Cine, historia, acción: el Joker y el estallido social
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Cine, historia, acción: el Joker y el estallido social


Carecemos de tradiciones que nos permitan leer nuestro presente, pero hay algunos guiones disponibles, por ejemplo los que entrega la industria cultural. Quizás allí haya señas para empezar a comprender el momento que vive Chile. ¿Nos hemos detenido lo suficiente en el fenómeno de masas que se registró en vísperas del estallido social: el estreno de la película Joker?


En sociedades como las nuestras, impactadas por distintas olas de modernización, las “brechas” del tiempo, como las denominó Arendt, son cada vez más abiertas. Suplantada la narración por la información, es decir, suprimidas las condiciones para la experiencia, como las de sus modos de transmisión (con lo que se ha denominado hace ya tiempo “ruptura del lazo social”), no hay tradición a la que apelar para hacer inteligible lo que nos pasa y orientar nuestras acciones, cuestión que en los últimos años ha adquirido un nuevo dramatismo, porque incluso si contáramos con esa tradición poco tendría para aportarnos frente a un presente cada vez más inédito. Nuestro tiempo se ha vuelto “indeducible”. Como lo ha planteado recientemente François Hartog, “tocamos aquí el inevitable desfase o retraso entre lo que sabemos y lo que vemos ¿Cómo ver lo que nunca antes hemos visto y cómo decir lo que nunca antes se ha dicho?”. Sociológicamente y ontológicamente nos ha sido negado un saber para la vida, y una generación tras otra, hace décadas, se asienta en nosotros la sensación de que andamos perdidos. “Desde que el pasado ha dejado de arrojar su luz sobre el futuro, el espíritu humano anda errante en las tinieblas”, sostenía ya Tocqueville en La democracia en América (1835), como nos ha llamado la atención —otra vez— Arendt.


Y, no obstante, hacemos nuestras vidas, pero ¿cómo las hacemos? Pues a tientas (cosa irrevelable a los otros, aunque evidente). Pero, más analíticamente, se puede vislumbrar qué hemos hecho sin la tradición ni un mundo relativamente estable, dicho de un modo bastante impreciso, qué ha ocupado el lugar de la tradición. En la primera mitad del siglo XX, Walter Benjamin, pensando en la crisis de la experiencia y la tradición, señalaba el papel que desde fines del siglo XIX venía ocupando la novela, la historia y los periódicos, a lo que podríamos agregar sucesivamente los guiones asignados al individuo por las distintas ideologías políticas y, caídas estas, los guiones disponibles en ciertos productos de la industria cultural, preferentemente el cine y las producciones audiovisuales dado su alcance. (Desde luego esta distinción tolera superposiciones: un cine comprometido, por ejemplo).


Producto del curso —insospechado— que tomaron posteriormente los acontecimientos, no nos hemos detenido lo suficiente en el fenómeno de masas que se registró en Chile en vísperas del “estallido social”, el estreno de la película Joker (Todd Phillips, Estados Unidos, 2019), al que acudieron trecientos cuarenta y cinco mil espectadores tan sólo durante su primer fin de semana en carteleras, alcanzando el millón al día diecisiete de octubre del 2019. Aunque es arriesgado establecer una correlación directa, la debe haber en algún grado, y quizá en uno mayor al que se podría suponer dada su extraña omisión en los análisis más formales disponibles. No planteo aquí que Joker pueda ser considerado como un elemento más dentro de “los orígenes” del estallido, a la altura de factores tales como la desigualdad, la cuestión generacional, la crisis de la democracia representativa, o todo lo que se suele endosar al neoliberalismo, pero tampoco se lo puede ignorar del todo, o rebajarlo a mero hecho anecdótico. El estallido es “relativamente” un acontecimiento, pues todos sabían que algo tenía que pasar, faltaba solamente el cuándo y el cómo; es al esclarecimiento de ese “¿por qué en aquel momento y no otro?” que la consideración del impacto de Joker podría contribuir. Mi tentativa inicial aquí es postular que dicho filme generó un abismante grado de identificación con el grueso de la población chilena —abismante porque se trata de un filme apocalíptico—, identificación efectuada sobre todo con los sectores juveniles urbanos (hijos solos y empastillados, estudiantes sin perspectivas y trabajadores precarizados). Pero ante todo el filme proporcionó una narrativa que —a falta de contacto con alguna tradición— actuó como verosímil para leer las propias circunstancias y algún curso de acción. Si el Joker es la historia de una víctima que toma revancha, y tras de él los habitantes de una ciudad entera que entra en caos, visto el desarrollo del estallido, la lectura parece haber sido que la víctima tiene derecho a destruir todo lo que cree que la ha dañado o vehicula ese daño (y basta con que lo crea). Como ha sostenido Sergio Rojas en su libro Qué hacer con la memoria de “octubre”: “el origen del 18-O no fue la esperanzada convicción de que ‘algo distinto es posible’, sino la desesperada experiencia de un modo de vida que se ha tornado imposible”. Este libro también se abre con un epígrafe, el testimonio de un estudiante de un seminario de Rojas: “Cuando salí del cine, se veía el caos en todas partes y no tenía cómo regresar a casa, en la calle me encontré dentro de la película que acababa de ver”.


Acá la trasposición de planos es decidora respecto de mi planteamiento acerca de, primero, el poder de las producciones audiovisuales industriales de masas y, por otra parte, de la influencia de los guiones en ellas disponibles sobre nuestras vidas. De esto último habrá que reconocer en este punto su fuente. Sostiene Paul Ricoeur que “es muy cierto que la vida se vive y que la historia se cuenta. Subsiste una diferencia infranqueable, pero que queda parcialmente abolida por el poder que tenemos de aplicar a nosotros mismos las intrigas que recibimos de nuestra cultura y de probar así los diferentes papeles asumidos por los personajes favoritos de las historias que más nos gustan”. Uno es, y no es, el autor de su propia vida, tomamos prestado la mayor parte de vidas imaginadas y vidas ajenas, quizá lo único original en nosotros es el modo de ensamblar.


