"La UP no fue una bella utopía, esto lo puede hacer un fenómeno incómodo y dotarlo de potencia hoy"
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"La UP no fue una bella utopía, esto lo puede hacer un fenómeno incómodo y dotarlo de potencia hoy"

El historiador y actual Decano de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Valparaíso, dice que la conmemoración de los 50 años del golpe nos pilla sin haber realizado un cierre de proceso y con una violencia que anida en lo profundo de la sociedad chilena; desmitifica la mirada utópica sobre la UP; y señala que la generación que encarna este gobierno, de “nativos neoliberales”, va por fuera de cualquier tradición o memoria. “El gobierno no es una muestra de continuidad con la historia de las izquierdas en Chile, sino una ruptura importante”, afirma.


Esta entrevista fue publicada en la revista Sociedad y Estudios Diferenciados [SED]

¿En qué estado se desarrolla la conmemoración de los 50 años del golpe en nuestro país?

A veces la regularidad del calendario, o del conteo decimal, parece obligarnos a cosas para las que no estamos preparados. Creo que estos cincuenta años el gobierno, y también cierto progresismo bien intencionado, quisiera haberlos conmemorado como la culminación de una suerte de progreso moral de la sociedad chilena, pero no tenemos mucha evidencia de ello. No obstante, en historia las rupturas, retrocesos y estancamientos -y ciertamente el acontecimiento- forman parte de una expectativa siempre abierta del pensar. En este sentido la contradicción entre las expectativas (al menos las de sectores verdaderamente democráticos) y los datos a la mano, a cincuenta años del golpe, nos obligan a alejarnos de las lecturas tranquilizantes para hacer frente a realidades que no pudimos o no quisimos considerar. Por ejemplo, que, en el mismo mundo popular, que es la sociedad chilena en su mayoría, hay un fuerte componente antidemocrático (y violento) que hoy simplemente se ha avivado producto de los discursos sobre el inmigrante, la inseguridad y la delincuencia. En esos sectores la idea de que el golpe -con conocimiento de todo lo que significó- era necesario, nunca se diluyó, sólo se reprimió frente a la generación de una corriente de opinión pública, en tiempos de prosperidad y consenso, que valoraba los Derechos Humanos. Diría que simplemente se autocensuraron largo tiempo, por precaución, conveniencia y hasta arribismo. Pero nada más. La legitimidad de la violencia en Chile tiene larga data, habría que leer trabajos, un poco esotéricos, como El fantasma de la sin razón del poeta Armando Uribe para ir comprendiendo esto.


En relación con las actividades de conmemoración de los 50 años del golpe, ¿Qué tan diferentes son estas reivindicaciones en comparación con las conmemoraciones del año 2003 y 2013? ¿Cuáles considera que son los principales conceptos y debates que perfilan este año de conmemoración?

Me parece que la principal diferencia es la falta de pudor de los sectores antidemocráticos y el desarme ideológico y programático de las izquierdas hoy. De verdad me cuesta distinguir, en medio de todo lo que se enuncia en los noticiarios, y escribe en tanta columna de opinión que circula, algo así como “conceptos” y “debates”. Lo que sí parece haber -y digo sólo que parece- es una suerte de revisionismo, sobre todo respecto de un cierto exceso de confianza, o ingenuidad (o irresponsabilidad), que habría tenido la UP, y en particular Allende. Tampoco esto es nuevo (años atrás escuche en una conferencia decir a Gabriel Salazar que Allende siempre se quiso matar), pero creo que esta vez se ha escuchado, por las condiciones descritas arriba, con mayor claridad. Pero si uno va a documentos de época y analiza las políticas, las “medidas” de la UP, y la voluntad de diálogo y de alianzas de aquel gobierno, uno no logra ver algo así como un mero “utopismo”, sino un “proyecto político”, con todo el pragmatismo que, en cambio, ello implica. La UP no fue una bella utopía del pasado, sólo esto lo puede hacer un fenómeno incómodo y dotarlo de una eventual potencialidad política hoy, aunque por lo menos fuese disparando la imaginación en otra dirección.


