La ropa que dejaron nuestros muertos
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La ropa que dejaron nuestros muertos


1

Últimos días de la clase media

Queda apenas un extracto de inventario.

El ajuar doméstico.

Un jardín donde había una casa

una casa donde había un jardín.

Era de aquí y lo he sido

admirando el anonimato perfecto de los árboles

su igualdad aparente

esa forma de mirar el tiempo sin moverse de lugar.

Caer cuando el momento de caer llega.


Léeme despacio que tengo prisa.


2

Salve, Panero

Fue un colegio en medio de la nada, en la explanada que abre la llanura americana y su horizonte cortado a cuchillo. Allí estaban los héroes altos, allí los fuimos a buscar, negros blancos y amarillos, toda la carne joven que probaste y dejaste de probar escondida en los maizales detrás de unas giraldas falsas que te sorprendían tanto como ver barcos navegar sobre el polvo amontonado de Bolivia.


Azar y una ciudad improbable en la frontera del estado, partida en dos por una línea, la que asomaba en la cabellera de los que cortaban cabelleras en los pasillos y de los que se tajeaban los brazos en los baños.

Todo eran líneas, tajos, cicatrices, un lenguaje geométrico difícil de descifrar.

Si estuve allí nadie podrá probarlo, ni mis palabras ni tus libros, tampoco el ruido de los puños golpeando los armarios. Eran salvajes. Y yo también lo fui.


Te van a romper el culo Panero. Quererte tanto, el tiempo y los cortesanos de tu corte te van a romper el culo. Tú no estuviste allí pero dijiste que te van los poetas muertos para hacerte pajas.

Pajas también nos hacíamos nosotros como paletos, agujereando el viento con tiros de escopeta, corriéndonos bajo los cielos planos del horizonte cortado a cuchillo.

Salve Panero. Somos los que venimos de ese lado, los que calientan sillas en oficinas lejos de los hospitales donde estuviste y no viste alrededor más que tu voz llena de zetas, ni las tetas grandes de estas niñas pueden con el superhombre que tu nombre arrastra por los pasillos y el jardín.


Aquí estaba el ‘lugar inesperado para el mármol de esa boca'. Así de fuerte tu verso galantea con el siglo dieciséis trémulo en los labios de alguna santa. Sus visiones, las tuyas, tú fuiste nuestro dios. Y nos dejaste solos.

Santas no quedan. Quedan salvajes aplastados contra las verjas de alambre y negros tocando a tu puerta. Quedan los que venimos de lejos cansados de tanto ver lo mismo, la posta que cabalga las sillas de oficina, con la montura del luso a la cabeza y su lengua parecida y el hígado torcido y seco.


Tu rey se apiadará de ti para los premios.


Que nos domesticaran no importaba, que nos doblegaran sí.

La religión es picadillo de opio en el bolsillo de los pueblos, ojalá nuestro pueblo tuviera religión y no la herencia de palabras ahorcadas en la golilla del abuelo de tu rey.

El mal, dijo el doctor, melancolía, enfermedad del puerto. Pregunta a tu psiquiatra cuál es el tratamiento. Pregunta si te atreves dónde anida el desencanto. Él sabe más que vos, señor, y sabrá cómo sanarte.


Quién es yo, decías. Somos todos, nosotros, los vasallos. Siguen otras cortes abiertas y los amigos de aquel colegio en medio de la nada. La nada que patean los poetas que veneras desde lejos, los de la llanura americana que no conoces y de la que ahora me acuerdo cuando gritaban por los pasillos golpeando los armarios de metal de aquel infierno deseado en el que nos queríamos quemar. El infierno de los diecisiete años, tirando, follando, cogiendo, manoseándonos en los asientos de adelante o de atrás de los coches coreanos, peleando con los puños por el placer de pelear.

Elige de esos tres el nombre para amor y amar que mejor empate tu lírica de lengua ordinaria y papel exquisito.


Por dios, por el diablo y los cojones de los dos, gritabas, por qué razón existió Mahler. Por qué los Pixies se fueron a juntar aquel mismo verano.

Para no equivocarnos de frecuencia. Para fugarse o morir y después resucitar si te quedan ganas de volver y llenar páginas de versos. Nunca respondiste y dejaste a medias nuestra educación sentimental. Ahora sabemos que para todos hay un fin de raza en cada esquina y que así se vive con la memoria hecha pedazos, con la ropa que dejaron nuestros muertos aún colgada en los armarios.


Porque si no eras tú, ¿quién era, Panero? ¿Felicidad y tus hermanos? ¿Tu padre el señorito?

Eras tú colándote por los pasillos de nuestro colegio de pueblo, eras tú aceptándole una cerveza al capitán que pateaba la pelota hacia la gloria cada viernes. Todos los malditos viernes. Como una religión. La gloria: todos los hijos de puta y la gloria. Sus porciones de hambre y sus fundos anchos.

Su majestad catoliquísima mirando. Panero, mirando.

Y los premios.


Tenemos todos los premios esperando en las vitrinas de nuestro colegio de pueblo para que los vengas a buscar.





Texto, imagen y videocollage (El Desencanto) - Silvia Veloso

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