De lo primero, del poder de las producciones audiovisuales industriales de masas, hay huellas importantes y abundantes escritos, acá, solo por la cercanía a mis preocupaciones, tomo la útil distinción que ha introducido el historiador Marc Ferro acerca de los niveles de actuación del cine. Ferro ha planteado que el cine puede ser entendido como agente, producto y fuente de la historia. Aunque no es posible establecer una delimitación precisa entre los tres términos, los de agente y producto remiten a la función social del cine, mientras que el de fuente lo entiende como una suerte de “revelador”: una construcción cultural a partir de la cual leer un momento social de su producción. El cine es producto y agente a la vez, es esto precisamente lo que se evidencia en el transcurso de su origen y legitimación: nacido a comienzos del siglo XX, según el canon burgués como un espectáculo para las masas ignorantes, el cine terminó por cumplir un rol principal en las “contra-sociedades”, como las llama Ferro: tanto la Unión Soviética como la Alemania Nazi descubrieron su función política e hicieron depender su administración del Ministerio de Educación. Como sostiene Ferro, “la relación entre el cine y la historia presenta el problema de la función que realiza el cine en la historia, su relación con las sociedades que lo producen y lo consumen, y el proceso social de creación de obras, del cine como fuente de la historia. En otras palabras, al ser agente y producto de la historia, las películas y el mundo del cine mantienen una relación compleja con el público, el dinero y el estado, lo cual constituye uno de los ejes de su historia”.


En este último sentido, lo relevante aquí es que Ferro entiende que un filme, o un cierto tipo de filmes, pueden ser entendidos como fuente no porque se dediquen, en su proceso de producción, a una minuciosa reconstrucción del pasado (no por su “núcleo factual”, parafraseando a Carlo Ginzburg), sino porque siempre nos hablan del momento social en que son producidos. Podríamos sostener que un filme (trate del pasado o no, documental o ficción) es preferentemente, en su presente, una fuente “para” la historia y no tanto “de” la historia que se escribe en ese tiempo: “el cine nos informa acerca de su propia época más que sobre la época que intenta representar, cuando se trata del pasado”, dice Ferro. Puede que ciertas películas denominadas históricas presenten reconstrucciones bastante cuidadas, “pero la elección de su temática pertenece a la época en la cual se filma”.


De esta distinción introducida por Ferro me interesa relevar para mi propuesta la dimensión del cine como agente de la historia. Pese a que Ferro identifica desde sus inicios una clara instrumentalización del cine por los regímenes aludidos, no es necesario que un filme forme parte de un plan orquestado para ser agente. La industria cultural se mueve mucho más por el cálculo de las utilidades que por fines políticos en el sentido tradicional del término, es precisamente por esto que Ferro asigna al cine mismo el rol de agente y no el de la mera expresión de un agente, como quien identifica al autor de una jugada política. El cine actúa en una determinada sociedad, y ese modo en que actúa depende tanto del filme como del momento específico, los dilemas latentes, de la sociedad en que el filme es recibido.


Dado el nivel en que actúa —el de las representaciones— podríamos sostener, usando el concepto del historiador inglés E. P. Thompson, que la agencia que puede desplegar un filme está determinada por el modo en que su guion se instala en la “economía moral” de una sociedad en un momento dado. Con este concepto, Thompson buscaba escapar de las explicaciones materialmente deterministas de la generación de motines y revueltas en la Inglaterra de fines del siglo XVIII: “Las revueltas eran provocadas por precios al alza, por prácticas indebidas de los comerciantes, o por hambre. Pero estas ofensas operaban dentro de un consenso popular sobre lo que eran prácticas legítimas e ilegítimas de comercialización, molienda, horneado, etc. Esto a su vez estaba cimentado sobre una visión tradicional consistente de las normas y las obligaciones sociales, de las funciones económicas propias de diversos grupos dentro de la comunidad, las que, vistas en su conjunto, puede decirse que constituyen la economía moral de los pobres. Un atropello de estos supuestos morales, tanto como las privaciones experimentadas, era la ocasión para la acción directa”. La población era movilizada por emociones profundas e indignación.


Otra cosa es comenzar ahora a desentrañar cuál es la economía moral de los sectores movilizados en el estallido. No es el objeto de este escrito y es una tarea que me excede, pero quizá sea Kathya Araujo quien más luces ha dado sobre esto: elementos como el desprecio por la política, el sacrificio del otro en pro de los propios fines o la mera sobrevivencia, los crecientes niveles de violencia en todo plano y la inestabilidad o desprotección definen el perfil de una sociedad “insociable”.


Paradojalmente, quizá sea la necesidad de dar salida política al estallido lo que ha dificultado su comprensión y restado elementos al análisis (como la agencia de Joker); paradojal porque sin un nivel adecuado de conocimiento del fenómeno no podemos esperar respuestas acertadas, de hecho, no las hemos visto, yendo a la deriva y en una senda errática que acentúa la sensación de inestabilidad. Ocurre que la política, como variante más representativa del discurso de la acción, no puede permitirse “no saber” lo que ha pasado, procede con respuestas rápidas que buscan rentabilidad antes que comprensión. Pero esta parece ser la ley de la política hoy, en un tiempo que no permite extraer de él las claves mínimas para construir un proyecto, sino tan solo administrar catástrofes y proceder mediante políticas puramente paliativas.

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