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Aquí no pasó nada

Creo que todos recordamos con una cierta picardía la irónica situación que vivió Clemente Pérez, el día 16 de octubre de 2019, unos días antes del “estallido”, cuando, refiriéndose a las evasiones masivas realizadas por los estudiantes de segundaria, señalaba que estos acontecimientos no tenían el apoyo de la ciudadanía sentenciando con una frase lapidaria “Cabros, esto no prendió”.


Ya han pasado 5 años y sigue siendo un desafío comprender las fuerzas que desestabilizaron la inercia social en la que vivíamos. Hoy, con harta agua pasada bajo el puente y dos procesos constituyentes fracasados en el cuerpo, seguimos con una sensación permanente de crisis y debacle institucional que, sin embargo, convive con una extraña inmovilidad sociopolítica. Interpelan las preguntas acerca de la cualidad de los movimientos sociales que hemos vividos. ¿Por qué un discurso moviliza y otro resulta estéril? ¿Por qué en un momento se anhela algo nuevo y luego vuelve, implacablemente, el instinto conservador? ¿Por qué en algunas circunstancias se hace intolerable la injusticia social y luego se la reniega sutilmente?

 

Estos tiempos, tan abrumadores, dejan correr mucha tinta. Cada cual, desde su disciplina, intenta esclarecer la complejidad de nuestra época. Como bien lo intuye Pablo Aravena “nuestro tiempo se ha vuelto indeducible”. Debemos hacer frente al pesimismo del mundo intelectual, a la caída de los metarelatos, aceptar el fin de la historia, del sujeto histórico, de la modernidad, que a su vez deriva hacia las complejidades de una serie de “pos”: posmoderno, poshumano, posverdad, posnarrativo. Un mundo líquido que marca el fin de una era quedando sin señales de un nuevo horizonte. Sin garantía de futuro, vuelven a surgir, como también sucedió en otros tiempos, las fantasías apocalípticas. Se conjuga la experiencia de un pasado perdido, de un irremediable y doloroso duelo, que nos enfrenta a las desilusiones generadas por promesas que nos iban a devolver un paraíso extraviado. Cabe asumir, ante esta nueva caída, que seguiremos tropezando con la misma piedra, esa roca dura que nos enfrenta a un mundo y un existir sin significaciones preestablecidas. 

 

Las pesadumbres psíquicas se hacen presente a través del manto depresivo que ha infiltrado todos los rangos etarios. Frente a una época marcada por una ruptura entre generaciones, lo depresivo es lo único que nos une. Este estado, caracterizado por la agonía del deseo, ¿Es el síntoma de un duelo no resuelto? ¿De una alienación infranqueable? ¿De una abdicación frente a los imperativos del goce?

 

No hay duda de que estamos ante una crisis de lo político y que la inercia, su opuesto, ha conquistado los territorios de lo posible. Entonces, frente a demostraciones grandilocuentes de energías y emociones surgidas desde el estallido y la parálisis total de las reformas que pretendían responder a las diversas causas que habían sido vociferadas, ¿Prendió o no prendió, cabros?

 

Parecemos vivir en un mundo de gran efervescencia. La era de la información nos hace experimentar una sucesión infinita de acontecimientos, sin embargo, esa velocidad, no es la velocidad de las posibilidades de lo sociopolítico. Tanto dinamismo informacional no implica en absoluto reales movimientos en las esferas de lo político, esto último entendido, como diría Jorge Alemán, como aquello que disloca la inercia que implica lo social y permite una apertura hacia posibles derivas.

 

Dos discursos han llegado a movilizar la esfera social en estos últimos tiempos. Uno que generó apertura y que proviene del movimiento feminista del 2018 y otro, proveniente de las llamadas derechas alternativas lideradas por tipos con Trump, Bolsonaro y más recientemente Milei, que proponen conservadurismo disfrazado de rebeldía al statu quo.

