La balada de los hermanos Fuentes (Un relato de los años funestos)
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La balada de los hermanos Fuentes (Un relato de los años funestos)

Pero será, será lo que será…

José Feliciano


A Claudio Fuentes lo mataron el año 1974. i.m.


La historia de los hermanos Fuentes podría ser una balada de Dickens, si Dickens hubiese escrito baladas y no esos geniales folletines melodramáticos en los que retrató con una pluma lacrimógena y cruel la vida de las ciudades, las putas, los bandidos y los huérfanos de la Inglaterra victoriana, esas ciudades rubricadas por la maldad de los tiempos, en su caso de la Revolución Industrial. O un entremés trágico que representa en un pueblo del sur la irrevocabilidad del destino.


A los hermanos Fuentes los conocí a comienzos de los años 70, en Chiguayante, algo así como un villorrio cercano a Concepción, largo como Chile, que se extiende a orillas del río Biobío. Los hermanos Fuentes eran tres, número mágico si se quiere, propio de las triadas de los cuentos maravillosos. Y quien no dice que su historia no sea un relato maravilloso, inadvertido en lo más cotidiano de lo que llamamos "realidad", esa palabra que, como dice Navokov, siempre hay que escribir entre comillas.


Claudio, el mayor, estudiaba Pedagogía en castellano en la Universidad de Concepción y tenía veintitrés años. Además, se dedicaba a la artesanía, era titiritero y poeta, cantaba y tocaba en la guitarra canciones de Feliciano y esos bluseados rocks de los setenta. Patricio, el segundo, estudiaba Ingeniería civil en la misma universidad y militaba en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR. Carlitos, el menor, estudiaba Mecánica y también era de izquierda, como la mayoría de los jóvenes que valían la pena en esa época, pero no militaba en ningún movimiento o partido. Sus padres habían sido cantantes de ópera, no recuerdo sus nombres, pero sí el final de sus vidas breves, como en la novela de Onetti.


El padre murió de cáncer a la laringe, porque no se quiso operar, esperando un milagro que curara aquella parte de su cuerpo que producía su arte, el bel canto que finalmente se trocó en un bel morir. Su madre no lo sobrevivió más de un año, como se sabe de algunas parejas que al unirse están predestinadas en la muerte, la gente suele decir que el sobreviviente muere de tristeza, lo que no sé si será cierto, pero sí es poético en la acepción más verdadera de esta palabra.


Cuando murió la pareja de cantantes de ópera, los tres hermanos Fuentes eran aún unos niños y los adoptó una tía materna, solterona, de una situación económica, como se suele decir, acomodada; así llegaron a la calle Colón de Chiguayante, donde los conocí cuando yo aún estaba en el liceo y escribía pésimos poemas políticos y de amor, imitaciones casi textuales del peor Neruda, —y no hay nada peor— y a los que trataba de dar un cierto aire de hermetismo para que parecieran poemas de verdad.


La tía de los hermanos Fuentes, más allá de su disposición a adoptar a los tres chicos –no sé si por filantropía, una suerte de religioso sentido del deber o algún compromiso pactado en vida con su hermana, cuando ya había decidido morir–, era una señora hosca y desagradable, como esas nodrizas de las películas inglesas que cumplen una promesa como si fuera una carga divina, un destino, más que un acto de amor.


La Señorita, como ellos la llamaban, no miraba con buenos ojos las praxis de los hermanos, como diríamos por esos años, sospechando, imagino, que tras sus estudios en la Universidad de Concepción se ocultaban, pecaminosas, la política y la poesía, la música y la droga, el sexo y cualquier libertad a ultranza. Ignoro si el trato en la intimidad de la extraña y artificial familia fuese agresivo o agraviante por parte de ella. O, tal vez, incluso, vejatorio.


Fuera por las causas que fuesen —tampoco quiero ser injusto con la Señorita—, los hermanos Fuentes, a poco de haberlos conocido, abandonaron la casa de la tía solterona y se fueron a vivir a una casita exterior de un amigo en común, el Negro Willy, como lo apodábamos cariñosamente. Debo aclarar, en la misma calle Colón. Paradójicamente, el Negro Willy también era adoptado por una tía soltera, pero en versión inversa de la Señorita: una mujer bonachona, consentidora, madre y abuela a la vez, que consideraba los excesos de su sobrino como propios de la juventud, un mal pasajero, como las espinillas o el rock, algo así.


