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Caminos sinuosos


Por primera vez en su larga trayectoria, el artista chileno Samy Benmayor expone junto con sus dos hijos, José (38) y Matilde (35). La exhibición ocurre en Argentina, en el barrio de Palermo, en Buenos Aires. Curada por Irene Gelfman, la muestra propone un camino sinuoso obras que dialogan entre sí y muestran, por sobre todo, la inclinación compartida por la pintura, el color y la forma. La muestra puede visitarse hasta el 15 de septiembre en la Galería Gachi Prieto, Uriarte 1373.


A Samy Benmayor se le nota una importante dosis de buen humor mientras conversa por Zoom desde su casa en Santiago. Quería dar la entrevista desde el taller, pero no llegó a tiempo, cuenta. Ubicado en la calle Girardi, en barrio Italia, linda con el de Carlos Maturana (Bororo) y está cerca del de Matías Pinto, otros dos artistas con quienes integró hace varias décadas, junto a Pablo Domínguez y otros, la Promoción del 80, para reivindicar la pintura en un tiempo fracturado políticamente, cuando el arte conceptual de la Escena de Avanzada ya había resquebrajado el canon con sus nuevos lenguajes críticos. Pero estos artistas continuaron pintando y no fracturaron ni el lienzo, ni el color ni la forma.


Susana, su esposa, le trae un café. El sol se asoma paulatinamente a su espacio y Samy se acomoda para no encandilarse. “Ella es economista; es la única normal de la familia. Mis dos hijos son artistas; mi nuera es poeta y mi yerno cantante. Mis nietos no sé qué quieren ser, pero nadie quiere ser normal”, cuenta.



El circo, un imaginario lejano


Samy, de padres oriundos de Estambul, nació en la capital chilena y vivió cerca de un circo hasta sus quince años, en un departamento con poca luz, alfombrado, con cortinas y muchos objetos, de un estilo que parecía oriental, en el sexto piso de un edificio antiguo en la avenida Alameda, al lado de un terreno amplio y baldío. Allí, en esa parcela ociosa, dos veces al año se instalaba un clásico circo, con carpas grandes, elefantes y acróbatas. En el living había una ventana alta, pero si se paraba sobre el sofá y se asomaba por ella, podía ver todos los movimientos del circo. “Viví una infancia mágica. De mucha soledad, pero muy especial”. En la casa vivían tres: la madre, la nana y él. El padre había fallecido cuando era un niño. Tiene una hermana mayor pero mucho mayor y ya no vivía en su casa cuando él nació. Entonces quedaron los dos solos. “Quizás esa soledad, esa historia, ese lugar tan especial, fue definitorio para que yo fuera artista, pienso que sí. Tú sabes que todo es un misterio; el artista puede nacer en cualquier lugar”, dice como pensando en voz alta.


Fue en ese tiempo y en ese barrio donde nació el artista. Una vez, una profesora del colegio les puso una pieza de Petrushka y Stravinsky con la propuesta de que los alumnos pintaran lo que sintieran. “Y yo empecé a pintar, a pintar, a pintar y pintar, y de repente sentí como que me rayé, que me volví loco. Me paré arriba de la silla, hice show, me tiré al suelo, hice cualquier cosa. Se me despertó un personaje interno; la pintura no alcanzaba. Después me dio mucha vergüenza. Me había pasado algo extraño y no me reconocí a mí mismo. ¿Por qué hice todo esto? Una artista una vez me explicó que había caído en trance, que era algo chamánico. Con el tiempo entendí que ahí pasó algo importante”. En el fondo, dice, siempre supo que quería ser artista. “Yo quería ser pintor porque realmente era súper inútil para todo; no tenía talento para nada; ni siquiera yo creo que para la pintura. Pero por lo menos en la pintura me sentía libre”. Pocos años después, ingresó a la facultad de Bellas Artes en la Universidad de Chile. “Era como un sueño; era maravilloso. Tenía constantes ataques de regocijo”.




