Pensar inclinado: Presentación Tiempos y modos. Política, crítica y estética, de Nelly Richard
“El orgullo de quien está en pie se funda en la sensación de ser libre y no necesitar ningún tipo de apoyo. Quien está en pie se siente independiente”.
Elías Canetti
Si hay algo que atraviesa de cabo a rabo el trabajo crítico de Nelly Richard es una suerte de escepticismo poco habitual en las escrituras que buscan desentrañar las complejidades del mundo. Quiero decir que para Nelly no habría trabajo crítico sin una disposición escéptica, es decir, sin una preocupación por salvar a los fenómenos de una serie de conceptualizaciones que además de volverse dogmáticas, terminarían por gratificar más a quienes las emiten que a la cosa pensada. “Selfies-autosatifactorias de su propia inquietud”, les llama Didi-Huberman a las fantasías personales que buscan pasar por deseos colectivos. Los escépticos, a diferencia de los dogmáticos, que en su apuro por descifrar los problemas se cansan demasiado rápido y construyen entonces soluciones aceleradas, ideas directrices, consignas, lecciones definitivas, los escépticos, digo, “observan mucho, aprenden mucho, piensan mucho, critican mucho, se conmueven mucho, inventan mucho”, no se cansan mucho. Ser escéptico, dijo Pablo Oyarzun en una entrevista reciente, es seguir buscando y resistirse a cualquier tentación que impida seguir buscando.
En Tiempos y Modos. Política, crítica y estética, Nelly Richard reúne una serie de ensayos escritos entre enero del 2020 y noviembre del 2023, textos entonces apegadísimos a una serie de acontecimientos que irrumpieron como zonas blancas en el mapa de lo conocido: la revuelta de octubre, el plebiscito que invitaba a pronunciarse sobre la derogación o vigencia de la Constitución del ochenta, la pandemia, el proceso de la Convención Constitucional, la asunción del presidente Gabriel Boric, el triunfo del rechazo a la propuesta de Nueva Constitución, la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado. Tarea arriesgada la de Nelly. ¿Cómo pensar y escribir desde el corazón mismo del acontecimiento? ¿Cómo pensar y escribir en medio del ruido –de la calle, de los medios de comunicación, de las imágenes que se amontonan como moscas? ¿Cómo pensar y escribir allí donde la estridencia se convertía en el tono que golpeteaba la cabeza de los días, nuestras propias cabezas? Nelly toma una primera decisión: tratar a los hechos como cursores frágiles e imprevisibles y concentrarse en las interpretaciones que se hacían de ellos. De allí que sea el tono que la intelectualidad adoptó en el arco de esos tres años uno de los asuntos que están en el centro de la reflexión de este libro. ¿Cuál fue el tono de la izquierda clásica, de la filosofía radical, del octubrismo, de los filósofos de la revuelta –todas fórmulas que aparecen en el libro– cuando llegó la hora de pensar los vínculos entre crítica y sublevación? Nelly recorre esta pregunta desde una inclinación feminista. Digo inclinación, y lo aclaro rápidamente para evitar que la palabra quede atrapada en sus resonancias morales, para decir que el feminismo de Nelly, al menos el de este libro, tiene que ver más con una geometría de los cuerpos y los afectos que de un casillero que permitiría aprehender directamente lo real imponiéndole una transparencia general que lo tornaría inteligible. Una inclinación, eso es precisamente lo que Nelly observa que le faltó a la filosofía de la revuelta. Ha sido Adriana Cavarero –en un diálogo cercano con Butler– la que le ha otorgado a la inclinación un estatuto estético-político privilegiado. Discutiendo con la idea del sujeto soberano de la tradición metafísica –un sujeto autónomo, autárquico, libre, independiente, vertical, erecto, rectilíneo–, la filósofa italiana propone pensar otro paradigma geométrico y postural, otra comprensión de la subjetividad que se dirija a los problemas de la vulnerabilidad, lo inerme y la dependencia como condición primordial de la existencia humana. “El concepto fundamental de la ética desde el punto de vista de lo vulnerable es precisamente la inclinación”, dice Cavarero. E inclinación es aquí un concepto y una experiencia que implican fuertemente al cuerpo, que flexible y contorsionado, se inclina al otro en un ejercicio de acercamiento y tacto. Supone también un tipo de mirada. Así lo ha trabajado Didi-Huberman en su texto Pensar inclinado. La vista desde arriba, dice, la visión del hombre recto, supone un sujeto establecido en la postura de dominar lo que está considerando, mientras que la vista abarcadora implica un sujeto en movimiento, tomado en el gesto de inclinarse, de acercarse. La vista desde arriba fija el mundo y lo objetiva en coordenadas mensurables. La vista abarcadora, en cambio, se somete a un mundo en movimiento y se abre a lo imprevisto.
