar una vida en pareja.


Peter estuvo de acuerdo.


Cuando se cambió, Virginia jugaba sus últimas fichas en las películas pornográficas. Internet ya era parte del paisaje. El porno y el sexo eran los contenidos más buscados y podían conseguirse gratis. Pronto iba a ser difícil ganar bien, ya no tenía la edad indeterminada de las porno stars y se notaba que era una mujer adulta. Aventuraba que luego tendría que retirarse, perspectiva que la alegraba. Peter nunca fue celoso con el trabajo de ella, pero también se alegraba con la inminencia del retiro. El negocio como electricista iba bien y no tenía que pagar por la casa, que había heredado de sus padres.


Antes de dejar el trabajo, Virginia tuvo la oportunidad inesperada de protagonizar una película, pero resultó un fracaso. Un guionista y director con pretensiones intelectuales hizo las cosas innecesariamente complejas para los espectadores, con lo que estropeó las buenas escenas de sexo que ella había logrado. Se titulaba “Retrovisor”. La historia era la de una mujer aficionada al sexo anal que recurría al espejo retrovisor de una motocicleta para ver en él a los hombres que la penetraban. En ese espejo, ve el reflejo de una mujer secuestrada, con quien se obsesiona hasta que la rescata de su cautiverio. La historia, decía el guionista y director, estaba inspirada en una película de Brian de Palma, que a su vez era un remake de una de los ’60 dirigida por Michelangelo Antonioni a partir del cuento de un escritor sudamericano. El exceso de trama hizo que pasara inadvertida.


Tras ese fracaso, Virginia dejó la actuación para siempre. No lo extrañó, aunque a veces recreaba algunas de sus escenas como juego con Peter. Su vida con él, hecha de pequeñas complicidades rutinarias, le facilitó su salida al aportarle un equilibrio que no había conocido antes. Disfrutaba esperar a su hombre en el porche cuando llegaba en su camioneta de electricista. Sonreía cada vez que volvía a leer el slogan en los costados del vehículo: “Peter Sparks, lo enciende todo”. Les gustaba pasear por el cementerio de la Santa Cruz, donde paraban ante las tumbas de Sharon Tate y Bela Lugosi, y ver juntos El Mago de Oz. Trataban de identificar a los enanos uno por uno e intentaban ubicarlos en el reparto paralelo de sus fiestas descuadradas en el Hotel Culver. Era una vida buena, apacible. Pero la noticia de su enfermedad mortal la llevó a añorar sus años en el porno. Le quedaban meses de vida y sintió la necesidad de recuperar ese pasado. Imaginó su lápida: “Virginia Fox, 1968- 2009, actriz porno”.


Decidió protagonizar una escena de necrofilia. Pensó que así la reconocerían y recordarían. Peter le dijo que suponía que había olvidado la pornografía para siempre. Ella suponía lo mismo, le contestó, pero en realidad seguía ahí, como si estuviera archivada. “El porno es lo único que hice por mí misma. La única forma que tengo de revivir mi carrera es con algo así”, le explicó.


–Ok, pero ¿a quién llamamos? –replicó Peter, resignado y cansado–. Nunca tuviste amigos actores y tenemos que descontar a los que están muertos o presos.


–Voy a hacerlo contigo.


La solicitud lo descolocó y alegró al mismo tiempo. Con ella, Virginia salía de un encierro que él no sabía cuánto podía durar ni cuánto podría soportar. Esa misma tarde, mientras anochecía y tomaban té con limón, comenzaron los preparativos. Pasaron gran parte de los meses que antecedieron a su muerte planificando la escena que ella legaría como testamento pornográfico.


Una vez grabadas las imágenes, Peter debía subirlas a internet con el texto “esta es la última escena de la actriz porno Virginia Fox” y nada más. El rostro de él no se vería. El cadáver de ella tendría los ojos abiertos. Se requería planificación y atención a los detalles. En un principio, ambos se entusiasmaron con la idea de grabar en el hotel Culver.


Pronto se dieron cuenta de que Peter no podría sacar el cuerpo del lugar sin correr riesgos, por lo que se optó por una grabación casera. Descubrieron con asombro que los preparativos del regreso de Virginia al porno los excitaban e hicieron el amor con una frecuencia que sólo se interrumpió cuando el dolor la abatió y evitarlo consumió gran parte de su energía. Virginia pasó semanas enteramente sedada y con Peter siempre al lado. El procuró que ella sintiera el menor dolor posible. Ella se quejaba muy poco. Peter pensó que tal vez lo evitaba para no preocuparlo ni entristecerlo más. Estaba gran parte del tiempo preocupado de que la habitación estuviera fresca y de repasar el plan.


El rigor mortis comenzaba a manifestarse una hora después de la muerte, por lo que debía tener listo el set, con la cámara y la iluminación ubicadas y listas para ser encendidas. Tenía que estar junto a Virginia en el preciso instante de su fin. Compró un monitor de apnea para recién nacidos que emitiría una alarma si su corazón dejaba de latir cuando él estuviera dormido.


