Milei y la inteligencia artificial
Hace apenas cinco años, en el marco de una entrevista, intentando justificar la necesidad del achicamiento del Estado, esto es, de un Estado llevado a su mínima expresión, y frente a la pregunta del entrevistador de quiénes eran los que deberían conducir ese Estado mínimo, si los políticos, los tecnócratas o los intelectuales, frente a esa pregunta, un político que todavía no era tal, pero que en su destino estaba ganar las elecciones Primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias de 2023, respondía: “Está la posibilidad, ahora lo han diseñado, que sea conducido por robots”. Frente a esta respuesta, el entrevistador, sorprendido, señala que deben faltar muchos años para que eso pueda ser real y, en todo caso, que una sociedad gobernada por robots no puede ser una sociedad humana. Frente a lo que su interlocutor insiste que está hablando de la sociedad actual y señala: “De hecho hay un hotel en Japón que está manejado por robots, con capacidad de empatía y en España hay robots con trece sentimientos”.
Más allá de lo disparatada que pueda ser la afirmación, insiste en ella en otra oportunidad, utilizando el mismo ejemplo del hotel automatizado y señalando, para darle fuerza a su argumento, que ese hotel era el más económico en comparación al resto de los hoteles de la ciudad. Pequeña disgresión: el hotel en el que estoy escribiendo estas líneas, uno de los más baratos de San Miguel de Tucumán, no es atendido por robots y dudo mucho que si fuera atendido por robots pudiera ser más económico de lo que es.
Indudablemente, cuando Milei hacía esas afirmaciones en 2018 no se imaginaba que él mismo estaría con posibilidades de ganar una elección presidencial, o al menos no tan pronto. ¿O lo que tenemos que imaginar es que se piensa a sí mismo como un robot?
Ahora bien, pensar a fondo esa afirmación, significa dejar de pensarla como una fabulosa distopía de ciencia ficción en donde en un futuro cercano un humano le pasará los atributos presidenciales a un robot que, a partir de entonces, empezará a gobernarnos del modo en que los robots atienden el hotel japonés. Pensar a fondo esa afirmación significa pensar que hoy mismo estamos bajo el dominio y, en algún sentido, somos gobernados por lógicas algorítmicas que no elegimos más que superficialmente a partir de plataformas de las que desconocemos su funcionamiento sutil, y que ya están aquí, operando en todos los dispositivos electrónicos que creemos manipular y que, secretamente, nos manipulan más de lo que creemos.
Que el ultraliberalismo se emocione con esta posibilidad de que nos gobierne la inteligencia artificial, se articula con la idea de Estado mínimo que tiene en mente: un Estado destinado solamente a proteger la propiedad, y por lo tanto un Estado cuyo alcance solo se restrinja a brindar seguridad y justicia.
El problema reside en que la pretendida neutralidad de lo que para el ultraliberalismo significa la seguridad y la justicia no es tal, y esta confusión (sea ingenua o intencional, no importa) se engarza en la abstracción conceptual en la que descansa todo su andamiaje teórico. También su concepto de libertad es abstracto, en tanto ella pueda significar “morir de hambre”, como se ha dicho con un desmedido cinismo.
El ultraliberalismo actual persiste en los principios anticuados de una libertad que es considerada eminentemente como una libertad negativa, lo que en su momento Benjamin Constant llamó “la libertad de los modernos”, una libertad de “no interferencia” para que los individuos puedan realizar sus acciones en el ámbito privado como mejor les plazca. ¿Qué significa esto? Que no merece importancia el principio público de despliegue de la libertad, la célebre “libertad de los antiguos”, sino simplemente la posibilidad de su desarrollo en el ámbito privado.
Así, amparado en un discurso de la libertad privatista, se deja a las corporaciones reinantes determinar el modo en el que se construye positivamente nuestra forma de ser colectiva. Se destruye así la voz pública que puede definir qué es lo que queremos ser como sociedad. El ultraliberalismo termina coincidiendo con un fascismo corporativo. No es un fascismo estatalista, como lo fue el del siglo XX, sino que este, el del siglo XXI, es un fascismo empresarial que se vuelve difícil de precisar justamente porque circula a través de la inteligencia artificial, entre billeteras digitales, bitcoins y criptomonedas. Es decir, de manera anónima.
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Nuestro interés reside en señalar que la inteligencia artificial está asentada en una política y ella misma es política. Frente a los juegos distópicos que se preguntan si las inteligencias artificiales algún día dominarán al humano, o si la vida humana estará en riesgo de ser exterminada por una inteligencia artificial que se independice lo suficiente para volverse contra ella, la realidad es que día a día la inteligencia artificial acecha la vida de diversos modos.
El extractivismo de la inteligencia artificial corroe la vida de forma cotidiana, puesto que ella misma no puede sino existir fundada en la extracción de los recursos minerales del planeta, como así también de la extracción de datos a escala masiva, a lo que se suma la mano de obra barata.
La inteligencia artificial, como señala Kate Crawford en su Atlas de inteligencia artificial, “es otro tipo de megamáquina, un conjunto de enfoques tecnológicos que depende de infraestructuras industriales, cadenas de suministros y mano de obra extendidas por todo el mundo, pero que se mantienen en segundo plano”. Esa infraestructura que depende fundamentalmente de los recursos naturales, entre ellos actualmente el litio (componente fundamental para las baterías recargables que utilizan desde nuestros smartphones hasta los autos eléctricos), no puede sino ponerse en funcionamiento sino a través de la energía eléctrica. Por ello mismo es importante mostrar la materialidad extractivista que está en la base de cualquier tipo de data mining o “minería de datos” que es un tipo de extractivismo desdoblado. Este extractivismo de recursos naturales normalmente tiende a ocultarse a partir de unas retóricas en donde todo el andamiaje digital se resume en la idea de “nube”, que pretende mostrarlo de forma evanescente, como si comportara una estructura meramente ideal. Por esto mismo tampoco es casual que los poderes financieros que se benefician directamente de este extractivismo le hagan decir a sus portavoces, de manera increíble, que el calentamiento global no existe.
