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Negar nuestro consentimiento

Primo Levi estuvo detenido durante dos años en Auschwitz. Era un joven bioquímico de 22 años que se había ido al monte a buscar partisanos para luchar en la resistencia contra los fascistas. No los encontró, pero en cambio se topó con los soldados de Mussolini. Cuando lo interrogaron, le pareció que decir que era judío era menos malo que confesar que era comunista. En definitiva, ser judío era algo que él no había decidido, en cambio el comunismo era una ideología que había abrazado a consciencia. Pero se equivocó. Era algo difícil de comprender, algo que iba a destruir la misma noción de sentido en pocos días, pero era así: el ser era más peligroso que el hacer.


En el gueto en el que se preparaban los envíos a los campos de concentración, se encontró con familias, jóvenes como él, niñas, niños, personas muy viejas. La comunidad variopinta que se había formado ya había logrado organizarse para que hubiera hasta escuela. El día anterior a la partida, los maestros dieron clase a sus párvulos, les enseñaron cosas nuevas y les anotaron tarea en los cuadernos. Como si el tren no existiera, como si el futuro fuera un lugar en el que esas niñas y esos niños crecerían y se convertirían en miembros activos de sus comunidades. Las madres lavaron pañales y los pusieron a secar en las alambradas y al final de la noche algunos cantaron, otros rezaron. Hubo quienes dedicaron la noche al amor y también quienes lloraron sin consuelo. Primo Levi pasó la noche en vela, sin saber qué sentir.


No le llevó más que dos o tres días de habitar el campo de concentración para comprender que estaba en una fábrica de muertos. Con la eficiencia de cualquiera de las grandes empresas que el capitalismo había impuesto en su Revolución Industrial, la cadena de montaje se cumplía a la perfección. Sólo que, en vez de montar, los iban desmontando. Primero la ropa y todos los objetos personales, después el pelo y el nombre –reemplazado por el número tatuado en el brazo-, y finalmente la primera evaluación: quiénes irían con la toalla y el jabón a las duchas que no duchan, y quienes irían a desempeñar las distintas tareas que se desarrollaban en ese territorio autosustentable.


Cuando supo que el producto final de la fábrica era la muerte en sus distintas versiones, quiso morirse lo antes posible. Ceder al objetivo de los nazis blandamente y rápido. Entonces, una mañana helada, en el baño, mirando el dibujo del piojo asesino en la pared junto a la leyenda en alemán que instaba a la higiene personal, sintiendo en cada célula el cinismo, la crueldad, la estupidez, de ordenar a los prisioneros una limpieza matinal del cuerpo con agua sucia, se sentó en el piso y empezó a morir. A morir a consciencia. A morir a propósito. A desobedecer para ser castigado con la cámara de gas, o golpeado en el barracón, o ahorcado en la plaza del recuento frente al resto de los prisioneros.


Pero no estaba solo. A pesar de haber decidido aprovechar esos minutos para estar a solas con su mente y poder tomar esa decisión; en las piletas, sujetando el traje a rayas entre las piernas y frotándose con furia el cuerpo con esa agua marrón y congelada, estaba Steinlauf. Enérgico, vigoroso y por lo tanto fuera de lugar, de casi cincuenta años, el ex soldado de la Primera Guerra Mundial, le preguntó a Primo por qué no se bañaba. La pregunta misma, el requerimiento de saber las razones de por qué alguien hacía algo o dejaba de hacerlo, a pocos días de ingresar en Auschwitz era ya una rareza. La violencia ha logrado que la mayoría de la gente concentre sus poquísimas energías en sobrevivir y nada más. Primo se envalentona y le retruca que para qué querría bañarse si en minutos va a estar cargando bolsas de carbón ensuciándose por completo. No le dice nada de su decisión de llegar más rápido a la meta de la muerte, pero el soldado Steunlauf parece adivinarlo y le da una “lección en toda la regla”, como diría Primo Levi en su libro Si esto es un hombre, años más tarde: “… precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento”.


Negar nuestro consentimiento. Esa flaquísima y última dignidad fue la bandera de muchos detenidos en aquel campo de concentración y en muchos otros. Tanto la de no morir cuando los verdugos determinaron su muerte, como la de morir cuando esos mismos verdugos pretendían alargar la vida para sacar más frutos de un cuerpo destruido. Recuerdo la historia de un detenido en la ESMA que después de una sesión de picana, metió la cabeza en un inodoro para que la electricidad que todavía corría por su cuerpo lo matara. Recuerdo también las historias de mujeres intercambiándose la ropa cada mañana para que el tiempo no fuera una masa sin marcas. Y la de tantos presos políticos haciendo obras de teatro para arrancar risotadas de los compañeros y hacer volver a la alegría ahí donde gobernaban la tristeza y la miseria.


Negar nuestro consentimiento.


La Memoria, así con mayúscula, se ha vuelto de un tiempo a esta parte, en el relato de las crueldades a la que fueron sometidos los cuerpos de nuestros seres queridos. Los Sitios de Memoria, son aquellos lugares donde se fabricaba la muerte. Pero ¿qué pasaría si en la Memoria –así, con mayúscula- cupieran también todos esos actos de resistencia? Porque, si en esas circunstancias extremas, donde le margen de decisión era del tamaño del cabello de recién nacido, hubo quienes pudieron negar su consentimiento, ¿qué no podríamos nosotres que estamos en libertad? En libertad quiero decir, que no estamos en un campo de concentración y que no vivimos en una dictadura. ¿No podríamos negarnos a ver las imágenes pornográficas del dizque presidente cumpliendo su sueño adolescente de ser una estrella pop? ¿No podríamos negarnos a hacer como si la vida siguiera su curso cuando cada vez hay más sillas vacías en nuestros lugares de trabajo? ¿No podríamos negarnos a la negación de seguir de largo cuando vemos gente durmiendo, comiendo, existiendo a la intemperie, en la vereda, en las plazas de nuestra ciudad? ¿Podríamos, quizás, negarnos a luchar por un lugar en un escenario, por una silla en las primeras filas de un acto, y reservar esa energía para luchar contra el enemigo? Y ¿qué tal estudiar, pensar, crear y expropiarle a la maquinaria de producción capitalista el tiempo que nos roba para usarlo en cosas que “no sirvan para nada”?


Puede parecer naif y hasta una consigna de gurú new age, pero cuando el enemigo golpea y aturde, aturde y golpea, sin solución de continuidad, salir de esa cadena de producción del mal, puede ser un gesto de resistencia fundamental. Si devolver el golpe aún no se puede, si la organización comunitaria todavía es frágil, si hasta la defensa parece un torpe correr de espaldas, todavía podemos la dignidad de negar nuestro consentimiento. Cuando hacer es muy difícil, recordemos que ser sigue siendo peligroso para el enemigo. No lo olvidemos. Que la memoria no sea sólo del mal que nos hicieron, sino también de quienes resistieron antes que nosotres y aún desde la muerte nos tiran tips de dignidad.




*Nota publicada en Página12



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