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Annie Ernaux: La liberación del deseo

En La mujer helada (1981), Annie Ernaux, hoy de 82 años y ganadora en octubre pasado del Premio Nobel de Literatura, cuenta cómo durante el noviazgo con quien se convertiría en su marido y al enterarse de que se acuesta con él, su madre inicia el proceso de aniquilación de la libertad sexual y amorosa recién conquistada de la hija, por la vía de advertirle cruel e insistentemente que será abandonada y que apresure el matrimonio. El discurso es que la joven echará a perder su vida, que él se irá, que ella quedará reducida a la puta, quizás con un crío a cuestas, como tantas madres solteras pagando el precio del deseo. Al mismo tiempo que esto ocurre en su hogar, la familia de él ha puesto también en marcha el guión tradicional, pero a la inversa: “¡Ya tendrás tiempo de comprometerte, ¡no te dejes atar!”, le dicen al hombre. Bien cuidada la libertad de los machitos”.


Poco después, veinteañeros, Annie y Phillipe se casarán, ella perderá su apellido -Ernaux es el de él- y comenzarán una vida juntos convencidos de que, como jóvenes progresistas, no caerán en las trampas del matrimonio burgués y sus roles desiguales y asfixiantes. Creen estar haciendo las cosas de un modo diferente, pero Annie comienza a observar que imperceptiblemente se va cerniendo sobre ella -solo en torno a ella, nunca una amenaza para él - el cepo de las pequeñas obligaciones domésticas que irán inmovilizando su libertad, paralizando su creatividad y redirigiendo su identidad hacia una vida al servicio de los suyos.


La llegada del primer hijo solo acentuará esa grieta, y pese a que comparten algunas tareas, es tal la avalancha de los pequeños cuidados que demandan su atención, que Annie deberá suspender los exámenes que constituyen el paso lógico de un esfuerzo académico al que ha dedicado la vida. Un día en que él vuelve a la casa a medio día, para almorzar, y la encuentra aún sin vestir en medio del caos de una casa patas arriba, le espeta: “¡Todo sin hacer!¡Y son las doce y media! ¡A ver si te organizas mejor!¡El niño tenía que estar ya comido para tener yo la fiesta en paz a mediodía! ¡Yo TRABAJO, entiendes, esto ya no es la vida de antes!”.

Annie se organiza. De ahí en adelante, cuando él llega, la mesa está puesta, el crío acostado, el lavabo limpio, los pliegues de la colcha bien estirados, el transistor dispuesto sobre la mesa para que el marido lo prenda y escuche lo que quiera mientras almuerza su plato ya servido. Todo en orden.

Y Annie se ha transformado en una mujer helada.


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Asisto, hace unos días, en la sala Ceina y en el marco de Fidocs 2022, al estreno de del documental Les années super 8, que Annie Ernaux codirigió en 2021 con su hijo David Ernaux-Briot. Se trata de un montaje de escenas familiares y viajes de la pareja capturadas en formato súper 8 en la década del 70 y comienzos de los 80. El marido, hoy muerto, es quien filma. Annie narra y el texto es actual.

Lo que se despliega son imágenes que remiten a tiempos de mi infancia, con realidades que ya no existen – como la Albania de Hoxha, la URSS o los aviones a los que accede por escaleras- a las que hay que sumar una visita a Chile durante la UP. La familia vacaciona y celebra navidades y asistimos al paso del tiempo viendo los hijos crecer. La suave voz de Annie conduce el relato y me sorprendo al enterarme ahí, viendo la película, que La mujer helada fue publicada cuando todavía estaba casada.

Más aún, le dedica el libro al marido.


Lo que llama mi atención es que, mediante la escritura, Annie llegase a establecer con tanta precisión ese vacío que la congela en el esquema conyugal -y que además lo hiciera público- ANTES de ejecutar la decisión que será el corolario de su indagación: el divorcio. Este ocurrirá un poco después, tras 17 años de vida en común y dos hijos adolescentes.


Así, comprendo que lo de Ernaux no es siempre un trabajo arqueológico de rescate de memoria, como se suele catalogar, sino también, a veces, la disección pura y dura de lo que le ocurre en el aquí y el ahora, quizás con el propósito de descifrar la topografía del terreno que en el momento presente le dificulta la marcha.

Es, por tanto, una literatura indisolublemente entretejida con la vida.


