La representación: chamullo sobre las elecciones del domingo
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La representación: chamullo sobre las elecciones del domingo


El domingo ganó el Partido Republicano (sic), la ultraderecha; es un hecho. Y si suma sus consejeros constitucionales con la derecha hasta ahora predominante tienen los votos suficientes para escribir la Constitución que quieran; otro hecho. El PPD, la DC y los radicales, los partidos que creyeron en la existencia de una nostalgia concertacionista, no eligieron a ningún consejero; hecho.


Felipe Harboe, exconvencional, exsenador, exmilitante del PPD, exdiputado, exsubsecretario del Interior dijo en El Libero: «La centroizquierda desaparece porque abrazó el octubrismo». Interpretación.


Esa cuña —concentrada en las elecciones del domingo, en ese hecho— parece suponer que la historia comenzó hace poco más de tres años, el 18 de octubre de 2019; y que antes todo estaba bien, incluyendo la Concertación o centroizquierda.


Pero la historia es más larga y quizás más profunda. Un punto solo muestra algo cuando lo juntamos con otros puntos y se dibuja un perfil; un hito solo es hito cuando es parte de un camino; los hechos solo dicen algo cuando los tejemos en un relato. De lo que se trata es de interpretar.


En la elecciones municipales de 2000, la hoy extinta Concertación logró 3.396.274 votos, un poco menos que los 3.417.154 que obtuvo en 1992, en las primeras municipales tras la dictadura y en pleno gobierno de Aylwin, que fue elegido presidente de Chile con 3.850.571 de votos. Quien lo sucedió, Eduardo Frei Ruiz-Tagle ganó con 4.040.497. Luego Ricardo Lagos, en 1999, pasó a segunda vuelta con 3.683.158; la novedad fue que con apenas nueve años de democracia, un pinochetista de rostro amable, Joaquín Lavín, obtuvo 3.495.569.


¿El fin del siglo XX y el comienzo del XXI marca el quiebre o al menos el primer indicio de que el conglomerado hasta entonces dominante empezaba a declinar?


Hasta entonces, la derecha, heredera de la dictadura, acomodada en su minoría que el sistema electoral y los amarres constitucionales transformaban en fuerza equivalente y hasta superior a la Concertación, o en todo caso con el poder de vetar cambios, conservar su Constitución y su orden político y económico (y hasta moral), había obtenido entre municipales y presidenciales de 1,7 a 2 millones de votos.


En 2001, cuando ya se hacía evidente que un malestar recorría Chile, una agencia de publicidad realizó una campaña que llamaba a darle una vuelta y pensar positivo, a contagiar optimismo, como si el descontento fuese una suerte de problema de ánimo o de psicología colectiva que podía resolverse con un eslogan de autoayuda. Claro, el cuento oficial era que Chile, el jaguar, estaba muy bien, avalado por las excelentes cifras y promedios macro; el consumo se había democratizado, y el consumo libera. Nos estábamos quejando de llenos.


En las municipales de 2000 la derecha obtuvo 2.612.307 frente a los 2.046.001 que había logrado cuatro años antes. La Concertación, en cambio, bajó entre 1996 y 2000, fue la primera vez: de 3.536.842 de votos a los ya referidos 3.396.274. ¿Y en la presidencial que ganó Bachelet? 3.190.691 en primera vuelta, unos 500 mil menos que Lagos.


En la parlamentarias de 1997 los votos nulos y blancos llegaron al 17%, solo comparable a lo que acaba de ocurrir el domingo, donde fueron el 21% de los votos.


En las elecciones de alcaldes y concejales de 2004, la Concertación obtuvo, respectivamente, 2.827.514 y 2.932.350 votos y, en las de 2008, 1.826.824 y 1.694.494. En las presidenciales de 2009, 2.065.061 en primera vuelta.


¿Existía para entonces el Frente Amplio? ¿La Concertación había renegado de su obra, como se supone que ha hecho? ¿Se había ido a la izquierda, abandonado el centro, como dicen que ha hecho? No. ¿Había habido un estallido social y una Convención Constitucional que, como creen o al menos dicen algunos, arruinó el oasis? Tampoco.


