La directora de la sala de cine
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La directora de la sala de cine

El calor ya se había instalado en la capital. La situación parecía haberse estabilizado en el país, al menos durante los últimos días. Luego de un mes del estallido social, marcado por protestas, saqueos y represión policial, se dejaban sentir en el ambiente las ganas de poder circular espontáneamente por las calles, volver a la rutina, e incluso una sed de libertinaje, comparable a la de los años de posguerra.

Tal vez el calor, o las ganas de libertad, la llevaron a salir a trabajar ese día con minifalda.


La sala de cine, que ella dirigía hacía varios años, estaba exhibiendo un filme que coincidentemente trataba sobre una historia de insurrección, mafias e inteligencia policial. Esa tarde, la administración avisó que los dejarían salir a las catorce horas. Una más de las marchas, que ya llevaban cuatro semanas, estaba planificada para esa tarde, lo que probablemente haría colapsar el sistema de transporte de la ciudad.

El magnífico edificio de la facultad recibía a diario los embates de rigor, producto de la revuelta social, que le correspondían por su ubicación en el centro histórico de la capital. Grafittis que rayaban en lo poético, pegoteo de afiches inusualmente creativos, y vidrios rotos a pedradas, eran ya características permanentes de su fachada.

El antiguo edificio, construido de ladrillo, presentaba una oportunidad única. Los jóvenes manifestantes lograban despedazar las esquinas, cornisas y salientes de los muros de la antigua fachada, para cosechar los codiciados proyectiles, que luego serían lanzados con violenta precisión a las fuerzas policiales.

Antes de salir de la oficina, localizada en un altillo del segundo piso del antiguo instituto de humanidades, el proyeccionista - el cojo, en la jerga del celuloide - le informó que la estación de metro Universidad Católica estaba cerrada desde hacía unos minutos. La siguiente estación, Baquedano, figuraba demolida e incendiada desde hace más de un mes.

Optó por caminar hasta la siguiente estación, evitando cruzar la Plaza Italia, recientemente rebautizada “Plaza de la Dignidad”. Tomó un atajo para penetrar por las calles interiores, que aunque sabía peligrosas por la posibilidad de encerronas, confío en que a esa hora todavía estarían transitables.

La fuerza pública, armada hasta los dientes, esperaba a la vuelta de la esquina. Los tres ya clásicos vehículos policiales que tradicionalmente apoyaban a la verde infantería, estaban listos para entrar en acción: el guanaco, el zorrillo y el carnicero. El ambiente estaba a punto de explotar.

Aguantando la respiración y apretando el paso, logró pasar caminando rápidamente frente al escuadrón. Más aliviada, tomó la callejuela que la llevaría por el interior de la manzana, para intentar cruzar el parque. Ya casi había superado la parte más peligrosa.

De pronto se escucharon gritos, y apareció un grupo de manifestantes corriendo en contra, ocupando la calle a toda carrera. Ella, perpleja, vio cómo los jóvenes manifestantes, que podían ser sus hijos, arrojaban grandes peñascos a la policía que los perseguía.

Imposible evitar imaginarla a ella - permitámonos una licencia cinematográfica - pateando de vuelta las bombas lacrimógenas a punta de chala, moviéndose en una rutina coreográfica en cámara lenta, convertida en la heroína de la protesta con la cabellera al viento. Encarnada en una mezcla de oficinista, modelo y atleta, mostrando suficientes curvas para acaparar la atención de los policías que, paralizados por un momento, no atinaban a creer lo que veían.

Al ver a esta mujer desconcertada, con falda ajustada y sandalias de tacón, la banda de manifestantes atinó inmediatamente, en un acto de protección espontáneo, a señalarle la dirección por donde huir. Una señora descolgada del balcón de un cuarto piso que dominaba la escena, gesticulando y a punta de gritos, le indicó que se metiera en el antejardín del edificio y se fondeara. Durante un par de expectantes minutos, que le permitieron recobrar el aliento, escondida en los matorrales detrás de una vieja reja de fierro forjado, esperó a que se disipara el humo de los gases.

Con el corazón en la mano, los pies negros y transpirada como si hubiese corrido una maratón, se fue conejeando por las calles laterales menos transitadas, en que el silencio y la tranquilidad reinaban como si fuese otro país. Finalmente, logró llegar a la siguiente estación que milagrosamente aún estaba abierta. Se subió al carro del subte despeinada y sucia, con el maquillaje corrido por las lágrimas producto del gas pimienta. El nombre de la estación era “Salvador”.




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