La Mujer Helada llegó a las librerías hace ya 41 años y fue su tercer libro tras debutar, en 1974, con Los armarios vacíos. Hoy, con 21 textos publicados, todos anclados en una literatura del yo que se construye esencialmente con materiales de la vida real, Ernaux ya puede afirmar con seguridad que lo que ha vivido, su vida particular, “le pertenece a la humanidad”. Así lo explica: “No creo que sea algo solamente personal. Son experiencias que me atraviesan. Ese término me gusta mucho. Quedo atravesada por eventos y pensamientos. En mis libros ha quedado claro de que forma la Historia me ha atravesado como mujer, como ciudadana, como francesa. Los eventos que me han sucedido como mujer pertenecen a las mujeres. Incluso si me es duro representarme y volver a ellos, se los debo a las mujeres porque si no los escribiera me estaría sumando a la dominación masculina del mundo. Eso tiene que ver con las razones por las que uso la escritura autobiográfica”. (1)


En el caso de La mujer helada ello no puede ser más evidente. Lo que describe, su propio proceso de enfriamiento y desconexión del yo, es un retrato perfecto de los tentáculos patriarcales en el matrimonio, experiencia común a tantísimas mujeres, asunto al que feministas teóricas han dedicado horas de análisis y que llenan de cifras los papers de centros de estudios contemporáneos que, con el fin de impulsar políticas públicas correctivas, destinan hoy sus esfuerzos a investigar inequidades de género originadas en la ausencia de corresponsabilidad en el hogar.


Pero Annie hace el camino a la inversa. No parte de las grandes ideas, de la experiencia común ni menos de las teorías . Lo suyo no es declarativo ni abarcativo. El cosmos está en su interior y mientras más ahonda excavando en la particularidad de su vivencia personal más nítidamente consigue extraer de allí aquello que es universal y común para muchos, y especialmente para las mujeres que han compartido con ella un espacio- tiempo equivalente.


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Cuando el 6 de octubre pasado me enteré de que le habían entregado el Premio Nobel de Literatura me invadió un sentimiento de júbilo inesperado. Me sentí orgullosa, como si Annie fuese mi amiga o una mujer de cuyo persistente esfuerzo hubiese yo sido testigo.


En parte mi entusiasmo respondió al hecho de ver reivindicados en este galardón dos apuestas escriturales que siempre me han interesado y que a lo largo de mi tiempo -tengo 60 años- he visto sistemáticamente descalificados como géneros menores, poco importantes o derechamente insignificantes: la no ficción y la exploración literaria de lo íntimo e individual.


Cuesta entender que, pese a Proust, a Anais Nin a Philip Roth y tantos otros, la opción de la narración de lo propio fuese por tantos años considerada menos meritoria que “ficcionar”, como si lo real tuviese, por sí mismo, menos profundidad o espesor que lo inventado. Tantos escritores “disfrazando” los materiales concretos con que crearon sus “novelas”, incapaces de afirmar la contundencia de lo vivido, cobijándose y poniéndose a resguardo al amparo de la “imaginación”.


Un canon tributario de ese otro que estableció lo privado como irrelevante y lo público como importante - y ya sabemos en la repartición del poder quiénes quedaron de un lado y quiénes del otro-, y que tendió a valorar en el mundo de la prosa a aquellas narraciones referentes a los grandes conflictos de la humanidad por sobre aquellas que lidiasen con los laberintos del alma humana. “Literatura de mujeres”, solía leerse en los estantes bajo los cuales se agrupaban textos de quienes que se aventuraba en indagaciones privadas. Entre ellas varias grandes. También Ernaux.


Los ecos de esa voz campante han persistido en la mirada y enfoque de miles de críticos, lectores y escritores. Y han modelado usos y costumbres en la creación, el consumo y la valoración literaria.

El premio a Ernaux, sentí, venía al fin a poner las cosas en su lugar: es posible hablar de lo grande auscultando lo pequeño. Se puede remecer lo público hablando desde lo privado. El individuo es la humanidad entera. La realidad es todo. No hay escritura que no tenga raíz en los hechos.


Pero hay más. Porque ya que estamos hablando de particularidades, existen otros elementos que hacen única y valiosa la escritura de Annie Ernaux.


Podríamos definir dos líneas en su producción literaria: por una parte, aquellos libros que realizan una descripción detallada de algún suceso que marca un hito vital (su juvenil aborto clandestino en El Acontecimiento, 2000; el costo del matrimonio burgués, en la Mujer Helada, 1981; el día en que su padre quiso matar a su madre, en La Vergüenza, 1997; la primera relación sexual que se acerca a una violación, en La otra chica, 2011; el cáncer de mamas que se le diagnostica al mismo tiempo que se enamora de un hombre, en El uso de la foto, 2005; la muerte del padre, en El lugar ). La segunda línea corresponde a la auscultación clínica de períodos en que alguna emoción la capturó de modo obsesivo, apoderándose de su psiquis con ferocidad cercana a la locura, “atravesándola” (El deseo erótico en Pura Pasión, 1992; los celos en La ocupación, 2002).