Y entonces, ¿por qué la pérdida de electorado de la Concertación, alrededor de un millón de votos en diez años? Obvio, porque cada vez convocaban menos, representaban menos; eso son los votos. Estaban perdiendo el vuelito del Sí y el No. No veían, no se representaban el malestar; quizás porque estaban ocupados en ganar y gobernar el Estado, tarea gigante, como se ha dado cuenta el actual gobierno.


Y cuando pasa eso, cuando un sector político no representa, algunos no votan, otros buscan la novedad del momento, o en todo caso lo distinto al gobierno, todavía dentro de la institucionalidad, y después, cuando eso tampoco resulta, los ojos y hasta el deseo se va hacia lo ajeno a la institucionalidad; a la destitucionalidad, si me permiten la palabra. Por ahí andamos nosotros ahora.


Que en 1999 casi ganara la derecha fue la primera evidencia de que había una insatisfacción, de que se quería un cambio; y Lavín dijo «¡Viva el cambio!», además de consumar el eslogan «Gana la gente», de Aylwin, en «resolver los problemas de la gente» (o sea, algo así como «dejar de lado las ideologías y las disputas políticas»).


Que en 2005 estallara la revolución pingüina fue otro aviso de que se había resquebrajado la inercia transicional (y de que la disputa siempre es política, de que la política, la sociedad, siempre está ahí).


Luego, la serie de manifestaciones de decenas y cientos de miles de personas a partir de 2011, con el movimiento estudiantil a la cabeza, las protestas en Aysén en 2012, también en Freirina, y de ahí en más hasta el estallido de octubre de 2019, dejaron clara la fractura no entre política y sociedad, sino entre clase dirigente y sociedad, incluso entre Estado y sociedad; los “políticos” habían devenido meros administradores públicos, profesionales en el manejo y disputa del Estado, tecnócratas, para decirlo en lindo. O sea, se habían despolitizado. Mientras, la sociedad, que no puede sino estar viva, que no puede sino ser política, seguía su curso, o sus cursos, sin que estos encontraran representación en la institucionalidad.


Hace algún tiempo, digamos que en el siglo XX, la segunda mitad, si hubiese existido y se hubiese buscado en Google «crisis de la representación», probablemente los resultados habrían tenido que ver con literatura, con discusiones entre modernismo y posmodernismo, sobre la posibilidad o imposibilidad que tiene la literatura de representar el mundo, sea lo que sea que signifique eso. Hoy, en cambio, los resultados son todos, al menos en la primera página, sobre política y democracia: «Estado y crisis de representación», «Crisis de la representación política en América Latina», «La crisis de representación política como crisis de los partidos».


Crisis de la representación o crisis de representatividad nombra el abismo que se ha abierto entre partidos o clase política y ciudadanos, entre la administración del poder y la pólis; es la crisis de la democracia liberal, un fantasma que recorre el mundo y que en Chile se llevó por delante —también— el proyecto constitucional de la Convención y ahora, parece, puso a los republicanos a cargo de (no) cambiar las cosas.


Razones más o menos, dimes y diretes, creo que podemos estar de acuerdo que lo que pasó el 4 de septiembre de 2022, en el plebiscito, en el 62% de rechazo, fue eso: el texto, y entonces los representantes que lo redactaron, no representó a los supuestos representados. Y lo del domingo parece una prolongación de eso.


Y, entonces, supongo, a estas alturas y bajezas de la crisis política, y con mayor razón luego de que, tras años de inscripción automática y voto voluntario, en el plebiscito de salida irrumpiera una masa olvidada de electores, ya es tiempo tal vez de preguntar, como en literatura y en general en las artes, por la posibilidad o imposibilidad de la representación; discutir si es posible y cómo que la clase política, que los representantes reflejen a la sociedad, a los ciudadanos, al pueblo, la voluntad popular, esa cosa rara, misteriosa y capaz que inexistente o imperceptible. Preguntar si no será que hoy asistimos al descubrimiento y hasta develamiento de una ilusión o quimera, ¿una mentira?, ¿una ficción?


No sé.