La alarma no fue necesaria. Virginia dormía y Peter se dio cuenta del momento en que dejó de respirar. Murió con los ojos cerrados. Se los abrió. La desvistió con rapidez y delicadeza, la llevó en andas hasta el living y la recostó en el bergère. Abrió sus piernas sobre los brazos del mueble, según lo habían ensayado mientras Virginia podía moverse.

La lubricó siguiendo las instrucciones que ella le repitió obsesivamente hasta que no pudo hablar más. Se desnudó y comprobó el encuadre en el monitor de la cámara. Para conseguir una erección, puso otra pantalla al lado, donde podía verse la escena lésbica de “Retrovisor”, durante un sueño de la protagonista con la vecina reflejada en el espejo.


En la película, la repetición de ese reflejo intriga y obsesiona al personaje de Virginia. Sus encuentros sexuales tienen como único objeto ver a la mujer, que misteriosamente sólo aparece cuando ella usa el espejo. La protagonista descifra que la vecina se encuentra sometida a un abusador al que logra conocer y seducir, invitándolo a su departamento para tener una sesión sexual con el retrovisor, tras lo cual él pierde el conocimiento en el orgasmo (había ingerido drogas sin saberlo, pero la sugerencia del guión también era que la potencia sexual de la protagonista lo había noqueado, actuando como fuerza bienhechora). Ella cruza al departamento de su vecina y la libera. En la escena final, las dos bordean la costa californiana en un convertible cargado de equipaje en los asientos traseros. La cámara se cierra sobre las manos de ambas entrelazadas.


Las escenas excitaron a Peter como lo hacían siempre. Lo alivió confirmar que podía mantener una erección. Mientras se masturbaba con una mano para no perder la turgencia, volteó hacia la cámara montada en un trípode y apretó el botón de grabar. Sólo habría dos tomas. La primera, un overshoulder de la espalda de él, con el cuerpo de Virginia y sus ojos abiertos enfrentando al lente. La segunda sería a cámara en mano. Peter haría un paneo por su mujer mientras continuaba penetrándola. Encendió los focos con un interruptor al final de un cable colgado del trípode. Era cerca del mediodía y la luz natural abundaba, por lo que debió bajar persianas y correr cortinas para tener solo luz interior. Detuvo la grabación, borró el registro que había hasta entonces y comenzó otra vez.


La concentración que le demandaba producir, dirigir y coprotagonizar la escena disipó en él cualquier atisbo de tristeza, dolor o incluso repulsión. Pensaba en su erección y seguía ahí, sin dar visos de repliegue. Cuando consideró que tenía suficiente material a cámara fija, se detuvo y sacó el aparato del trípode para continuar cámara en mano. Volvió a penetrar a Virginia y esta vez se movió con más suavidad, para atenuar la inestabilidad de la imagen. Hizo primeros planos de la zona genital, de sus pechos y su rostro en una secuencia que repitió un par de veces hasta que calculó que la duración de esta toma igualaba a la primera.


Se despegó de ella. La pantalla al lado del monitor de la cámara seguía emitiendo la escena de Retrovisor. Se dio cuenta de que su erección persistía y se masturbó viéndola, hasta que tuvo un orgasmo. Sintió que su mente se nublaba cuando apagó los reflectores. Con un sobresalto, recuperó la concentración. Tenía tareas pendientes. Fue a su pieza a buscar la ropa que Virginia había elegido para su funeral. En un pasillo, se detuvo ante una fotografía de los dos en el frontis del hotel Culver. En la estrecha fachada de ladrillos se leía un lienzo que anunciaba el regreso de los enanos del Mago de Oz al hotel. Él y ella miraban fijamente y de cerca el lente mientras sonreían. Peter abrazaba a Virginia desde atrás, apoyando el mentón en su hombro derecho. En el pelo oscuro de ella había reflejos del sol de esa tarde. Frente a la fotografía, un espejo le devolvió su rostro a Peter. Se detuvo ante su propia imagen solitaria. Sintió en el pecho y el estómago la misma opresión que lo asaltaba cuando Virginia parecía ignorarlo. No podía respirar y se agachó entre espasmos que él demoró en reconocer como un llanto audible por primera vez en muchos meses. Sollozaba. Lloró durante un tiempo que le pareció imprecisable. Continuaba desnudo y entró a su pieza. Ignoró su ropa y la de Virginia, dirigiéndose directamente al cajón de su velador.


Extrajo un revólver que siempre tenía cargado pero nunca había usado.


Decidió que la escena necrofílica tendría también una muerte en vivo. Sería una snuff movie. No podría saber qué pasaría con las imágenes, pero de seguro las encontrarían.

Redactó un mensaje: “Esta es la última escena de la actriz porno Virginia Fox y de su pareja, Peter Sparks, quien la amó como a nadie en su vida”.


De regreso en la sala, fijó el mensaje a la cámara con parte de la cinta adhesiva que había usado para marcar posiciones en el set. Volvió a encender la cámara y las luces. La pantalla donde se reproducían las imágenes de “Retrovisor” emitía ahora un destello azul eléctrico. Centró la vista en ella y vaciló. Se acercó al cadáver. Cerró sus piernas y sus ojos. Le tomó las manos, acarició su cara. Ordenó su pelo revuelto por la escena. Besó sus labios fríos. Miró directo a la cámara por última vez.



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