Particularmente, su impulso se orienta a iluminar los rincones vergonzantes. Busca hablar de lo inconfesable, ha dicho.


Sus textos son breves. Nunca se alarga de más. Su pluma, precisa y seca, un bisturí que expone sin piedad lo que sea necesario poner en común para comprender el asunto. No la detienen consideraciones como el pudor, el miedo al qué dirán, la condescendencia, la tentación de cuidar la sensibilidad del lector o de los coprotagonistas. Sin embargo, pese al escudriñamiento directo, no es una prosa explosiva la que irrumpe sino el resultado depurado del fino engranaje montado por una escritora decididamente empeñada en correr el velo de las cosas y mirar de frente. Ella avanza en su determinación y los lectores la acompañamos, somos testigos de las preguntas y las dudas, de los caminos equivocados y las zonas nebulosas hasta que las verdades finalmente consiguen presentarse ya sea sutiles o brutales, bellas o crueles, transitorias o definitivas. Como son.


Habría que agradecerle a Annie el coraje para instalar allá afuera, usándose a sí misma como chivo expiatorio, todo aquello que no se dice, no se dijo o se consideró alguna vez de mal gusto expresar acerca de las pulsiones constitutivas del eros femenino: la pasión, los celos, la libertad, el deseo sexual.

Hemos leído tanto sobre pechos turgentes que precipitan la erección masculina, vulvas húmedas que los enloquecen, pieles suaves de musas jóvenes, pero tan poco, tan pero tan poco de penes que se anhela conocer, lamer o apresar, como nos devuelve Annie, cuando cuenta que por años su primer gesto a despertar junto a su joven amante W. era “cogerle el sexo, empinado por el sueño” y la seguridad que sentía al quedarse así, “como aferrada a una rama”.


Son muchas las imágenes en diversos libros suyos en que Annie entrega la descripción abierta y maravillada de su deseo.


Texto cumbre en aquella exploración, Pura Pasión (1992) es el relato de la relación que la escritora mantiene con un hombre casado a quien está impedida de llamar o visitar. Encarcelada por un hambre sexual que la consume y la esclaviza, vive sus días a la espera de una llamada que a veces llega y otras no, torturada por el temor de que el hombre desaparezca cualquier día, depositando toda posible felicidad en un próximo encuentro que la deja tan colmada como vacía ante la duda angustiosa de si se producirá el siguiente.

Se inicia, este libro, con la siguiente frase: “Desde septiembre del año pasado no hago otra cosa que esperar a un hombre”.


No es una metáfora. En las páginas siguientes, la autora desplegará sin autocompasión, la naturaleza de la cárcel que la atrapa: “Todo mi horizonte se limitaba a la siguiente llamada telefónica para concertar una cita. Procuraba salir lo menos posible al margen de mis obligaciones profesionales -cuyos horarios él conocía-, siempre temerosa de perderme alguna llamada suya durante mi ausencia. Evitaba también el aspirador o el secador de pelo, pues me habrían impedido escuchar el timbre del teléfono”.

Unos años más tarde irá más lejos en la develación de cómo esta pasión la partió en dos, al publicar sus diarios íntimos de aquel año. Escoge u título perfecto: Perderse (2001). Las entradas se suceden dando cuenta de la ansiedad, el dolor y el tormento de la espera y también de la voracidad de las apariciones: “Miércoles. 10. 11:45. Ha venido. Se ha quedado cinco horas (…) cuatro veces el amor, de manera diferente. Dormitorio, sodomía, después muchas caricias lentas, sofá de la planta baja, misionero, también tierno, dormitorio, tan conmovedor, ‘voy a poner mi esperma sobre tu vientre’, el sofá, postura del perro, perfectamente sincronizados”.


Se expone, Annie, pero su gesto no es desafiante ni hay en él escándalo o exhibicionismo. La cualidad de su despliegue se asemeja más a la entrega. Como animal sacrificial, abre sus vísceras y derrama su sangre para hacernos de espejo y ofrecernos redención.


Porque la suya, pese a contener la fuerza de una reflexión profunda y perspicaz, es sobre todo una escritura carnal, inexpugnablemente unida al cuerpo.