Fidelidad a la pintura


A principios de los años 80, Samy se fue con Susana a vivir un año a Nueva York para estudiar Arte gracias a una beca. Compartieron un departamento muy chico en la Séptima avenida, con otra pareja de amigos. Si bien hubiese querido quedarse, la visa se vencía y tuvo que volver. Corría el año 1983 y el clima del país estaba tenso, dictadura y toque de queda. En esa época, se estrenaba la película Missing y en la escena del arte visual y literario se exploraban lenguajes neo-vanguardistas que intentaban burlar la censura. Pero Samy siguió en lo suyo y continuó pintando. “Los artistas conceptuales preconizaban que la pintura estaba muerta y que lo que yo hacía no se podía hacer —recuerda—. Esa fue mi primera liberación. Se acabó todo esto, la teoría del arte, hasta luego. Yo me voy a juntar con gente a quien quiera y que me quieran, y voy a hacer arte en un lugar donde seamos libres para hacer lo que se nos antoje. No voy a pescar nada. Fue espectacular haber hecho eso, en el terreno de uno, en la simple cosa de uno. Tener esa libertad nomás, eso es todo”.


“De eso se trató su pintura, de ser libre”, reflexiona su hija Matilde conversando en un bar en el East Village en Manhattan, donde vive desde hace ya unos años y trabaja como asistente de Cecilia Vicuña, además de continuar con su propio trabajo artístico en su taller de Chelsea. “Siempre fue una persona muy valiente. Hizo toda la vida lo que él quería y no se dejó influenciar por lo que hay que hacer, o lo que está mejor o lo que está de moda. Él hizo lo que él necesitaba hacer. Diría que es sincero y feliz. Sobre todo muy feliz”.



En el taller


A sus hijos los llevaba una vez por año al taller. Querían ir más seguido, pero se portaban pésimo. Una vez Samy le dijo a su hijo que no agarrara el cuchillo porque se podía cortar; pero lo agarró y por supuesto, se cortó. “Hacíamos puras tonteras y no nos podíamos concentrar tanto rato”, confiesa el hijo. “Como las visitas eran poco frecuentes, uno se cargaba de expectativas”, recuerda, mientras fuma un cigarrillo desde su propio taller en esta entrevista por Zoom. Desde la pantalla pueden verse colgadas algunas de sus obras: un cuadro con la caja de Zucaritas y otro con la cajita de fósforos de la típica marca chilena Los Andes. “Me encantaba la onda de su taller, todo era muy estimulante y entretenido. Desde que tengo memoria quiero dedicarme a esto y tener mi propio taller”.


Hay una pintura del artista canadiense Phillip Guston recientemente exhibida en la muestra retrospectiva de este expresionista en la National Gallery of Arts en Washington DC y próximamente en el Tate Modern, que habla de ese espacio tan particular como es el taller del artista. La obra se titula The painter´s table y una frase acompaña el óleo: “Cuando entras al taller, mucha gente entra contigo: el pasado, tus amigos, tus enemigos, el mundo del arte, pero sobre todo, tus propias ideas… Pero a medida que pintas, se van yendo uno por uno y te vas quedando completamente solo. Y si tienes suerte, tú también desapareces”. En la imagen de Guston hay una mesa rosa viejo, la mesa del taller del artista, con todas sus cosas. Su paleta, sus zapatos, su cigarrillo, su cenicero, y hasta un ojo que lo mira. Al principio del texto curatorial de la muestra de los Benmayor, Gelfman cita justamente estas palabras de Guston. “Esta frase me tocó tanto que yo se la dije a Irene, y ella la puso en el papel. Básicamente esto representa la esencia de lo que es el trabajo de un pintor o de un artista”, reflexiona Samy. “Ser artista es siempre difícil. Hay miles de personas que opinan miles de cosas; hay ideas propias y ajenas. Tú mismo acarreas con un historial. Hay una aproximación al arte que tiene que ver con la entrega, con aquel momento en que si tienes suerte, tú también te vas. El punto es desaparecer —explica—. Hay un monstruo interno, como el cíclope de la Odisea, que juzga constantemente todo lo que haces. Es necesario matarlo y entregarte a lo que estás haciendo, a tu trabajo”.


Con un camino de años, Samy admite que sus obras se han ido enhebrando las unas con las otras, como tejiendo una trama narrativa desde su lenguaje plástico. “Yo no busco las cosas, pero de repente pasan y te encuentras un hilo que quieres seguir durante un tiempo. Ese hilo te puede llevar a otros lugares y entonces uno va encontrando la manera de hacer las cosas”.