 

Los movimientos feministas y de las minorías sexuales han generado un enorme impacto en nuestro sistema moral. Una generación joven se identificó con las denuncias al sistema patriarcal, a través de las nociones de lo subversivo, lo disidente y lo neurodiverso. Estos significantes quedaron cargados de sentido, impregnados por una fuerza vitalizadora que pujó el cerco de los límites del Otro patriarcal. Este proceso identificatorio nos tiene que interpelar en la medida en que responde a una necesidad que lo social no lograba abarcar. Lo “Queer”, lo “torcido” son significantes que ofrecieron un espacio habitable en un lenguaje, pausando una errancia simbólica juvenil. Este conflicto no develó únicamente la estructura patriarcal, hizo patente su asociación con el capitalismo neoliberal. Estas dos estructuras generaron, a su vez, un match perfecto con los nuevos dispositivos tecnológicos ofreciendo las condiciones suficientes para el crimen perfecto. Los movimientos feministas no pudieron enlazar una fuerza transversal que abarque luchas universalistas, un lugar común frente a la opresión y vulnerabilidad sentida durante el estallido.

 

Lo que ha quedado inalterado hasta el día de hoy es la imposibilidad de reflexionar e incidir sobre los síntomas de la estructura neoliberal. El estallido fue interpretado como un grito de desesperación ante la indignidad vivida en un sistema económico tan desigual. “Hasta que la dignidad se haga costumbre” y “no era depresión era capitalismo” nos pueden orientar hacia esa dirección.

 

Pero ni la más grande revuelta en democracia ha logrado mover la aguja y esta situación nos obliga a pensar en la inexistencia de un “espacio potencial” para lo político. Hoy, la mayoría de los chilenos piensa que el estallido fue negativo para el país, dejando este evento social como un mero “error en la matrix” sin elevarlo al estatuto de síntoma que dice algo acerca de nuestro desgarro, evidenciando hasta qué punto el neoliberalismo en Chile es como un gato que siempre cae sobre sus cuatro patas.

 

La inercia en lo político tiene relación con las secuelas de la cultura neoliberal y sus condiciones de existencia que arrasa con la capacidad germinativa y fomenta la depresión y la adicción. Y sin embargo, no podemos dejar de creer en el neoliberalismo. Sufrimos reproduciendo lo que creemos es nuestra salvación. El capitalismo se sostiene porque el sujeto adquiere un cierto grado de complicidad con su promesa: acumular riqueza como vía por la cual asiento mi seguridad e independencia ante el lazo con el Otro, soñando con el lujo y la sobre exposición mediática de los Kardashian y la capacidad de emprender de Jeff Bezo o Elon Musk. La idea de “lo común” se ha, extrañamente, transformado en el significante de la amenaza a las posibilidades de emancipación. Cada crisis, en las que proliferan el miedo y la incertidumbre, vuelve a erigir, a través de sus portavoces, el neoliberalismo como el único rescate posible. Este es nuestro goce social. Los liderazgos de Trump, Bolsonaro, Milei destituyen los medios, la ciencia, el estado, la democracia y sus políticos, pero no piensan el capitalismo neoliberal, lo exacerban. La “mera vida” en lo neoliberal es asegurar la supervivencia, pero “El superviviente equivale al no muerto, que está demasiado muerto para vivir y demasiado vivo para morir” (Chul-Han, 2014). Esa es la condición del sujeto neoliberal depresivo y adicto.  

 

Lo neoliberal y las redes sociales introducen dos imperativos que llevan al burnout del sujeto. Por un lado, la exigencia del goce favorece la dependencia a objetos configurando una ilusión de autosuficiencia con relación al Otro. Por otro lado, el imperativo de optimizar el yo con el fin de responder a demandas ilimitadas.

 

En la adicción el sujeto, empujado por sus impulsos, desencadena un funcionamiento evacuativo de la tensión, con escaza elaboración simbólica, rechazando los límites que impone el Otro. El encierro en un goce monádico conlleva el deterioro de la construcción fantasmática y de la vida en el lenguaje. Recalcati señala que el uso de sustancia tiene un carácter analgésico, amortiguando los embates de la realidad. Pero existe otro tipo de uso que él llama “normódico” y que, en vez de buscar la separación con el Otro, genera una identificación adhesiva, acrítica, impersonal con el Otro social. Presenta la cocaína como un tipo de sustancia que fomenta la adaptación al discurso de la cultura hipermoderna. Por mi parte, agregaría la adicción al smartphone y las experiencias en las redes sociales en esa misma esfera.