Puede que el primer paso para hacer frente o para empezar a pensar el problema de la representación sea reconocer que la realidad escapa a nuestro control y que, entonces, sí, es irrepresentable. Preguntar por la posibilidad de la representación, a propósito de su crisis, supone, pues, cuestionar cuánto hay de democracia, de gobierno del pueblo, en la democracia representativa o por último en esta democracia representativa. Y hasta puede que implique cuestionar si la democracia puede ser representativa. O aceptar de una buena vez que el pueblo es irrepresentable, como la realidad que no controlamos; y que, por eso, por ejemplo, no puede haber un órgano o institución que sea el poder constituyente o que sea el pueblo.


¿Los representantes, cuando devienen clase política (y en sociedades complejas no pueden sino devenir clase) representan o dictan?


Tal vez dictan, dicen, cuentan y las cosas funcionan hasta que ya no funcionan, si me disculpan la obviedad. Y entonces estallan y luego, ojalá, hay que reordenar, volver a contar. Y tal vez, también, las luchas políticas no son otra cosa que ensayos, intentos, esfuerzos para sumar voces, palabras, trazos a la imposible representación de la realidad. Voces, palabras, trazos que, probablemente, tiendan a la cacofonía, al borroneo, y que quizás generen sus propios silencios... que de repente gritan.


La irrupción del Frente Amplio, tal vez la última posibilidad institucional de abordar la crisis política, de representación, o lo que sea, es efecto y no causa de dicha crisis. Y parece que no bastó, que el derrumbe fue muy pronto y les tocó gobernar antes de tiempo, y ahora intentan caminar sobre ruinas, y tropiezan, y hasta han tenido que intentar rearmar algo con viejos materiales; pero no saben, o no pueden, o no están convencidos, y probablemente dé lo mismo porque puede que sea imposible.


Pero había que hacerlo, les tocó gobernar.


Lo otro era ponerse como esos jóvenes que en los sesenta y setenta abogaban por la lucha armada o por golpes de Estado y dictaduras. Pero no, ellos, hijos de la democracia, armaron partidos políticos y se presentaron a elecciones. Y si bien lograron un electorado, están lejos, como todos, de representar el malestar.


Hay otra versión, no banal, del dale una vuelta piensa positivo; una que está en línea con la tesis del fin de la historia de Fukuyama: el triunfo definitivo del capitalismo y la democracia liberal, y entonces el establecimiento de una sociedad de bienestar y tecnócrata, sin pasión, sin arte, sin filosofía, sin lucha, que terminaría por aburrirnos y nos haría anhelar los conflictos. Eso habría sido el Chile de los noventa, un oasis de progreso material, de modernización capitalista, de aplanamiento de la política, de mera racionalidad técnica; tanto que, ya en los dos mil, elegir a Piñera, a la derecha, no era más que un quinto gobierno de la Concertación. Y entonces, mimados, pero sin saber que hacer, nos aburrimos y estallamos.


Sin embargo, no creo que estamos aburridos, no al menos en ese sentido, que de tanto bienestar (supuestamente) y tecnocracia, la vida se puso monótona, puro cálculo sin deseo, y entonces estallamos; sí, hay monotonía, tecnocracia y despolitización, y entonces olvido de la sociedad, del pueblo, de la pólis; pero sospecho que el resultado de eso es rabia, no aburrimiento, que el malestar solo existe cuando las cosas nos importan, cuando estamos insatisfechos, o sea, cuando hay deseo; pero esperamos demasiado tiempo, quizás de eso sí nos aburrimos, nos hastiamos, y nos frustramos, y el malestar devino rabia, y, claro, la rabia siempre va en contra, rechaza, objeta lo que sea que represente al poder.


El cuento podría ser este, o al menos es el que me estoy contando hoy: si hay malestar es porque hay insatisfacción; si hay insatisfacción es porque hay deseo; si el deseo no se satisface, o al menos, porque es imposible satisfacerlo, si no se lo oye, si no se ve reconocido, si no se representa, entonces el deseo se transforma en rabia. Y la rabia en algún momento estalla. Y es impaciente y rechaza todo, es opositora.


El desconocimiento, el no reconocimiento es desigualdad, y eso no va con la democracia.