En relación con esto, desde su punto de vista, ¿cuáles han sido los hitos o procesos del último tiempo que han potenciado la reactivación de sectores negacionistas?

El negacionismo necesita de la afirmación de que la barbarie no ocurrió, que todo es un invento de los judíos o los comunistas. A mí me parece que esto en nuestro medio en estricto rigor no existe, o no en forma convencida, sino tan sólo como un recurso para esquivar una conversación que, de seguir su curso, termina asumiendo la verdad de esa barbarie, y con cierto orgullo. Acabo de terminar el libro de Nancy Guzmán sobre Ingrid Olderock, y me he encontrado ahí con esta postura de parte de la ex agente de la DINA, pero que es prácticamente lo mismo que me he encontrado en gente, digamos, “común” (de la familia, el trabajo, antiguos compañeros de colegio, en conversaciones escuchadas en el metro, etc.). Esto me causa un cierto vértigo. Y más aún el constatar la distancia entre los discursos académicos y esos otros de la cotidianidad. ¿Qué es lo que ha hecho que esto resurja hoy con tanta potencia? Me parece que el fenómeno es global y, en este sentido, su respuesta difícil. Pero, como he señalado ya, en Chile tiene que ver principalmente con “la inseguridad”, es decir con los discursos que la articulan, en los que no me cabe duda de que las nuevas tecnologías de la información tienen un rol central, y no tan solo como meros “medios”. Tengo la intuición que han sido muy productivos: por ejemplo, debilitando al máximo la capacidad crítica, el simple razonamiento incluso.


¿Qué le parece la labor del Estado chileno en torno a la memoria? ¿Qué políticas del Estado considera importantes en el último tiempo?

De parte del Estado, o promovidos desde él, creo que fundamentalmente lo que tenemos son los informes Rettig y Valech, a lo que podríamos sumar el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, como los diversos lugares de memoria. Me parece que son esfuerzos valorables en términos, al menos, de establecer unos hechos. Políticas recientes, a este nivel de impacto concreto, no recuerdo. Pero el gran problema que veo es que no hay algo, alguna “iniciativa”, que logre dar respuesta, reparación, o que se corresponda con la brutalidad y malignidad de esos hechos acometidos, yo dudo incluso de que el “hacer justicia” formalmente esté a la altura de lo sucedido. Este es el gran problema: nada lo puede estar, lo que en modo alguno podría encaminarse a un argumento para algún tipo de amnistía, es justamente lo contrario. En este sentido siempre recuerdo un pasaje de un documental de Patricio Henríquez, llamado El Lado Oscuro de la Dama Blanca (2006), en donde la agrupación de familiares de detenidos desaparecidos, torturados y ex presos políticos van a la casa del filósofo porteño Sergio Vuskovic a pedir que firme una denuncia como, él mismo, exprisionero y torturado en el buque escuela Esmeralda. Pero Vuskovic no firma. Ese era un gesto ético por sobre la posibilidad de justicia, para el que además se requería de una doble valentía, pues implicaba la sanción moral, por incomprensión, de la mayor parte de los familiares, es decir, la soledad (pero él, amante de Sócrates, sabía de esas cosas).


Desde su punto de vista, ¿Cuál es el papel que ha jugado el oficialismo en torno a esta coyuntura?

Un papel siempre errático, porque no se encuentra realmente concernido por aquellos acontecimientos, la generación que encarna este gobierno va por fuera de cualquier tradición o memoria. El gobierno no es una muestra de continuidad con la historia de las izquierdas en Chile, sino una ruptura importante. Es este un extraño progresismo, pero sin idea de Progreso, y en donde el agenciamiento político es prácticamente un emprendimiento; nativos neoliberales que tratan de diferenciarse de la derecha por algunos “contenidos”, pero con un innegable acuerdo en “lo a priori”. Respecto de tu pregunta el caso de la entrada y salida del periodista Patricio Fernández es muy decidor: no se le debió haber ofrecido el rol de encargado oficial de la conmemoración, ni tampoco él debió haberlo aceptado. Tanto quien designó como el que aceptó van por fuera de una tradición.


En el último tiempo se ha discutido bastante sobre si el proceso de la Unidad Popular fue fracaso o derrota ¿qué puede decir sobre ese debate?

