Antipolítica
Las impresiones de las masivas marchas entre octubre y noviembre del 2019 dejaron la imagen, entre los más entusiastas observadores, de un “laboratorio del futuro”: aquí está lo nuevo, aquí muere lo viejo, se cuestiona todo el presente, y se ensayan las formas de vida que vendrán. El 2019 la rebautizada “plaza dignidad” parecía ser el lugar donde moriría el neoliberalismo, el patriarcado machista, el racismo colonial y el especismo antropocéntrico. El 7 de mayo de 2023, el partido que encarna la posición de derecha más extrema, la antipoda de todo octubrismo, arrasa en las urnas, en una elección donde se elegirían los nuevos consejeros para finiquitar el asunto de la nueva constitución para Chile, luego de que – recordémos - el primer intento fracasara estruendosamente el 4 de septiembre de 2022.
¿Cómo entender esto y de qué estamos hablando?
Se trata de una derecha que no tiene ningún problema con el capitalismo, con la familia monógama patriarcal, reivindicar la hispanidad, o hacerse un asadito con especie no humanas. Pasamos de una revuelta que parecía poner de cabeza a todo un sistema, a una reacción pro – sistema que colocó sobre sus pies a la misma sociedad. Entonces el pueblo, ese extraño y anónimo ser colectivo, vuelve a ser llevado al banquillo de los acusados: por “facho pobre”, por creerle a sus amos, imitar sus valores queriendo ser como ellos; de incoherente, por querer cambiar la constitución pinochetista y votar por quienes siempre se opusieron frontalmente a ello; de manipulable, por ser una masa moldeable por matinales, fake news y tiktoks hábilmente ocupados por la derecha y sus infinitos recursos económicos; insustancial, pues esa muchedumbre en Chile – supuestamente sin raíces, historia o identidad - ha sido esculpida al talle del neoliberalismo imperante, primero con el terror impuesto por la bota militar, y luego con la seducción del consumo y el espectáculo.
Todo este trato hacia el pueblo da a entender que para algunas y algunos iluminados ese pueblo no es ningún nosotros sino sólo la parte que calza con sus convicciones previas y sus marcos ideológicos dispuestos de antemano. Oscila la representación de lo popular entre la divina voz de las y los excluídos - el fuego inextingible de la protesta contra todo orden – y la reducción a un pestilente barro de ignorancia, resentimiento, sumisión y vulgar consumismo.
Se impone la idea de un péndulo de las preferencias. Deambulando sin representantes, líderes o dirigentes que realmente merezcan su respeto y afecto, el pueblo da y quita su favor mediante el voto. Pareciera que se da el gusto de experimentar, desde la decepción y desencanto, primero con la izquierda y luego con la derecha. Y cada vez más oscila de un extremo del arco político hasta su opuesto ideológico. Así, “como si nada”. Como si nada de eso fuese realmente tomado en serio, porque en el fondo sabe que todo, más allá de cualquier esperanza u entusiasmo, está sumido en una profunda y nauseabunda crísis y decadencia.
Se puede llamar a eso que está a la base de diversas formas: malestar, descontento, desconfianza con la democracia y la política, pero cuaja en algo que preferimos denominar un ánimo antipolítico. La antipolítica es un sentimiento de rechazo a la política en su sentido convencional, formal y tradicional.
¿Qué es lo que se rechaza, en concreto? En primer lugar la idea de la política como “arreglines” entre políticos, a favor de su propia casta, y que tiene nulo o negativo efecto en la vida del ciudadano/a de a pie. Peor aún, la actividad prudencial, dialogante y deliberativa de la política, que por su naturaleza requiere tiempo (más aún cuando la sociedad no se vuelve más simple) choca con que vivimos tiempos impacientes, ansiosos, bastante dados a la frustración.
En segundo lugar, el sentimiento antipolítico parece castigar una política, y una manera de gobernar, que se autosatisface en su propia concepción de mundo, creencias ideológicas y agenda política, y que actúa con total indiferencia, desconocimiento y prepotencia ante las experiencias y sentimientos de “los de abajo”. Parece que hoy se trata duramente el narcicismo, la arrogancia, el ninguneo, pero también la incompetencia y la falta de solemnidad en las autoridades.
Tercero. La falta de determinación y la ineficacia, la incapacidad de actuar con sentido de urgencia, realidad y oportunidad, exaspera a la ciudadanía y transmite la imagen de negligencia que termina en una marcada sensación de abandono. “No hace bien la pega”, podríamos resumir. En sintesis, la antipolítica nace de la experiencia de una política devenida elitista, narcicista, ineficaz e indolente. Sin embargo, la antipolítica no se queda con la queja pasiva, sino que ocupa los mismos mecanismos electorales para expresar su rabia (de aquí que el voto blanco, nulo o el enojo con el voto obligatorio sea tan evidente)
La antipolítica pavimenta las demagogias (que hoy insisten en denominarse como populismos). La promesa del “hombre fuerte” – que, sin embargo, no parece ser tan distinto de los vicios y virtudes de sus votantes – va acompañada de un recetario de soluciones simplonas a problemas complejos y muy reales. Frente a la falta de sinceridad y autenticidad del político convencional, el nuevo héroe demagógico o populista es deslenguado, desvergonzado, fuera de toda corrección moral o política. Parece dar expresión y condensar un resentimiento contra grupos de la sociedad que han logrado concentrar mucha atención para sus reclamos políticos y sensibilidades éticas, y se los acusa de crear una agenda que se asocia a minorías intelectuales y a estilos de vida de una clase media urbana, jóven y acomodada, con la vida bastante resuelta. Unos “progresistas” y “globalistas” que ahora gobiernan como una efebocracia que desprecia las visión de vida y valores de las generaciones mayores, y que se pasan por el culo los símbolos patrios.