La historia larga, de al menos veinte años, incubada en los diez anteriores, y quizás en los veinte anteriores, es la de una política... perdón, es la de una administración del poder, del Estado, que no representa a la sociedad, a la pólis, sus deseos, que pueden ser esperanzas, alegrías que ya vienen, pero también temores (alegrías que se pierden, que se van, por ejemplo, con una enfermedad o al jubilar, o con el narco, o con la corrupción empresarial y la de las fuerzas que tienen las armas), temores y frustraciones; dignidad y a la vez seguridad, o seguridades.


¿Se trata, entonces, de que, tras veinte años, al menos, la política profesional vuelva a ser representativa, vuelva a ser política, que de algún modo que ignoro sea expresión de la política que es las sociedad?


Pero tal vez es cierto que la representación es imposible y solo se trata, con arte, de hacer como si existiera, como si se lograra escribir o pintar algo que llamamos realidad. Hasta que, quizás por falta de arte, cuando todo es economía (o datos) y el resto se desecha porque es música, o por descaro o porque alguien hace o deja de hacer algo, y entonces el deseo no es representado o imaginado, puesto en escena, o al menos deja de ser contenido, elaborado y por qué no engañado, la insatisfacción es cada vez mayor y de repente un niño grita que el emperador está desnudo.


Tal vez nos falta la mentira, o mejor, la ficción reguladora que satisfaga nuestro deseo. Ni idea cómo se hace eso.


Eso es más grande y hasta más fundamental, anterior que una Constitución. Esta podría abordarlo, pensar el problema de la representación y hasta preparar el suelo para empezar a resolverlo —¿para una nueva mentira, para otra ficción, para un contrato social, un sentido, un centro, una cosa pública, una palabra compartida que sostenga una institucionalidad?—, pero eso supone hacerse primero la pregunta por la representatividad, pregunta política.


No es lo que ha ocurrido hasta ahora, más bien el proceso constitucional, quizás ya desde el segundo gobierno de Bachelet, ha pasado a ser parte de la sopa de pelos que es hace tiempo la disputa electoral, está atrapado en los vaivenes de una competencia, sin sentido, por ganar la contienda del momento.


Por mientras: captar la rabia, el descontento, la inseguridad, el malestar, la contra; en eso estamos, hace mucho, y así se pueden ganar elecciones, unos y unas, otros y otras, pero no se logra representar nada y cada quien se cuenta cuentos y sobreinterpreta resultados a conveniencia.


En 2023 seguimos en los mismo: en las presidenciales de 2021 la versión Fruna de la Concertación, Nuevo Pacto Social, obtuvo 815.429. En las elecciones de gobernadores la derecha casi desapareció, en la de convencionales las izquierdas arrasaron, de la ex Concertación solo se salvó el PS.


En 2022 se rechazó la propuesta constitucional.


Ahora arrasa la derecha y en particular Republicanos. ¿Ellos representan a Chile? ¿O son solo un apoyo, un hito en el camino de la rabia?


¿Y mañana quién ganará, qué pasará? Quién sabe. Probablemente todavía estemos molestos, enrabiados. ¿Deseosos? Ojalá, porque esa podría ser una esperanza, pero también es una desesperación y de nuevo rabia, todavía rabia.


Así es que no, la centroizquierda no desaparece porque abrazó el octubrismo; eso solo puede creerlo y decirlo un antioctubrista, que es la versión original y hasta diría que única del octubrismo. La Concertación, sostén de la institucionalidad que funcionaba, se desfondó sola, se desfondó siendo gobierno.


¿Cómo se vuelve a tener fondo?, porque ya quisiéramos poder tocar fondo. ¿Cómo se representa? ¿Cómo se instituye? ¿Cómo se ficciona? ¿Cómo y qué? De nuevo: ni idea. Pero al parecer de eso se trata el momento, la crisis, de interpretar y de la falta o de la mala interpretación, poco o nada performativa, poco o nada realizativa; o en todo caso es una manera de contar, hablar... interpretar, chamullar los hechos hoy, quizás mañana ya no. «Tú ves lo que quieres ver», decía aquella campaña buena onda para pensar positivo.



Juan Rodríguez Medina





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