Da la impresión de que es mejor optar por la tesis de la derrota y amontonar datos en ese sentido, porque la lucha da cierta dignidad y una épica recuperable a futuro. Con el fracaso pareciera ser todo peor, algo así como “el problema siempre fuimos nosotros”. Pero me parece que esta diferencia, de sentido común, es sólo aparente, en términos políticos son equivalentes en el caso de la UP, porque la derrota implica asumir una miopía notable respecto de la magnitud del poder que ostentaban los sujetos adversos al proceso y de su capacidad de alianza y coordinación frente a intereses comunes, no hay que ser de derecha para aceptar esto. Si uno mira un filme tan fundamental como La Spirale (Valérie Mayoux, Jacqueline Meppiel, Armand Mattelart, 1976), un documental hecho para organizar la solidaridad internacional con Chile, eso salta a la vista: en un momento se disponen figuras de madera sobre una suerte de tablero de ajedrez, cada una de esas figuras va avanzando hasta que el juego se cierra. Como dije arriba, la UP no fue una bella utopía, fue proyecto político, lucha y estrategia diaria, creo que impresiona mucho lo que duró y lo que logró, pero con unos errores de cálculo político (y capacidad de lograr hegemonía interna) que hacen dudar mucho a su vez de la capacidad de lectura de las condiciones subyacentes y el contexto (por algunos documentos veo que Allende, y su entorno cercano tenía gran lucidez, pero no pudo convencer de la verdad de ese panorama a la UP). Si eso fue así en el momento de mayor ilustración de la izquierda, no veo que podemos esperar hoy.


En su libro La destrucción de Valparaíso. Escritos antipatrimonialistas menciona que “donde hay patrimonio, no hay memoria, ni historia, ni lugar” apelando a la destrucción de la ciudad de Valparaíso que habría comenzado con el Golpe de Estado de 1973 ¿Qué reflexión hace sobre su afirmación en torno a esta coyuntura?

Yo afirmaba eso asumiendo que durante la primera mitad del siglo XX la ciudad de Valparaíso se redefinió principalmente por un entramado social ligado al trabajo portuario, industrial y estatal que, combinado con la migración campo ciudad, como del norte salitrero al centro, cuajó en una ciudad dotada de una particular cultura popular. El Golpe no fue sólo contra Allende y la UP, sino que contra todo ese mundo popular que venía avanzando desde los años treinta. El destino patrimonial de la ciudad, por la década del 2000, asumía lo irrecuperable de ese mundo. Desaparecido dicho entramado desaparecían también las condiciones para la memoria y con ella la posibilidad de la historicidad del mundo popular. Ya no se tendría relación con una ciudad, sino con su escenificación nostálgica, y el objeto más cotizado en esa lógica era el menos posible: la bohemia porteña, pues esta tenía como condiciones fundamentales: un gran excedente económico en manos de los sectores populares y unas normas de residencia estables. Ambas barridas por la dictadura y nunca repuestas, sino asumidas bajo la opción patrimonial.

Hoy ya tenemos la certeza de que incluso esa vía patrimonial fracasó, de ella se benefician los comerciantes de dos cerros y un par de cuadras, no impacta tampoco como fuente de trabajo para los porteños. El panorama es desolador. No hay más que un voluntarismo de iniciativas -subsidiadas- del “vamos que se puede”, pero nada identificable como un proyecto.


En torno a nuestra disciplina ¿Qué rol cree cumple la historiografía en este momento? Para ser más específico aun ¿qué rol cree que cumple la filosofía de la historia en esta coyuntura y cómo debe proyectarse?

