Tintinear, sudar, oxidar, sobre la obra Archivo Urbano
- Francisca Avilés
- hace 3 días
- 5 Min. de lectura
Estampado con objetos oxidados y tintes naturales sobre lino y algodón

A un lado del camino, las franjas de tierra y polvo suelto, con pasto verde o ya amarillento; espacios demarcados, pero indeterminados, entre la vereda y la solera. De reojo, los omito. Son los flancos laterales que acompañan al cuerpo que camina y que en la progresión del movimiento se dejan atrás. Terrenos pedregosos y secos, microbasurales, con marañas de pelos que corren con el viento, y que coexisten con excrementos de animales y objetos perdidos o descartados.

Entre las cosas tiradas, se distinguen restos de esqueletos de historia desconocida. Huesos o articulaciones de construcciones. Objetos de metal que cayeron en el olvido y han entrado en degradación. Alguna vez fueron parte de un cuerpo acoplado. Ahora forman columnas, estructuras en ruinas. Parecen los fósiles del Antropoceno.
Camino atenta a los bordes. Los objetos se huelen, tintinean un ‘aquí’ a la mirada. Acudir a ellos ha marcado la atención de mi caminar recolector de los últimos meses. El pie forzado de cada recorrido singular: detectar metales para alimentar la obra, una producción de imágenes textiles que imanten la calle, que reciclen la ciudad, que traduzcan y transformen sus fragmentos en huellas. Una esencia del presente pasado.
Hay algo en contravenir la frontera funcional, la de la ciudad; y el relato en llamas de la desconfianza y de lo ajeno. Encontrar(se) en la calle y resignificar sus capas. Traer objetos ajenos a casa y volverlos domésticos, cercanos. Me asomo: una coleccionista de huesos de metal. En la calle, una se vuelve otra.
Cuando camino, la ciudad se torna membrana plástica que se abre a otras imaginaciones, a otros relatos, a otros tiempos montados; fusionados; escindidos. De pronto se cierra. Mi cuerpo carga esas inquietudes. La relación ya es casi indisoluble y marca los proyectos.
Me inclino. La mano toca un objeto. A veces tomo un palo o escarbo en mi mochila buscando un papel sucio que se interponga en el contacto directo de piel con piel. Los recojo rápido, sólo por si alguien quisiera reclamarlos. No me quedo en la escena.

Cada objeto abre pequeñas posibilidades. Sus formas ambiguas guardan el tiempo indeterminado, imposible y añejado de la calle. Un tiempo que nunca será de tal o de cual. Un tiempo.
Tengo una herradura que encontré cerca de la cordillera. Indicio de alguna suerte. La rejilla, en una quebrada urbana. Unas varillas gruesas de construcción, cerca del aeródromo. Recogí algo que no sé cómo describir en La Granja. No queda en él ni un atisbo de su pasado funcional. Tomé unas escuadras pequeñas de las inmediaciones del Persa Biobío. Restos de construcciones, de obras, de máquinas; vestigios abandonados en el espacio de la calle. El último objeto recolectado parece que fue un quemador de un anafre. En otra vida.
¿En qué se transforman los objetos al ser recogidos?
Su legado residual es persistente.
Me pongo los guantes amarillos y despliego las telas, como superficies de contacto e impresión para las huellas de óxido que dejarán los objetos. En ellas van a sudar, secretar sus tiempos.
El proceso sigue: la inmersión de los géneros en vinagre de uva blanca y rosada. Los empapo y así mojados arropan a los objetos buscando extraer su tinte de óxido, conjurándose el poder alquímico de transformar los fierros y los metales.
El tiempo siendo tiempo.
Un alambre de púas se cubre de un abrigo de lino que se ajusta con amarras japonesas. Cuando una regadora de aluminio se deshace deja pequeñas estrellas que se reparten en la superficie y que decido bañar con un tinte de palta. Los metales pasan por un ritual mortuorio, se momifican, se cubren de vendas y amarras. Tenso la pita con mis guantes amarillos.
Objetos y telas amordazados. Pasan tres días, piel con piel, en una bañera.
Un baño corrosivo.
Quién sabe qué pasa en esos tres días en la oscuridad de la bolsa de plástico. Quién sabe qué pasa con el pliegue avinagrado y su cualidad acuosa, o en las zonas que se secan y endurecen. Tiempo de guarda y de espera en un movimiento particular.
La vejez de las cosas se acelera. Hay un brotar de químicos, de olores y de tonos rojizos y terracotas. Las telas se dejan estampar por las superficies y curvas de los objetos ferrosos, pero también se revelan. El vinagre hace circular las partículas de óxido por las urdimbres y tramas más allá de los puntos de contacto. Las telas se pigmentan; embeben óxido, con o sin reservas. Hay un chorreo.
Los resultados son siempre insospechados, azarosos.
Con los guantes amarillos tiro de los hilos que aprietan los ataditos. Se abre el paquete. Aparecen las manchas exaltadas. Rojos, morados, tornasoles. Gris humo, el tinte resultante del líquido de palta.
Sumerjo las telas en el mar de agua con sal que les he preparado. Cuelgo los pañitos de las varillas de mi colgador de ropa. Al sol; a la luna, cuando el cuarto es casi oscuro.
Se ven tan domésticos.
Los reúno y la ilusión de la incandescencia de la tela baja con el secado. Algunos objetos dejan una mancha desilusionante. Otros, infartan. La mirada desea hallar. Puntos de interés.
Armar la composición con las huellas, las manchas. Imaginar unas líneas y a jugar con ojo y tacto para inventar un sudario, un volar de las hojas, unas máquinas, un hardware, unas burbujas, unas llamas de fuego. Un cadáver exquisito. Una composición en llamas, unas fibras que beben colores geológicos de arcilla.
Tomo un paño grande y mal cortado que me sirve de primer lienzo. Sigo las huellas cobrizas y pruebo la unión con otros fragmentos, otras texturas, otros tonos de tela. Las configuraciones son infinitas y hay que lanzarse, fijar el trapito con un alfiler al lienzo y avanzar al ritmo del taca taca taca de la máquina de coser. La aguja gruesa a veces se estanca en las zonas más densas de óxido. La aguja que drilea también levanta un polvillo fino.
Recorro los bordes de las manchas estampadas con las piernas largas de las tijeras. Corto los excedentes. Me muevo en paralelo al sendero pespuntado de la costura. Hilo-espacio-hilo. Hilo-espacio-hilo. Curva. Hilo-espacio.
Paño a paño, alfileres al muro, la burbuja a nivel. Ya no me pertenecen. Son del blanco de esta página.
Merodeo por las telas. Busco las pistas y los vestigios de este hacer, buceo con la mirada, encuentro las hilachas. La calle a lo lejos, desdoblada.
Sólo palpo huellas; notas sobre un proceso que se acumuló en el cuerpo, que tintó los guantes y avejentó los fierros. Una oxidación que pervive en la tela, que agranda orificios, que se ramifica. Un micelio, percude las fibras.
Escucho las pisadas.
La calle, el cuerpo. Recuerdo. Paro. Sigo.
Amarro.

Fotografías de obra: Matilde Larraín, Claudio Mesa y Francisca Avilés