Y Annie nunca teme ensuciarse las manos. De lo contrario, la siguiente cita no podría ser posible: “Corrí a los servicios, al otro lado del pasillo, y me puse de cuclillas delante del retrete, frente a la puerta. Veía las baldosas entre mis muslos. Empujaba con todas mis fuerzas. Salió como si fuera una granada, con una salpicadura de agua que llegó hasta la puerta. Vi un muñequito colgando de mi sexo al final de un cordón rojizo. Nunca había imaginado que pudiera tener aquello dentro de mí. Tuve que andar con él hasta mi habitación. Lo tomé en la mano -pesaba extrañamente- y avancé por el pasillo apretándolo entre mis muslos. Me comportaba como un animal”.


El extracto es de El Acontecimiento (2000), en que narra su juvenil aborto clandestino, una experiencia tan particular como común de los cientos de miles de abortos de cientos de miles de mujeres condenadas a igual desesperación, a igual riesgo y humillación en los muchos países en que interrumpir el embarazo no fue o no es reconocido como un derecho legal.


Los trazos de esa carnalidad narrativa se despliegan en toda su obra y ella lo atribuye, de algún modo, su origen proletario, a un padre y una madre inmersos el día entero en el pequeño negocio de abarrotes con bar anexo en el pueblo de Ivelot, Normandía, donde ella, única hija, creció en medio de estas figuras sin tiempo para ocuparse de las apariencias, ambos siempre un poco sucios, un poco vociferantes, las manos en la lejía, metidas en la huerta, haciendo cuentas en un cuaderno grasiento cuyas páginas se pasaban humedeciendo el dedo de uñas negras. Padres no del todo “civilizados”.


Gran parte de su literatura reconoce Annie, ha consistido en “vengar a los míos” -cita exacta (3)- con la intención de rescatar la fuerza de esos orígenes y reflejar las ganancias y pérdidas en el proceso de “ascenso” al salir de ahí hacia una vida de burguesa ilustrada. Un periplo compartido por tantos, porque evidentemente, Annie, usando sus palabras, fue “atravesada” por la movilidad social que caracterizó al siglo XX europeo.,


Son principalmente los libros en los que habla de la madre o del padre los que entran en aquello. Annie explora el orgullo de haber saltado hacia un lugar de privilegio, haberlo conseguido, y el inmenso abismo que ello provoca en la relación con su lugar de origen, particularmente con su padre. Dice en El Lugar: “Mi padre entró a la categoría de gente sencilla o buena gente. Ya no se atrevía a contarme historias de su infancia. Yo ya no le hablaba de mis estudios. Salvo el latín, porque había ayudado a la misa, le resultaban incomprensibles y se negaba incluso a hacer como que se interesaba, a diferencia de mi madre”. Y también: “Un día me dijo: ‘los libros, la música, eso está bien para ti. Yo no lo necesito para vivir’”. En las últimas páginas de ese texto triste y conmovedor, luego de establecer que a tienda de los padres ya no existe y que ahora es una casa particular, con cortinas donde antes hubo escaparates, Annie dirá: “Por mi parte, yo he acabado de sacar a luz el legado que tuve que deponer en el umbral al entrar en el mundo burgués y cultivado”.


Quizás sea a causa de todo esto que alguna vez Annie clasificó su modo de escribir como una “autosociografia”. Ahora, ha dicho, ha renunciado a definiciones, a cuestionarse o preguntarse al respecto. Simplemente ha decidido quedarse con un modo de hacer literatura que se le impone y que a su juicio se desmarca de la tan en boga “auto ficción” porque lo de ella, aclara, “no se trata de contar, sino de cómo llegar al núcleo de realidad contenido en un instante, un acontecimiento, ése es el desafío de la escritura”. (2)


En un texto breve, ‘Fragments autour de Philippe V.’, publicado en L’Infini y que es posible encontrar traducido al inglés en la página Annieernaux.org, la autora ofrece luces sobre el material del que están hechas ambas cosas, su vida y su escritura, y de cómo se conectan a través de la carne. “Me parece”, dice, “que, para una mujer, la libertad de escribir sin vergüenza está conectada con ser capaz de ser quien toma la iniciativa para tocar el cuerpo de un hombre con deseo”. Agrega: “Escribir y hacer el amor. Siento que hay un lazo de esencia entre ambos actos. No lo puedo explicar, solo reconocer esos momentos en que ello es absolutamente evidente”.

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Citas

1. Entrevista concedida a Consuelo Triviño Anzola, el 12 de octubre de 2022 en el diario El Tiempo de Bogotá, Colombia.

2. Entrevista concedida a su traductora al español, Lydia Vásquez Jiménez, en septiembre de 2020 en la Revista de la Universidad de México, Unam.

3. Les années super 8, película documental codirigida por Annie Ernaux y David Ernaux-Briot, 2021.


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