Idealmente, en mi opinión, uno pensaría que la historiografía -en torno a los acontecimientos de esta conmemoración- debiera contribuir a la formación de una conciencia histórica. Este es un concepto que suele usarse coloquialmente, pero que en la tradición del pensamiento historicista significa conocer las determinantes y contingencias de las que somos producto, para ver de qué disponemos, o no, para plantearnos objetivos y proyectos con alguna expectativa de realización (se quiere lo que se puede, no al revés), es el punto en que se encuentran historiografía y política, el discurso de la historia con el discurso de la acción. Entonces aquí yo tengo serias dudas de que el grueso de la producción de lo rotulado como “historia” vaya en vías de esto (hay mucha mistificación y discurso legitimante). Pero incluso si la producción historiográfica hoy se encaminara hacia la dirección señalada, haría mías las palabras que un día me dijera el intelectual argentino José Sazbón: “Yo no sabría cómo crear una conciencia histórica cuando de manera tan desproporcionada estamos, en general los intelectuales, desmedidamente avasallados por unas formas de producción de sentido que vienen de los medios de comunicación y que contrarrestan cualquier otro esfuerzo de producción de sentido”.[1] Y es que este mundo no es precisamente un mundo receptivo a la historiografía, aunque sí al pasado vuelto mercancía, como lo es en ciertos casos la producción de patrimonio.

Por otra parte, ciertos desarrollos de la filosofía de la historia hoy (en las líneas de Hartog y Ginzburg, por ejemplo) nos sirven para hacernos cargo de un fenómeno específico de nuestra época: hoy el pasado nos es cada vez menos accesible. Puede sonar poco verosímil o hasta contraintuitivo, pues hace ya mucho tiempo vivimos un boom de la memoria, el patrimonio, proliferan los museos, los films, series y canales de cable que han hecho de la historia su emblema. Además perece ser que la humanidad ha alcanzado una potencia técnica, y un desarrollo tecnológico, que haría mucho más fácil que antes reconstruir el pasado. ¿En dónde se afirma mi constatación entonces? Hablo del acceso al pasado del hombre y mujer comunes, (no necesariamente del de la historiografía, aquella disciplina a la que se le encargaba el conocimiento científico del pasado, y que sigue existiendo aún, pero con cada vez menos relevancia en nuestras vidas, entre otros motivos porque se ha ido privatizando aceleradamente, es decir, se ha convertido en un campo de especialistas que intercambian papers entre sí, un saber cada vez menos público que la institución universitaria anima –bajo estímulos económicos– a desarrollar cada vez más a intramuros)

Me refiero al pasado público, el pasado que está a la mano principalmente a partir de los medios de comunicación, de la escuela, de los museos, lo que ciertos teóricos de la historia han señalado como las fuentes de nuestra “cultura histórica”, el pasado del que se dispone en la vida cotidiana, un “pasado práctico” (en el concepto de White).

Este pasado a la orden del día es la mayoría de las veces un pasado hipermediado, elaborado y hecho familiar, por eso es que nos gusta relacionarnos con él, nos resulta placentero o una fuente de entretención. Y este es el problema, pues el acceso al pasado es en realidad una de las tantas formas de tratar con “lo otro”, lo distinto. Así, al elaborarlo o empacarlo como mercancía –como hace la industria del turismo y el patrimonio– eliminamos su especificidad, su opacidad. Consumir o gozar estéticamente el pasado no significa conocerlo ni relacionarse con él, sino con nuestras propias proyecciones, reforzando así nuestra mismidad y perdiendo la posibilidad de ser interpelados, afectados o desestabilizados identitariamente. Y si esta posibilidad se pierde también se restringe la posibilidad de que se produzca lo otro como futuro. ¿Por qué? Porque la experiencia de extrañamiento que resulta de la relación con lo otro del pasado es a partir de la que podemos comprender que nuestras formas presentes son arbitrarias, producidas y artificiales, y que si se pudo ser de otra forma en el pasado se podría, en principio al menos, ser distinto en adelante.


¿Cree que, a medio siglo del golpe de Estado, esta conmemoración va a marcar un precedente respecto de las que vendrán? ¿Cómo se imagina las conmemoraciones del futuro?

Creo que estamos cerca del punto en que ya no se conmemorará más. En algún momento del siglo XX chileno una generación ya dejó de sentirse concernida por la Guerra Civil de 1991, por ejemplo. Es duro, pero al mismo tiempo es muy claro que mi relación con esos acontecimientos es muy distinta a la de nuestros hijos… no poseen odio, podría decir alguien, y tampoco un saber, diría yo. Creo que esto me excusa de contestar tu segunda pregunta.









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