Sobre Ensayos de una casa, de Macarena García Moggia
- Federico Galende
- hace 2 días
- 8 Min. de lectura

Me gustaría partir señalando que a diferencia de lo que hago casi siempre que presento un libro, leerlo a última hora para comentarlo desde la sensación más inmediata (esto es porque a mí me cuesta mucho pensar sin arruinar las ideas), en esta oportunidad escogí un procedimiento distinto: presentarlo desde la lectura que hice en un día inverificable de este verano. Tiene que haber sido un día de sol, porque recuerdo que lo leí a orillas del mar, sentado en una reposera que le alquilé a una señora en una playa de Mirasol a primera hora de la mañana. La playa estaba como a mí más me encanta, o sea vacía, y como salvo para pegarme unas zambullidas no me separé del libro hasta que lo terminé, cuando alcé mi cabeza noté con asombro lo mucho que se había repletado de gente. Ni siquiera lo percibí. Pienso que esto habla bastante bien del libro, ya que casi nunca un libro que abro por la mañana en la playa pasa la prueba de la invasión que se produce durante la tarde. Llegan los perritos lanudos que ladran, las familias que se van ensanchando bajo el quitasol, los vendedores de cuchuflí, palmeritas, palitos de helado, etcétera. En fin, me desconcentro, más aún cuando hay alguna pelota alrededor. O sea me he dado cuenta que yo bajo a la playa para no estar tan solo, buscando un entorno o algún sucedáneo de compañía, y al final termino desesperándome porque todo lo que es familiar tiene este precio, el precio de una relación. Y las relaciones cuentan con el problema de que muchas veces nos dan cosas que no les pedimos, no porque sean malas en sí, sino porque en cualquier relación hay siempre un destiempo, instrumentos que empiezan a tocar cruzados. En algunas ocasiones esto se puede corregir sin detener la música, en otras no hay nada que hacer, se ha provocado un sobrecalentamiento de la estructura de la que ninguna de sus partes es necesariamente la causa.
Simplemente ocurrió, y sin querer se ha precipitado un milagro, el milagro del desamor, que como creo recordar que señala la autora en su libro se multiplica en todas las penas y en todas nuestras maneras de percibir las cosas. Las percibimos teñidas por una capa muy pálida, y Macarena tiene la gracia, o tal vez la valentía, de partir asumiendo en el ensayo el vacío que nos cobra en moneda real lo que antes era una especulación financiera de la imaginación. Entonces quedamos tirados en medio de la carretera, nos miramos los pies y decimos, como lo vi una vez en una película, “amiguitos míos, un vez más todo el camino es nuestro”. Es una frase evidentemente canchera, porque pareciera que se la pronuncia desde la angustia, que como dirían los filósofos de la existencia es el nervio invisible de la libertad, cuando en realidad se la está pronunciando desde cierta elaboración. En este sentido el ensayo de Macarena no me pareció que fuera un ensayo estrictamente confesional, al menos no en el sentido que a esa palabrita le dieron Lowell, Sylvia Plath o más recientemente Didier Eribon, quien acaba de publicar un escrito en el que confiesa cómo su condición de homosexual le permitió durante mucho tiempo esconder un origen de clase que lo avergonzaba. Tampoco lo leí como un ensayo meramente autobiográfico, si por esto se entiende el desnudamiento del Yo en la playa permisiva de las palabras. Lo entendí como un ensayo que trata otros asuntos, que va por otro lado, como por ejemplo el de cuáles son las palabras con las que escribir bien después del diluvio, no en el instante mismo, sino una vez que ha amanecido y contemplamos desde una ventana el entorno arrasado. No ha quedado nada, nada que no sea un vacío que parece recién lustrado y que de alguna manera nos invita a estrenarlo. Es un momento confuso pero también precioso, porque es un momento en que la actividad del pensamiento se retira un poco para dejarle a las cosas una porción mayor de visibilidad. Y acá está el punto (lo que yo llamaría la papa, para ponerme a tono con algunos colegas, en chiste porque la considero una expresión no solo maleducada, sino también profundamente inmoral), el modo en que Macarena interpreta en este libro qué es un ensayo, tocando, como diría Lukács, el alma de las formas. Si no lo comprende ni testimonial ni confesionalmente, es por la sencilla razón de que en todos sus libros, en éste y en todos los anteriores, hay entre ella y la vida vivida un detalle, y este detalle son las ventanas, que no sitúan solo un límite impreciso entre el adentro y el afuera, sino también entre lo que puede caerse del existir porque pesa y lo que puede cobrar una ingravidez y hasta levitar, quedar flotando en una nube de palabras que la autora se tomó el trabajo de secar con mucha ternura, con mucha paciencia, para que no cedan ni a la desesperación ni a la presión de las ideas. No es que en su ensayo no estén las ideas, claro que están, pero hay que extraerlas de la ligereza de las formas, no de lo que comunica el contenido. Puede ser que estando ante la ventana el pensamiento se ponga a soñar, por ejemplo con irse muy lejos, con abandonarlo todo e incluso a sí mismo, como sucede en la literatura de Kerouac, o puede ser al revés, que se disgregue en puntos neurálgicos que requieren del encierro para condensarse, como sucede en la literatura de Kafka. Estoy hablando de formas extremas, ya de un lado están las aventuras de la libertad que angustia y del otro las afinaciones que nacen del ensimismamiento típico de las fobias, las palabras que vuelan hasta desaparecer