Verdadera culpa
Desde chico me han fascinado los agujeros negros. Perdí hace mucho tiempo la copia de mi padre de la Historia del tiempo, o bien la presté y la perdieron, que es lo mismo. La recuerdo con ambigüedad como un libro fantástico –años después, El Aleph de Borges me devolvió la misma sensación. Mi conocimiento sobre los agujeros negros alcanza apenas a divagar en las cuestiones metafísicas y teóricas, pero cuando al leer el párrafo que contiene las ecuaciones se cierra en mi ignorancia. Toda lectura requiere de algún entrenamiento. Aun así, sus conceptos, el umbral que detiene el tiempo (llamado el horizonte eventual) y la perpetuidad de la caída, siempre me calaron. Nunca lo relacioné con mi educación católica, la culpa, hasta que vi la primera y excepcional temporada de True Detective: cuando Rust Cohle llega al final del agujero de carcosa, persiguiendo al villano, antes de que lo sorprendan y le claven un cuchillo en el estómago, tiene una de sus tantas visiones o flashbacks: un gran agujero negro en la noche azul eléctrica. Luego, en el epílogo de la serie, relata su revelación a su compañero Marty: “Hay solo una historia: luz contra oscuridad”, que para mí es lo mismo que oponer el bien contra el mal, y el espacio ambiguo e infinito que se abre entre los dos, la culpa de algunos, o el tránsito descuidado entre un borde y otro de otros. Pensé, cuando lo vi y lo pienso cuando lo vuelvo a ver, que mi fascinación u obsesión radica en la culpa, menos explicable o menos abordable que la teoría física, y que para mí es esa culpa la que detiene el tiempo, la expansión de la vida, el crecimiento y la maduración.
La culpa es el agujero negro que amenaza con contenerlo todo.
Ahora mismo, mientras tipeo estas palabras, pienso en castigar este trabajo que enturbia otros deberes domésticos, o la responsabilidad afectiva de la convivencia, o el trabajo remunerado que ha quedado pendiente. Me detengo, transito en la quietud histriónica, pierdo el flujo narrativo, divago en figuras retóricas. La culpa absorbe todo con la fuerza de una estrella muerta.
La teoría indica que para un observador, un objeto que entra en el horizonte eventual de un agujero negro cae inmediatamente en su oscuridad, sin transición, pero el objeto experimenta otra realidad, queda detenido a perpetuidad en ese horizonte, sin posibilidad de regresar, pero nunca cayendo, como las ruinas que detallaba Baudrillard y que bien comparaba con las carreras armamentísticas de las potencias que, en sus palabras, previenen el apocalipsis nuclear. Como en Pompeya: el objeto es una ruina que nunca deja de caer.
En ese espacio, el objeto culposo mira en retrospectiva, teme la caída, añora el edén, y se aflige, a sí mismo, y a los otros objetos atrapados en el horizonte. Ese horizonte abre un espacio donde la culpa se puede sentir a piacere, mas no previene ningún comportamiento, ya que su perpetuidad lo permite todo. La consigna de Burroughs, tan citada –“Nada es verdad, todo está permitido”– se desnuda de su carácter nihilista y muestra su cizaña católica, un embrujo para experimentarse en el horror. El lugar culposo, eterno y cíclico, es precisamente el hogar del daño sin caída, ciertamente una plétora de amenazas sintomáticas y traumas sociales, alcoholismo, violación y tedio, pero sin destierro, y sin salida.
Cuando pensábamos que todo estaba permitido, ¿era para avanzar hacia el horizonte o para prevenir la caída?
La culpa es la esperanza sin voluntad tanto de la caída como de la vuelta atrás. Es el coqueteo semi inerte (algo de valor debo atribuir a estas reflexiones) entre la luz y la oscuridad del detective. Entre la ley y la corrupción de la ley. Entre el apego y la desafectación. Entre el dolor masoquista y el goce sádico. Un aparato determinado y determinante que funciona como cadenas kilométricas ancladas a un yunque cuyo peso solo podemos intuir.
¿Es la culpa estrictamente un aparato católico? ¿Tenemos algún otro nombre para el arrepentimiento impávido pre monoteísmo instalado? Hablo de la ambigüedad antes de la rabia y el castigo impuesto por los hombres en nombre de Dios. Pareciera ser que, como el loco florece con el ocio de los leprosarios franceses, toda esa estructura inútil post pandemia, el culposo es otro personaje inventado que transita el borde definido por los hombres de ley, inventado para corregirlo pero, como el loco, encerrándolo con un objetivo distinto del moral.
Buscamos sanar al loco pero lo obligamos a trabajar, Foucault nos cuenta en Historia de la locura en la época clásica. ¿Qué se esconde en la altura moral de la culpa, su aparente corrección? ¿Sumisión? ¿Entumecimiento? ¿Desorientación? ¿O simplemente la oponemos a la vergüenza, como aseguran otros teóricos, y así evitar el suicidio ritual y perpetuar la mano de obra?
Rust, el verdadero detective, sobrevive a sus heridas pero no entiende cómo ni por qué. Su culpa lo convertía en merecedor de la muerte por terceros, pero no sentía vergüenza: era incapaz de tomar su propia vida. Y sobrevive para darse cuenta de que nada se ha resuelto y la batalla continúa. La culpa sobrevive y lo recluta para su ejército moral. Se alinea con el bien, que es el mal de sus enemigos ocultos. La dualidad no cesa. Cae al horizonte tras resolver su caso y sobrevivir y ahí perdura.
La culpa, tal como un agujero negro, opera en los confines y en el centro, y su fuerza mueve toda la organización del sistema al que pertenece. O bien el sistema le pertenece a ella y es su gravedad increíble la que mueve los hilos de las voluntades o los miedos. Conozco y me conozco: tanto esfuerzo controversial por abandonar una culpa que lo único que hace es permitir la reincidencia del dolor, nunca avanzando, redundando en el error, el horror, el daño. Suspendiendo incluso el conocimiento íntimo, reemplazándolo por la inercia del chicote, la voz severa de Dios, el castigo que pronto adviene.
Solo algo me aclara esta reflexión: la culpa se siente, sí, pero debemos observarla. Podemos toparnos, quizá, con la revelación que temprano recibí en mi adolescencia por parte de un buen amigo: “Cuando sientes culpa, siempre se trata de alguien haciéndote sentir culpa”. Quizá, tras apropiarnos de esa revelación, podemos finalmente caer. Eso, porque a eso debemos aspirar si tenemos dignidad. Sabido es que tras cualquier acción o inacción no hay vuelta atrás. Pero desplomarnos, mantenernos ahí, caídos, nos da perspectiva. Las cosas se observan en diagonal, quebradas, y empatizamos más y mejor con quien da tumbos y erra. Vivir el daño, cuando decidimos dañar. Vivir el daño cuando nos dañan. Vivir el daño cuando hay daño. Sin ese momento que elude, sin esa observación, sólo cedemos al tránsito, la corrección, las estatuas morales. Caemos esperando ponernos de pie y el primer verbo pierde ímpetu o virtud. La resiliencia, otro ardid para otra reflexión, mengua la empatía. Triunfa el new age, la autosuperación, el culto, los popurris de psicologías coach-ontológicas. La revelación del yo exacerbado que busca su gloria paradisíaca y se estaciona en su atalaya moral, donde todo ve, todo cubre, todo conoce y nada añora. Sacerdotes que se masturban predicando la abstención. Deseando en secreto que todo caiga menos ellos, que son el cielo y la ley. Sin observación de la culpa y la caída severa, no hay otra cosa que moral esponjosa y peor, vengativa.