 

El estilo depresivo, por su lado, abdica ante la imposibilidad de tener éxito frente a las demandas ilimitadas del Otro neoliberal. La inclinación hacia lo depresivo nos enfrenta al desvelamiento de la crudeza de la vida, desnudando el sinsentido de nuestra existencia. El sujeto se ve forzado a reconstruir una y otra vez su imagen para compensar su inadecuación esencial. Los “likes”, o la falta de, han hecho demasiado evidente la dolorosa sujeción que nos ata al Otro. El discurso capitalista ilusiona presentando el consumo como una promesa de reencuentro con lo faltante. Recalcati señala que la cobardía moral consiste en la oposición obstinada al carácter irreversible de la pérdida. Esa cobardía es la fuerza que permite el sostenimiento de este discurso. Ciertas interpretaciones que explican el estallido social chocan con la oposición infantil a hacerse cargo de un duelo, el de reconocer que nuestro sistema socioeconómico no resulta tan prodigioso, que el oasis del expresidente Piñera sigue siendo para muchos un espejismo, que mucho de nuestros lazos no se sostiene en la cooperación, por lo contrario, en la agresión de unos pocos sobre una mayoría. Cuesta aceptar que las figuras idealizadas que lideran el sistema “nos están cagando” y que nuestras expectativas se sostienen sobre quimeras y autoengaños ¿Sino cómo entender la postura irreflexiva y acrítica de los votantes ante figuras políticas que evaden impuestos y eluden los controles a través de paraísos fiscales y un sinfín de comportamientos antisociales?

 

La agonía del deseo en nuestra sociedad arrastra a su vez otro aspecto fundamental de nuestra experiencia vital. El gusto por explorar, conocer y construir un saber, que encuentra su fuerza en la pulsión de vida, se ve amenazado en un ambiente que propicia el empobrecido circuito del goce. Esta pulsión empuja hacia preguntas fundamentales acerca del origen, la sexualidad y la muerte favoreciendo la producción creativa de los procesos culturales, sus símbolos y la construcción de discursos con las características de lo político.

 

El capitalismo neoliberal y su conexión con lo sociodigital ha obstaculizado la relación investigativa que sostiene el sujeto con la alteridad. La curiosidad, presente en todos los niños/as, refiere a una disposición de apertura, de observación contemplativa que implica un más allá de la tendencia narcisista. Posiciona al sujeto de una manera excitante ante lo desconocido. La pregunta es su paradigma y la respuesta su desvanecimiento. La posverdad y las fakes news desmantelan justamente el carácter investigativo al ofrecer “certezas” que refuerzan percepciones, prejuicios y creencias. Los algoritmos que alimentan los sujetos con información que respalda sus percepciones engañosas muestra el goce que se efectúa en la posverdad: la exacerbación del permanente retorno de lo mismo dejando atrás una estela de “parálisis de la imaginación” señalada por la filósofa Mariana Garcés.

 

Chul-Han señala que la multitud indignada, a través de lo digital, es fugaz y dispersa. No engendra ningún futuro. Agrega que esa fugacidad no permite desarrollar una energía política porque falta un nosotros, una acción común.  Aunque muchas indignaciones masivas si han llevado a movilizar ciertas agendas políticas, coincido con la idea de no futuro.  La labilidad de las identificaciones mostradas por el electorado muestra la poca capacidad que ha tenido lo simbólico de amarrarnos en la construcción de una narrativa más densa, trabajosa, que se resiste.

