Todo, menos el deseo
- Héctor Lira
- 28 may
- 6 Min. de lectura
Es inaceptable ver cómo los intelectuales se vuelven seres pesimistas y aburridos. Repetidores del desencanto. Se repiten a sí mismos como spam. Entiendo la decepción, pero las frases hechas tipo “no es depresión, es capitalismo” solo parecen acelerar el daño. A esta altura del juego —o del no-juego—, es irrelevante que la causa sea el capitalismo y el síntoma la depresión. El problema es algo mucho más simple, y por lo tanto, más fácil de rentabilizar para el fascismo. Los fachos no ganan por tener ideas nuevas, sino porque entienden el hartazgo simbólico. Detectan la fatiga/exceso del lenguaje, el vacío del deseo, y lo rellenan con íconos funcionales. No ofrecen modelos a seguir, sino formas huecas de poder que producen fascinación más que identificación. Sujetos sin grietas no por ser fuertes, sino por no tener dentro nada que perder.
En los relatos populares, el cuerpo del héroe es más que músculo o símbolo: es la interfaz donde se escenifica lo que una época desea, reprime o teme. Por eso vale la pena detenerse ahí: en cómo el poder se encarna.
Antes que el superhombre, hubo héroes porosos. Aquiles, Ulises, Jasón, Heracles. Hombres que follaban, lloraban, sangraban. A veces con dioses, a veces entre ellos, a veces por error, por gloria o venganza. Eran cuerpos para la batalla, sí, pero también para el goce. Cuerpos abiertos al mundo, no blindados contra él. Mientras Aquiles mataba y amaba en un mismo gesto, sostenía el deseo como parte del conflicto. No había contradicción entre potencia y fisura.
Durante buena parte del siglo XX, ese modelo fue reemplazado por otro: Superman. No tenía grasa abdominal ni sombras internas. No era un flan blandengue, sino un Hombre de Acero. Hecho de sustancias indeformables. Más hombre que los hombres. Pulcro. Célibe voluntario. No porque no pudiera follar, sino porque el deseo lo habría humanizado. Lo necesitaban perfecto, no real. Su virginidad no respondía a la castidad, sino a una forma de contención nuclear. Su potencia debía ser pura, sin eros, sin fisuras. Ese modelo funcionó —y fue funcional— hasta el colapso simbólico de comienzos de siglo.
El nuevo ícono es Homelander. Él sí folla, pero no desea. No porque se reprima, como Superman, sino porque no hay nadie más que él en su mundo interior. Su cuerpo no busca contacto, busca obediencia. No encarna el deseo colectivo: lo suplanta. Es lo que ocurre cuando el capitalismo ya no reprime el poder, sino que lo produce en serie, lo envasa, lo monetiza. Homelander no es un dios antiguo ni un incel actual: es algo peor. Es el narcisismo total, con láser en los ojos. Donde Superman se contenía hasta el martirio, Homelander se masturba frente a un skyline iluminado por su propio ego. Ya no sostiene el mundo: lo amenaza. Y sonríe para la cámara mientras lo hace, pero no hay un Otro.
Pero esos cuerpos no existen por sí solos. Son narrados, exhibidos, repetidos. Se sostienen porque alguien los nombra, los representa, los desea o los teme. Y ahí aparece el segundo campo de batalla: el lenguaje.
Las palabras tienen materialidad, las palabras pertenecen al mundo de las cosas. Por eso las estafas funcionan: monetizan el engaño. No es posible una estafa sin lenguaje. El capitalismo es una estafa: en eso coincidirían marxistas y anarcoliberales. La depresión puede ser la primera de todas. No digo que no exista ni que no genere daño. Solo digo que existe como existen las estafas piramidales de Herbalife, los cryptobros y los talleres de desmasculinización: prometen resolver tu escasez si estás dispuesto a pagar por ella. Reducen el dolor a un tema actitudinal-económico. Es algo muy antiguo. Cualquier mediocre puede desplegar este tipo de estafas. Quizá por eso la IA jamás podrá estafarnos de verdad: no puede ser mediocre. No tiene esa potencialidad. En el mejor de los casos, alucina, y en el proceso nos estafa por accidente. Alucinar es un error del algoritmo; estafar, una acción perfectamente humana.