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El desarrollo de maquinaria, en su fundamental ensamblaje con el desarrollo científico aplicado a la producción, lleva a una tendencial desaparición del trabajo. Pero eso no significa una desaparición de la pobreza ni de la exclusión, muy por el contrario, se necesita menos cantidad de mano de obra a medida que los procesos productivos-cognitivos son realizados por la maquinaria-algoritmo. Y en paralelo el proceso de concentración se vuelve cada vez más extremo, llegando a niveles pocas veces vistos en el pasado.
Marx decía con razón que “el valor objetivado en la maquinaria se presenta además como supuesto frente al cual la fuerza valorizadora de la capacidad laboral individual desaparece como algo infinitamente pequeño”. Y ello cuando el nivel maquínico-algorítmico es de niveles gigantescos como los actuales, la capacidad laboral se vuelve directamente invisible y hasta gratuita. Trabajamos diariamente para los algoritmos, dándoles información a través de nuestras interacciones y búsquedas, insumos básicos para que los algoritmos de rankings de Google y Meta sigan procesando la información de todos y de cada uno bajo la lógica estadística del Big Data.
El feedback del que se nutre el algoritmo lleva al extremo la sociedad de consumo en el sentido en que no sólo genera estadísticas para ofrecer mejor “en general” los productos que se ofrecen, sino que, a la manera del poder pastoral, opera en omnes et singulatim, es decir, en todos pero también –y esto es lo importante– en cada singularidad en particular. El algoritmo así puede ofrecernos lo que estamos buscando, o lo que se orienta a través de nuestras búsquedas y de esta forma maximizar su productividad y la productividad del capital. Y eso no solo tiene que ser un producto físico, por supuesto, sino también millares de productos digitales que crecen de manera acelerada: desde imágenes y videos, pasando por infinidad de servicios de streaming, hasta apps de todo tipo. De esta forma el algoritmo va construyendo perfiles para cada individuo al que le ofrece contenido en la línea del que consume habitualmente.
Estos nuevos procesos significan un cambio radical en nuestros modos de existencia, puesto que llevan la dimensión del yo al límite de una mismidad absoluta, disminuyendo al extremo la posibilidad de un encuentro con algo verdaderamente novedoso, extraño o diferente a lo que estamos acostumbrados. Y, por supuesto, este proceso no sólo se remite a productos sino también a opiniones y corrientes de opinión: en general, el algoritmo nos muestra aquello con lo que solemos acordar, con lo que se reafirman nuestras habituales convicciones y se cierra así nuestra experiencia en el círculo de una homogeneidad totalitaria. De este modo, nuestra existencia se separa radicalmente de lo otro, en el sentido en que se refuerza la construcción de una individualidad absoluta tras la soledad de nuestras pantallas.
Al ultraliberalismo no le resulta difícil montarse sobre esta dinámica existencial que produce el algoritmo y de este modo crece en acumulación política. Su concepción de la libertad como mera “no interferencia” encaja a la perfección con la individuación que técnicamente produce el algoritmo. Así todo conflicto público debe ser reprimido de la misma forma en que pueden ser silenciadas las stories de Instagram que ya no queremos ver. La fascinación del ultraliberalismo con la inteligencia artificial es que, con ella, empieza a acercarse tendencialmente la posibilidad de que todo conflicto público pueda silenciarse con un click.
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Que las mercancías parezcan que valen independientemente de las relaciones humanas que las sustentan, ese quid pro quo, como dice Marx, ese tomar una cosa por otra, de escamotear lo que es producto de relaciones humanas y ponerlo como si fuera una relación de las cosas con ellas mismas es lo que pretende desmontarse como la mayor ficción que sustenta al capitalismo.
En su célebre “Fragmento sobre las máquinas” de los Grundrisse, Marx se refiere al proceso de autonomización del capital frente al trabajo a partir del creciente desarrollo de la maquinaria como capital fijo. El proceso de enajenación que tan bien explica en los Manuscritos, aquí se ve en su progresiva expansión a partir de la maquinaria. Si el productor podía tomar como ajenas a las cosas producidas por él mismo es porque en el proceso productivo se encuentra el origen de esa enajenación y dominación: “En la maquinaria el trabajo objetivado se le presenta al trabajo vivo, dentro del proceso laboral mismo, como el poder que lo domina”. La labor del trabajador pasa a ser así un apéndice de una fuerza que se le aparece como externa y, en tanto tal, se le impone. Luego es un efecto de ello que, en el día a día, las mercancías se le aparezcan como algo completamente ajeno y las relaciones sociales que son el fundamento de su valor se muestren como relaciones entre las cosas.
La inteligencia artificial en tanto maquinaria etérea también ejerce ese quid pro quo: se muestra como algo independiente, ajeno e inhumano que nos domina, pero en tanto trabajo objetivado es, de hecho, producto de nosotros mismos. Y en ese sentido responde a un qué, a un quién y a un para qué. Mostrar el modo en que se engarza con formas políticas ultraliberales y éstas a su vez con un capitalismo financiero globalizado, es lo que no tenemos que perder de vista en una época en donde el algoritmo está alcanzando un nivel de autonomización extremo.
*Extracto de conferencia dictada en el marco del XX Congreso Nacional de Filosofía AFRA, San Miguel de Tucumán, del 20 al 23 de septiembre de 2023.
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