 

El movimiento feminista logró dar vida a ciertos significantes que conmovieron y permitieron una nueva relación con el orden simbólico. Por su parte la derecha alternativa ha encendido las pulsiones destructivas que desestabilizan lo institucional y lo “políticamente correcto” revelándose y transgrediendo lo que han rotulado como la “policía del pensamiento” progresista. Ambas comparten el deseo de subvertir un estatus cuo. Sin embargo, el movimiento feminista vio sus avances truncados cuando sus deseos de cambios alcanzaron las esferas de la estructura económica. En cambio, la derecha alternativa socava la institucionalidad para desregular y exacerbar los alcances del discurso neoliberal.  Pero en ambos casos, son discursos que generan una ruptura en la inercia, sostienen un aspecto contestatario y contracultural. La derecha alternativa ha sido muy exitosa justamente porque sus líderes prometen cambios inmediatos, concretos y pragmáticos.

 

Al cerrar el segundo fracaso constitucional, sobre el pedestal en dónde habitualmente se elevaba la estatua del general Baquedano, se encontraba la escultura de un uróboro, con la forma de nuestro país. Este colectivo artístico mostraba una interpretación de esta serpiente que se come la cola y que habla del carácter cíclico de los acontecimientos, de un eterno retorno, y agregaría un eterno retorno de lo igual haciendo infructuosa la lucha realizada para impedir la sobre determinación de ese inevitable destino.

 

La curiosidad desgarra los velos que impiden ver lo que hay más allá del síntoma del estallido social. “Aquí no pasó nada”, no refiere únicamente a hechos concretos como por ejemplo la incapacidad para, en 10 años, legislar sobre el asunto de las pensiones. Alude también a la negación que opera para no ver una cruda verdad: que lo mismo que nos hace sufrir (el exceso del neoliberalismo desregulado) lo elevamos al estatuto de salvación, quedando atrapado en un doloroso placer. Si dios, la ciencia y el comunismo han fracasado, después de 40 años de una hegemonía del capitalismo neoliberal, resulta difícil asumir el fracaso del sistema. “Aquí no pasó nada” es también el cándido velo infantil que impide ver y asumir el fantasma de un insistente conflicto de lucha de clase, de una repartición desigual de las abundancias materiales, del acceso a la salud, de las riquezas culturales. 

 

En nuestro país, el significante “comunismo” ha sido excesivamente manoseado por los representantes de la derecha que desde una estrategia discursiva, han pervertido maliciosamente su significado para abarcar, erróneamente, todo pensamiento con afán socialista que intenta pensar y trabajar sobre las desviaciones y excesos del neoliberalismo. Este significante ha quedado sellado en el imaginario social como un sinónimo de revolución, destrucción, y caos reavivando el fantasma de la fractura estructural provocada por la dictadura militar durante la guerra fría y más recientemente la violencia asociada a un nuevo significante asociado a lo anárquico: el “Octubrismo”. Esta estrategia de oposición ha dañado irremediablemente la complejidad de nuestros debates políticos.

 

Stefanoni señala que la derecha alternativa ha instalado un relato en el que el progresismo es un “marxismo cultural” encubierto que ha colonizado nuestras formas de pensar y que, aunque haya sido derrotado en el plano económico, ha ganado la batalla cultural. Es a partir de este discurso paranoico que esta derecha enaltece el capitalismo neoliberal como la “verdad” que otros quieren difamar creando, así, una épica en torno a este sistema, que se termina presentando como una promesa rebelde y emancipatoria.

 

La democracia, a diferencia de los sistemas totalitarios, deja un espacio vacío para la movilización del deseo y de la política. El neoliberalismo impide, por su sobre determinación de todas las áreas del quehacer sociopolítico, ese espacio en disputa. La caída del “homo politicus” planteado por Wendy Brown, es la pérdida más importante ocasionada por el dominio de la razón neoliberal. La democracia, su arma principal, es la fuente desde dónde podía oponerle otras visiones de existencia. Cabe seguir reflexionando sobre su crisis. Debajo de toda democracia sigue operando la ley de jungla, un conflicto de todos contra todos, en el que una elite financiera, con estrategias sofisticadas y camuflada bajo ciertos modales racionales y técnicos de la modernidad, sigue corrompiendo las bases de nuestro contrato social. En ese sentido, nada ha cambiado.

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