Demasiado apegada todavía al imaginario de la sublevación como “potencia destituyente”, es decir, como destrucción sin resto de todas las estructuras de dominación, la filosofía de la revuelta no pudo desapegarse de las nociones de violencia, agresividad y destrucción propias del sujeto vertical y su contraparte, la doctrina liberal que hace de los Estados estructuras beligerantes y mortales. En palabras de Nelly, la filosofía de la revuelta no pudo salir “del libreto binario del ataque-contra-ataque violento que la masculinidad ocupa contra el enemigo que encara el sistema de dominación, para disparar de vuelta una misma carga de agresividad”, es decir, no pudo salir del léxico político que enfatiza el primado de la violencia como condición de la política.
Sin compartir la moral anti-octubrista, sin desestimar la fuerza vital de la Revuelta, su dignidad, Nelly Richard desliza una hipótesis que me parece fundamental, porque desmonta lo que ella llama la “lógica aniquiladora” que atraviesa el pensamiento de la filosofía radical a partir de otra lógica: la de la vulnerabilidad y la inclinación. Si la revuelta encontró su chispa en el hastío frente al saqueo neoliberal –“no son 30 pesos son 30 años”, fue una de las consignas–, el sujeto que producía y fagocitaba la filosofía de la revuelta se volvía demasiado parecido al sujeto del neoliberalismo, uno que agotado y sofocado por la economía de la deuda y la victoria, era emplazado a conducir su malestar hacia un imaginario guerrero y viril. O dicho de otro modo, si la revuelta fue una revuelta contra el régimen productivo que ha resignificado todos los aspectos de la vida bajo la lógica del rendimiento, el empoderamiento, la acción, la estimulación, la agitación, lo que requería ese tiempo, además de lentitud, era otra gramática para pensar los cuerpos políticos del desencanto, es decir, una revuelta de las propias categorías que la izquierda ha utilizado para pensar la sublevación, escrituras que pudieran imaginar una cadena conceptual distinta a la del sujeto beligerante, vocablos que no llevaran sobre sí la “carga semántica de la producción y la eficacia, la impronta de una hacer proyectivo y programático que tiene al sujeto como causa y garante”.
Y ese es el esfuerzo que hace Nelly en este libro. Se podrá decir que lo hace ex post, después de los hechos, pero recordemos que los textos de Nelly son contemporáneos a esas escrituras de la revuelta, de allí también su lucidez y delicadeza. Cito un pasaje del libro:
“Pese a la fascinación ejercida en la izquierda radical por la tesis de la desintegración total de las estructuras existentes, debería considerarse que la suma de violencia (revuelta) y dolor (pandemia) agotan el cuerpo y el ánimo, despertando el deseo humano de regresar a algún tipo de regularidad compartida que ofrezca, aunque provisoriamente, un orden al cual sujetarse en medio de un paisaje sacudido primero por la furia y luego por el miedo” (43).
No creo que se trate de un pasaje que podamos leer en clave reaccionaria, como más de alguno podrá reclamar. Se trata, así me gusta pensarlo, de un pasaje que busca pensar otro arquetipo de lo humano, otra forma de pensar la vida en común que tendría en su centro la vulnerabilidad y la dependencia. Si en formulaciones como resistencia martirológica, stásis, osadía troyana, institucionalismo salvaje, barbarie del despertar, podemos advertir la idea de una “resistencia que destruye sin dejar nada para la reproducción del viejo orden”, una excepcionalidad que rechaza toda reproducción filial anterior, Nelly propone en cambio una “ética débil”, un “pensamiento minimalista” que pueda hacerse estas preguntas: ¿cómo no ofender, no herir, no lacerar? Que pueda pensar la sublevación no necesariamente como un levantamiento sino como una inclinación hacia los otros. Que pueda imaginar una subjetividad que no pase por la plena autonomía sino por minúsculas dependencias. Inclinación y dependencia, ¿no podrían ser esos los términos de una rebelión que permita pensar otras formas de acoger los sufrimientos del hombre? Al efecto desértico que producirían las escrituras de la revuelta, un desierto que en nombre de la caída de la historia nos dejaría también sin palabras, sin lugar donde aferrarnos, sin nada que nos salve de caer en la insignificancia, el aburrimiento y el sinsentido; al sedentarismo de un saber que aquieta el carácter moviente del pensamiento, Nelly busca contraponer momentos donde el teatro de la guerra y sus consecuencias mortíferas tienden a desbalancearse para dar en cambio asilo a lo vivo.
