El camino de mi bacteria
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El camino de mi bacteria

Escribo de la bacteria asesina durante un insomnio. Sostenía un sueño plácido, hasta que de pronto, desperté, súbitamente, a eso de las dos de la mañana con ganas de tomar Coca-Cola. Cedí a mis impulsos y aquí estoy, escribiendo de la bacteria asesina.


A mediados de julio del año pasado, la contraje. Sé que fue durante una fiesta donde bailé bastante. Hasta muy tarde. Luego, salí de madrugada a la intemperie y pasé frío. Mucho frío. Aclaro que esta no es una fábula sobre las niñas buenas que se portan mal y deben pagar las consecuencias. Tampoco es una fábula para ayudar a que las niñas malas se queden en casa y no saliendo de madrugada, pasando frío. Esta es, más bien, mi propia especulación acerca del lugar específico donde la bacteria se alojó en mí. A propósito, la bacteria tiene nombre, se llama "piójena". Sí, casi igual al "mal de Diógenes".


A la semana de haberla contraído ya me había comido casi por completo el pulmón derecho y me tenía casi completamente perjudicado el hígado y el riñón. Estaba saturando apenas 55 de oxígeno, cuando lo normal es sobre noventa y cinco. Podía caminar sólo cuatro pasos y escupía sangre. Pese a eso, igual hablaba. Ningún doctor logró entender nunca cómo alguien con el pulmón, a ese nivel de herido, tenía las ganas y la energía de seguir transmitiendo su rollo doméstico de que debía comprar salchichas, pan, queso y jamón para los niños al desayuno. En un tono, dicho de paso, de barítono italiano; tan alto como una mala opereta calabresa de bandejón.


La junta médica aseguró que solo tenía 40 por ciento de posibilidades de vivir. Yo pensaba que todavía necesitaba tiempo para criar dos niños, escribir tres libros y conocer Japón. Le pregunté a la enfermera si acaso creía que la gente como yo moría. Me respondió que no, que la gente como yo, que entraba hablando como barítono italiano desafinado, no moría. En cambio los que sí morían eran los que no tenían voz ni para quejarse; las mujeres que entraban con nariz de pájaro y ojos cerrados, y los hombres que llegaban con tono amarillo y estómago cervecero enflaquecido. Esos, eran víctimas seguras. El optimismo de la enfermera me entregó futuro.


El doctor me preguntó si consumía drogas. Le respondí, que desgraciadamente no podía, pero que felizmente había probado varias, y que estaba esperando la mayoría de edad de mis hijos para seguir probando. El doctor me pregunto si consumía alcohol. Le respondí que, infelizmente, más del que yo quisiera, y que la botella de whisky me duraba, con suerte una semana y que con visitas, no llegaba al miércoles. El doctor me preguntó si fumaba, le respondí que mínimo tres cajetillas a la semana, y que si venían visitas, cuatro.


A mi casa siempre vienen visitas. A mi casa llegan las visitas, ponen el vinilo de Nirvana, y como por arte de magia comienzan a sentirse jóvenes. Los inunda una especie de nostalgia noventera y una mala literatura comienza a apoderarse de ellos. La mayor parte del tiempo debo echarlos con fuego; si no me acusan de mala amiga. Gran parte de ellos donaron sangre, me fueron a ver y recurrieron al ruego de sus dioses para salvarme.


Con mis respuestas, infelizmente los doctores, dictaminaron que era como Janis Joplin, pero sin guitarra.


Me internaron en la UCI, en una cama blanca con olor a alcohol gel, entubada, consciente. Me ataron con unas correas de cuero de vaca, en posición de cruz a los barrotes de la cama. Le explicaron a mis parientes que era imprescindible, puesto que el dolor del entubamiento consciente es tal, que instintivamente, la mayor parte de los pacientes tienden a sacarse el tubo y ahogarse. Se ahogan de inmediato porque si llegas a ese estado, es porque llegaste al estado donde no puedes respirar sola. Donde respiras con ventilador artificial.


Para resistirlo te dan todo tipo de remedios que te drogan y te trasladan a otros mundos. Uno alucina. Ve estallar una burbuja roja, que después se transforma en amarilla, verde y morada. Yo, cada noche, alucinaba que estaba en una cantina de los años cuarenta, y que debía arrancarme porque me querían reclutar. Veía zorros de bigote negro curvado y corbatín. Todos llegaban prometiéndome cosas, con ánimo de estafarme. O a veces me visualizaba reptando en el suelo de baldosas blancas de la cocina, bajo la mesa, intentando contar las hormigas que corrían tras una lata de salsa de tomates de tarro, desparramada.


De verdad creía que iba a morir. De verdad creía que debía hablar con alguien porque estaba siendo víctima de una conspiración.


Cómo no podía hablar, pedía una hoja y un lápiz para comunicarme. Pero como no me lo daban, se agudizaba más aún mi paranoia. Comencé a creer, en serio, que era víctima de una conspiración.


La bacteria asesina, asesina tu voluntad. Tus creencias. Fue difícil derrotarla. Los médicos lo hicieron, (los mismos, que según yo, manejaban una cantina). Cuando me sacaron los tubos, comencé a decir cosas inconexas. A veces pensaba que estaba en una película. A veces pensaba que habría preferido morir víctima de una sobredosis de heroína que de una bacteria. Pero en lo que más pensaba era en mis hijos. Quería ver su mayoría de edad.

Salí de la clínica y negué todo. Me negué a escribir el libro de autoayuda, tipo "vi la luz y ahora le hallo sentido al sunset". Darle sentido a un sunset no depende de la muerte, sino, de la vida.


Active el Tinder. La verdad, nunca lo tuve desactivado. Conocí a alguien. En la primera cita pensé que era como un remedio. Me dije que me iba a costar tomarlo pero, que una vez que lo hiciera, me iba a hacer bien. Mentira: la gente que te gusta debe ser como el chocolate, a la primera mascada, o sino, no.


La gente cuando se pasa en una UCI cuatro semanas, vuelve a tener cuatro años, así que paciencia.


Volveré a escribir de esto en otro insomnio, por el momento, nada: la vida.


Leo Marcazzolo





Obras creadas con bacterias

Agar Challenge - Microbe Art Competition - American Society for Microbiology


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