y las que por el contrario se adelgazan hasta quedar convertidas en una pequeña larva, tan pequeña que ya no hay cómo lastimarla. Dónde está mi casa y cómo consigo llegar a ella es una pregunta que cualquiera se hace incluso en su casa —cuando la habita con otros—, pero qué tiene de malo que se la conjugue con una pregunta sobre el horizonte, en cuyo confín nos podríamos volver tan imperceptibles como cuando nos encerramos. Son preguntas igual de valiosas, ya que desde mi perspectiva un pensamiento, y más aun un texto, vale por lo que lo divide, no por lo que le da una coherencia, y por eso pienso que todas las personas del mundo debiesen tener una casa y la posibilidad a la vez de no estar en ellas. Este pensamiento mío incluye a todas las niñas y todos los niños del planeta, quienes también deberían tener su casa, y no estar todo el tiempo molestando en la de su papá o en la de su mamá. A lo mejor tendría que ser una casa no tan grande, ya que ellos saben perfectamente cómo perderse en una casa pequeña. ¿Cómo se pierden? Bueno, esto siento que ya se explicó mucho: se pierden caminando por unos laberintos que no existirían si las palabras de las que se apropian no los hubiesen previamente inventado. Las niñas, los niños, emplean las palabras de las que se apropian para abrir los cerrojos que los conduce a su mundo privado, un mundo en el que nadie más puede penetrar. Por eso las hacen suyas, porque no las emplean para nombrar las cosas que existen, las emplean para crear una realidad que no está a la vista. Esto quiere decir que no hay nadie que use las palabras de un modo más real que los niños, y en este aspecto los ensayos que más me gustan son justamente estos que, como el de Macarena, pescan esto con enorme inteligencia: la de tratar los temas más complejos de la vida sin apartarse nunca de la minoría de edad de un tono de infancia. Este tono está hecho de palabras a las que les falta una parte, la parte que quedó detrás del vértigo o la parte que sostiene misteriosamente en el aire un copo flotante de sentido. Una atmósfera sentimental. Se percibe con claridad en la manera con que inicia su libro, con ella abrumada por muros de vocablos que no alcanza a descifrar (“es muro es mero muro es mudo mira muere”, como escribiría Pizarnik), y también en la manera con que lo termina, contemplando desde la ventanilla del colectivo que recorre el tramo Viña-Santiago tres casas abandonadas en las que siempre se fija, recordando que no es la vida o el mundo lo que transcurre, sino uno dentro de ellos. Tanto el principio como el final están ilustrados por dos fotografías que le facilitó Vicente Undurraga, y se puede observar que estas dos fotografías aparecen a la vez superpuestas en el collage que entiendo que Nicolás Sagredo diseñó para la portada de Alquimia. Impresa sobre esas dos fotos que se superponen, y con el propósito de crear el efecto de que se las observa desde una ventanilla, asoman las hojas de un arbusto, que se inclinan levemente hacia abajo pero que al mismo tiempo permanecen suspendidas en el paisaje. Parece ser un jazmincito de monte, cuyas hojas dan la impresión de armar entre sí una coreografía poco ensayada, pero que sin embargo forma, como diría Lucrecio sobre los átomos, rondas de figuras que se desvían del camino multiplicándose en todas las direcciones. Este detalle es muy relevante, porque observado de cierta manera anticipa el estilo del libro. Lo voy a explicar medio heideggerianamente, ya que en el pasado yo fui un estudioso de este filósofo tan alemán. Como es una planta, se desarrolla en una forma no-finita, porque cualquiera sean sus dimensiones tiene por delante una totalidad dentro de la cual puede alzarse, descender o ramificarse, pero sin salirse de esa totalidad, porque es una planta y las plantas tienen raíces. Entonces esas hojas temblorosas y desprovistas de nombres que las distingan resumen la actitud del ensayo, que a lo largo de sus páginas cambia los muebles de lugar y arma vínculos impensados entre las cosas con párrafos que les extraen sus rumores y sus murmullos sin forzarlas, solo a través del roce. Estructuras que estallan y sedimentos que vuelven a juntarse de otra manera a través de pequeñas historias truncadas que apelan a elipsis, desvíos, encuentros y desencuentros que no figuran en un plan de escritura. Esto le permite a Macarena colar de contrabando teorías que brotan con toda naturalidad del tronco común de una escritura que va por delante de ella. Personalmente, son las teorías que más prefiero, no porque las prefiera en sí mismas, porque yo suscriba cada una de esas teorías, sino por la elegancia silenciosa con la que se desprenden de un forma particular de escribir. Si este ensayo es precioso, es porque no sacrifica la escritura en el imperativo de comunicar el estado de las cosas, más bien cambia de lugar las palabras para que las cosas sean distintas. Sabemos que si son siempre las mismas, que si una mesa, una cama, una puerta, un cigarrillo en la boca, un televisor encendido, un libro muerto de pena son siempre lo mismo, el hecho de nunca olvidarlos, como diría Borges, podría volvernos locos. Así que escribir es también ponerse a olvidar, hasta que de a poco, muy lentamente, van desapareciendo de la cama, de la cocina, de las sábanas y de la mesa, las huellas de una historia con la que un día habíamos pensado que íbamos a ser felices. Si todo empieza y todo tiene un final, hay que pensar que la tristeza también, como si un peso empezara a ceder. ¿Cómo termina esa canción? Diciendo se va, se va, se va… se fue.