Samy Benmayor "Un pájaro que toma fotos"

Búsqueda y disfrute



¿En qué se parecen y en qué se diferencian las obras de esta familia de artistas? ¿Hay puntos en común, de diálogo y conversación?, son algunas preguntas para empezar el itinerario de esta colectiva familiar. Hay cuatro obras de Samy colgadas desde el techo en medio de la sala como si fueran la tapa y contratapa de dos libros. Hay otras sobre la pared. La autoría está intercalada y no están identificadas, no se indica ni el autor ni el título de la obra. Algunas son de Samy, otras de José y otras de Matilde. ¿Cuál es de quién?, jugará a descifrar el visitante.


En los tres casos, y más allá del trazo, el estilo y la temática propios de cada uno, hay color, trabajo con la forma y composición, pero sobre todo, sentido del placer. “Tenemos un punto en común que es la búsqueda en el interior de uno a través de la pintura. Hay una libertad en el goce de pintar y de hacer lo que uno necesite hacer”, afirma Matilde. “Cuando uno se mete en una disciplina y logra disfrutar de la cuestión, la cabeza explota”, dice José. Es posible que esta muestra contagie a quien la mira, una sensación de alegría y liviandad.



Cuerpos y almas de mujeres que sostienen y se sostienen


Las pinturas de Matilde en esta sala sintonizan en forma y color con las de su padre. Incluso, en una parte de la exposición, puede verse una suerte de composición con trabajos de ambos. Una de Samy en el medio, acompañada por cuatro de Matilde, dos a cada lado. Al fondo, destaca una obra suya titulada Tomando sol, que muestra un corte transversal de la tierra con algunas mujeres que, unidas por sus pies, se sostienen entre ellas. El tema se reitera con la figura de los pies que se deja ver entre la abstracción que reaparece una y otra vez en sus distintas obras. Las mujeres como red de contención. Las formas cóncavas de sus lienzos evocan la capacidad de alumbrar desde el interior femenino; de recibir, de engendrar, y de dar.



Matilde Benmayor "Tomado el sol" 120 x 226 cm



Capturar el pasado


La obra de José recuerda la muestra Del cielo a casa del Malba. Tal vez porque ambas traen a la memoria ciertos objetos pertinentes al pasado. Sus obras se distinguen fácilmente de las del padre y la hermana. Suelen ser acrílicos sobre tela de un hiperrealismo pop, o un realismo falso, como él lo llama. “Las cosas no se ven así. Es como un realismo que me para hacer mis cosas”, explica. La textura de las imágenes se ve lisa y depurada, y sus líneas delimitan nítidamente las formas.


En una de sus pinturas aparece una de esas máquinas de antaño, a la que si le ponías una ficha y te acompañaba el azar, sacabas un muñeco de regalo. La cosa era que la máquina lograra con su pinza de metal agarrar el muñeco. El tono de José tiene algo de nostálgico, porque quiere capturar ese pasado, de la misma manera que la máquina al juguete y su propio trazo a la forma. “Trato de inmortalizar objetos para que el espectador los pueda ver y se reconozca en ellos. Busco mostrar lo que había en mi época y ponerlo ahí, para que quede para siempre”, explica el artista.


José pinta mirando. En vez de sacar una foto y copiarla; elige los objetos, los coloca, los ordena, enfoca su ojo y mueve el pincel. Así, la imagen va a ser por siempre irrepetible.



La ventana


Samy crea un imaginario de paisajes abstractos, pero siempre incorpora el factor sorpresa: hay seres que, con cierta irreverencia, te miran de perfil. A veces un siervo, un pájaro, un marciano con nariz triangular y alargada, un señor con una gorrita en la cabeza fumando, o unos ojos sueltos por ahí. Puede haber una luna, un sol, y hasta un cielo nevando. “¿Por qué está nevando? ¿qué estoy haciendo? ¿una tarjeta postal? ¿una tarjeta de Navidad? ¿por qué estoy haciendo esto? —se pregunta—. A mí me gusta sorprenderme y reírme”. El tono lúdico se apropia de cada uno de sus lienzos con un estilo a veces caricaturesco y personajes que parecen salidos de un cómic de mediados del siglo pasado. Tal vez haya algo del imaginario de su infancia, de aquella época cuando se subía al sillón para espiar por la ventana.


José Benmayor "Some friends" 100 x 140 cm


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