Así, lamentablemente, las importantes causas del feminismo, las disidencias sexuales, el ecologismo o los pueblos indigenas han sido asociados a una retórica de la víctima y de los ofendiditos, a la llamada izquierda “identitaria” y a una estridente moralización de los debates políticos. Hábilmente la derecha ha importado estos encuadres desde el norte, y le han funcionado bastante bien, viralizándose por las alcantarillas y catacumbas de las redes digitales. Todo esto, por supuesto, fermenta en un espacio digital de opinión y debate político empapado de un exceso de emocionalidad, desde el que se orquesta la rabia antipolítica como un trolleo continuo entre tribus, donde toda gramática, racionalidad y civilidad se corrompe.
Y esto funciona porque el desencanto con la política viene de más atrás: los políticos se han alejado de las vivencias de sus electores; habitan en burbujas residenciales, sociales e intelectuales que los vuelven ciegos e indiferentes a lo que realmente pasa a sus gobernados. Se han vuelto celebridades: aprovechan su popularidad para hacer negocios, hacer contactos internacionales o perpetuarse en el poder, y tienen más en común con sus financistas que con sus adherentes. Se han profesionalizado tanto que sus doctorados en Europa e Inglaterra los hacen perder la perspectiva de lo que ocurre en San Joaquín o la Cisterna. Desde sus pedestales morales critican y hacen reprimendas a los gustos, estilos de vida y preferencias del hombre común, a quien sólo consideran a la hora de pedirles su voto para ser re-electos.
¿Cómo conectar todo esto con los desordenados eventos de nuestro pasado reciente? Si la irrupción popular del 2019 tuvo algún destello de verdad es lo siguiente: hay un profundo descontento con el costo, la calidad y el sentido de nuestra vida en común, que parte de cuestiones muy concretas y termina en una experiencia profunda de orfandad y soledad. Lo concreto apunta a lo caro que resulta vivir con inflación, a lo difícil que se ha puesto conseguir y mantener empleo, al peso agobiante de la deuda y a la precarización creciente del trabajo.
La calidad tiene que ver con el empobrecimiento de la experiencia de vida: no sólo la inseguridad frente a la invasión del narco y la delincuencia común, sino a la decadencia de los espacios públicos, a la incomodidad que se viven en tiempos de traslado y espera, a la desértica fealdad de plazas devenidas en peladeros, a una infraestructura común destartalada y sucia, al trato grosero y desganado en la burocracia pública. Esta sensación se encarna, de forma particularmente dolorosa, en las escuelas públicas, y en la evidencia de un declive material y pedagógico que no parece importarle a ninguna autoridad. La pandemia y la inflación sólo empeoraron el costo y la calidad de vida para las familias con menos recursos, que en gran medida pagaron la crisis con plata de su bolsillo. Y la desprotección los hizo, lógicamente, reorientar sus preocupaciones hacia las cuestiones más concretas e inmediatas – seguridad, retiros de fondos de pensiones, empleo, etc. - despreciando la importancia del proceso de creación de una nueva constitución, cuyos errores no forzados y reinicios terminaron por agotar la paciencia del electorado.
Finalmente, el sentido de la vida en común está desapareciendo: ya sólo el cuento del individuo que se salva sólo permanece en pie, y no parecen haber buenas razones para estar juntos, ni sentirnos orgullosos de ser parte de lo mismo. A veces da la impresión que la política no es más que la producción de eventos, una cuidada puesta en escena donde el publicista es el llamado a crear la legitimidad. Qué error es creer que la convivencia se arregla con espectáculos y carnavales masivos. Ni la juerga colectiva ni el disciplinamiento policial de lo urbano, son, por sí solos, sinóminos de una convivencia que trabaja en sanar sus fracturas. La buena política, en este sentido, sólo puede entenderse como la creación democrática de un orden justo, a través de instituciones fuertes bajo el respeto de la ley, que permita la igual libertad de los ciudadanos, y promueva su prosperidad creando, a pesar de todas las contingencias, un sentimiento de confianza en el futuro para las nuevas generaciones. Que a nadie se le ponga el pie encima, ni se sienta esclavo por su condición social. Eso es, a mi jucio, verdadero republicanismo.
Cuando la política como arte de crear un orden para la convivencia justa fracasa de forma tan patente, el otro, el vecino, el transeúnte, el compañero de trabajo, se vuelve un enemigo del cual desconfiar y al cual doblegar. La decadencia de la política durante tiempos turbulentos sólo anuncia la instalación entre nosotros de una violencia cada vez más feroz, cotidiana e imparable. En una notable frase de La Política de Aristóteles, dice el filósofo: “pues así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley y la justicia, es el peor de todos” y más adelante añade: “La justicia, en cambio, es un valor cívico, pues la justicia es el orden de la comunidad política, y la virtud de la justicia consiste en el discernimiento de lo justo”.