Y dar asilo a lo vivo quizás pase primero por la lengua, por sus usos, por las palabras que escogemos para nombrar y rechazar el daño. Nelly prefiere, así lo dice en su libro, aquellas escrituras que buscan “dotar de palabras a la incertidumbre mediante diversas retóricas de lo tenue, lo fragmentario y lo incompleto”, escrituras que “exploren a tientas las pequeñas narrativas del día a día, agujereadas por la duda y la tristeza”. Escrituras, diría, de una insolencia suave, que pueden ser sin embargo más fuertes que la tiranía y la violencia que buscan denunciar. Escritura como la de Lotty Rosenfeld, que en plena dictadura, con su cuerpo inclinado sobre el pavimento, traza con austeridad una serie de líneas horizontales sobre los ejes verticales de la calzada, introduciendo en el espacio de la ciudad y en su propio cuerpo, otra fisonomía geométrica. Escritura como la de Carlos Arias, que a través del pequeño ritual de la puntada y el hilo, inclinado sobre la tela, con una paciencia casi anacrónica, reconstruye la memoria biográfica e histórica con la “finura y el cuidado” de quien prende sus manos de los hilos que dan forma a las palabras y las imágenes.
Es interesante que Nelly haya escogido dos artistas que trabajan con hilos, líneas y trazos. Tim Ingold, antropólogo que ha pensado la vida social a partir de la vida de las líneas, discute en sus libros la rigidez y verticalización del pensamiento moderno, pero también la fragmentación del mundo postmoderno. La linealogía le permite en cambio pensar otras formas del conocimiento y del encuentro con otros, más cercanos a las curvas, las bifurcaciones, los nudos, los espirales, las errancias, las torsiones, las flexiones, los pliegues, todas formas que le permiten pensar una vida hecha de contacto, roce, deseo y frágiles dependencias. Cito a Ingold: “Somos criaturas a la deriva. Lanzados sobre las mareas de la historia tenemos que aferrarnos a las cosas esperando que de alguna forma el roce de ese contacto sea lo suficiente para compensar las corrientes, que de otra forma nos barrerían hasta el olvido. Cuando niños, lo primero que hicimos fue aferrarnos. ¿No es sorprendente la fuerza que tienen las manos y los dedos de los niños? De hecho, se puede deducir que en ese aferrarnos o agarrarnos los unos a los otros, se basa la esencia de la socialidad”. Ingold es cercano en ese sentido a Cavarero, pero también a otras escritoras y escritores –pienso por ejemplo en Butler, Dufourmantelle, Recalcati– que han optado por pensar no tanto los finales –el fin de la historia, el fin del capitalismo– sino las formas de echar a andar otra vez la máquina de la vida. “Hace falta, dice Nelly, desde el arte y la literatura, modelar lenguajes sensibles a la carencia y la falta; unos lenguajes marcados por una conciencia del daño y la reparación”.
Me atrevo a decir que el libro de Nelly es un libro valiente, no solo porque repone una práctica que parece antediluviana: la de ejercitar el disenso como forma de reafirmar la amistad intelectual, la de exponer sus propios argumentos a la prueba exigente de la polémica, la de pensar el saber no como un acopio de resultados transferibles sino como una experiencia de búsqueda incesante. No solo por eso, decía, sino porque decide no adherir tan rápidamente al horizonte moral de su época. Si hay algo que nos mostró la revuelta –pero también la pandemia–es que cuando el mundo se derrumba se derrumban también con él los aparatos de saber que han buscado interpretarlo y que acostumbrados como estamos a los tonos asertivos y a las respuestas automáticas, olvidamos que si de una revuelta se trata, ella da a luz no solo una serie de objetos híbridos sino también los medios que nos permitirían pensarla. Para hacer lugar a ese espacio de pensamiento inaudito hace falta, dice Nelly, audacia y valentía, “pero también un lento arte de la espera, que requiere paciencia y sabiduría”. Ese arte, acota, es el que ha venido ejercitando la política feminista, que a diferencia de las escrituras de la revuelta, que fueron en su mayoría masculinas –y lo masculino aquí no es una fisonomía sino una forma de pensar la vida en común, de habitar, tratar e interpretar el mundo– sabe que en nuestras maneras de imaginar yacen las condiciones para nuestras maneras de hacer política. Hay imaginaciones catastróficas que, como dice Alexandra Kohan, inhiben los cuerpos e impiden ir hacia. Imaginaciones mortíferas, oscuras y hostiles que terminan por estar más cerca de las certidumbres que de un eros vital. Hay también imaginaciones poéticas que, a diferencia de cierta tradición de la filosofía académica, se atreven a correr el riesgo de barrer con las palabras cansadas, los modos de vida enfermos por no poder caer, tambalearse, arrastrarse, que se atreven a cambiar las formas de hablarse a sí mismo, de nombrar las cosas, de ligarse a los otros. Eso hace Nelly en este libro: romper, rememorar, rehacer. Y lo hace con humildad, a ras de suelo, a la altura de lo sutil, preservando su vulnerabilidad. ¿No es esto también, a su modo, una revuelta?
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