Y como toda religión terminal, este sistema también tiene sus profetas. Algunos psicóticos como Elon Musk, otros depresivos como Mark Fisher, otros casi-predicadores del fin del mundo como Bifo. Dependiendo de dónde nos posicionamos, a algunos los vamos a odiar y a otros a admirar, pero todos giran alrededor de la misma palabra: capitalismo. No existe una crisis de confianza en las instituciones ni en los vecinos. Esa es una interpretación parroquial, pueblerina. Lo que existe es un aburrimiento adulto, profundo e infantil. Un vacío que se expande cada vez más rápido hacia nuestros adentros. El cuerpo humano tiene muchos orificios: algunos vitales (respirar, comer, cagar), otros esenciales para el deseo (por donde entran y salen las sustancias y objetos erotizantes). El deseo no es un error ni un síntoma. Es lo único que aún no ha sido completamente optimizado por el sistema.
El problema es justamente ese. Es la muerte del cuerpo en un mundo brutalmente materialista. ¿Cómo es posible? Este materialismo sin cuerpos ha ejecutado a Dios en el suelo. Cuando te han criado creyente, por más que uno se trate de convencer a sí mismo, uno no deja de creer en Dios. Deja de creer que cree en él. Deja de creer que Él cree en uno. Dios ya está en tu estructura existencial como la silla frecuente de papá, pero ahora vacía. Ese es el problema: que de tanto odiar al padre, de tanto querer matar a un dios a través del lenguaje —nadie ha logrado tocar un cadáver divino—, de tanto combatir al capitalismo, lo hemos convertido en un espectro, en una versión low-cost (o “fruna”, para los histéricos con los anglicismos) de sí mismo. Una superbacteria.
Un espectro que, como todo padre simbólico, se retira justo cuando más se lo invoca. ¿Acaso la izquierda, en su esfuerzo retórico y material por combatir el capitalismo, ha transformado al capitalismo en el Padre ausente en la mesa? ¿Puede ser que de tanto aplicar correcciones antibióticas a nivel de lenguaje hayamos hecho al capitalismo más resistente frente a los artefactos culturales y conceptos? Si la izquierda ha convertido al capitalismo en el Padre fantasma, la neoderecha se ha dedicado a recolectar VHS viejos donde aparece papá vestido de látex mientras alguien se lo folla con un dildo. ¿Qué ha cambiado entonces en la extrema derecha? ¿Realmente Trump o Milei tienen algo nuevo? No. Son solo avatares de la masculinidad averiada, una parodia del hermano mayor que cree que ahora está a cargo de la casa. Mientras tanto, el progresismo "woke" busca nombrar, con extremo cuidado, los elementos y sujetos que aparecen en los videos, como si fueran fiscales forenses.
Todo, menos el deseo. Los intelectuales ya no juegan, se quejan despreciablemente y repiten oraciones hechas. Se inventan conceptos, pero no crean nada nuevo. Se creen lo que dicen como si fuera parte de un ritual postraumático. Es inaceptable vivir en un mundo donde los adultos se matan a sí mismos antes de matar a sus hijos. Da igual tu militancia política. Nadie ofrece alternativas, ni la izquierda y su incapacidad de renovar símbolos y rituales, ni la derecha que busca acelerar lo que ya existe, y los “ex”-nerds millonarios tecnológicos pagan por ver qué pasa o por sentir que “la ponen” en algún lado, ni que sea a modo simbólico. No es Dios quien ha muerto: es lo humano, en su fase zombi. Quizá la esperanza está mucho más en el artesano que en el experto:
Un viejo trabaja la madera hasta que la transforma en la silla que sostiene a su último nieto
el objeto vuelve cruje cojea con toda su belleza y eso basta.
Nota: El experto calcula con máxima precisión cuánto peso puede sostener una silla, pero nunca ha creado un objeto que sostenga a su nieto como quien sostiene un mundo.
El ocaso de Occidente ofrece la oportunidad de adentrarnos en infiernos insospechados para Dante, de viajar a Itacas aún inexploradas, pero no vamos a sobrevivir a base de remakes nostálgicos ni futuristas que programan rayas de cocaína virtual para la IA. Con seguridad no vamos a sobrevivir a base de intelectuales y expertos que no sangran ni follan, apenas jotean. Si existe alguna revolución será la de los exploradores inútiles pero prácticos, que pueden construir una silla como quien escribe un libro de poemas, y que, sobre todo, no hacen lo que yo hago: usar la palabra capitalismo para desafiar el capitalismo. Transformar esta entidad ontológica que asedia la ausencia no exige más conceptos: implica volver a tallar la materia con una eficacia mágica.