El asunto es que la casa, y sobre todo la pieza del Negro Willy, se transformó en nuestra guarida, en nuestro Club de la Serpiente, incluso antes de que los hermanos Fuentes se mudaran a la casita exterior. Allí pasé las primeras noches completas fuera de mi casa familiar, escuchando rock pesado, fumando mariguana y tomando lo que fuera en cantidades pantagruélicas; hablando de cambiar el mundo, de literatura y, por supuesto de la nunca bien ponderada patafísica alfredjarriana.


Nunca invitamos mujeres a la pieza del Negro Willy ni tampoco a la casita exterior, cuando los hermanos Fuentes se mudaron a ella; era, imagino, algo impensado en aquella época del amor libre made in Chile, hoy demasiado mitificada. Los lugares de encuentros amorosos furtivos eran las márgenes del río, el cerro, la plaza de Chiguayante, que por esos años brindaba una mullida intimidad bajo la complicidad de los frondosos castaños y la falta de farolas. La plaza de Chiguayante, en los veranos, olía a magnolias y jazmines, y, por la frondosidad de los castaños, siempre mantenía un aroma a humus, a humedad de invierno soterrada. Y en esa guarida aromática y ritmada por los grillos teníamos nuestros primeros encuentros furtivos, veloces, clandestinos, que terminaban con sostenes y vestidos de muselina en desorden y muslos empapados con el quáker del semen, en un orgasmo presuroso y precoz, que se iría secando con la brisa estival.


Chiguayante fue mi primer y último paraíso adolescente, el año 1971, y duraría hasta que llegasen los bárbaros, en 1973. Pero entretanto ocurrirían muchas cosas memorables para mi educación sentimental, en el mirador del cerro que estaba tras la plaza donde se ubicaba mi casa, en las márgenes del río Biobío y, sobre todo, en la casita exterior a la del Negro Willy, donde ahora vivían o sobrevivían los hermanos Fuentes.


Si hay un soundtrack para este tiempo, están sin duda “Escalera el cielo” de Led Zeppelin, Santana Abraxas (El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. Quien quiere nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El Dios es Abraxas),y Survival de Grand Funk, rock primitivo y un tanto tarriento. Pero la canción que me trae ese tiempo en Chiguayante con Claudio Fuentes, jamás será lo que fue, es la voz del mismo “Pájaro”, que cantaba “Qué será” de José Feliciano, como una gris y triste premonición. Y claro, el primero en irse fue el que cantaba la canción, como siempre.


El año 1973 me sorprendió en La Serena, mi ciudad natal, por motivos familiares que sería inútil contar acá. Después del golpe de Estado, de la masacre, de la pérdida de la felicidad, los sueños y la utopía, regresé a Concepción, a Chiguayante, en marzo de 1974. Afortunadamente, por ese entonces, ninguno de mis amigos había sufrido ningún apremio físico, como cárcel o tortura, sólo –diría ahora paradójicamente–, la delación y la necesidad de que los amigos de la familia Pierart, y los mismos hermanos Fuentes, de guarecerse por un tiempo de las posible redadas que efectuaba, a diestra y siniestra, el régimen dictatorial recién instituido, en los terrenos que tenía don Armando Pierart, en esos años militante comunista, en Roa, un campo cercano a la localidad de Bulnes, como a 20 kilómetros al este de Concepción.


En toda balada que se precie debe haber un malvado, un ogro, un vampiro ávido de sangre inocente. El ogro de esta balada tiene un nombre o un apodo: el “Cheno”, el patrón del 039, el bar donde bebíamos y discutíamos de política y vida, antes del golpe de 1973, uno de esos soplones que “te parten el alma”, el poeta Diego Maquieria dixit.


Pocos días después de mi regreso a Concepción, a Chiguayante para ser más exacto, como quien regresa a un edén subvertido por la palabra metralla, como escribió Octavio Paz en su poema Vuelta, que el poeta Carlos Decap citaba en nuestros años de universidad oscura, ese cambio de mi particular edén de la adolescencia fue torvo y fatal. Aunque el pueblo mantenía su clima mediterráneo, sus casas de fachadas blancas, amarillas y rosáceas, la profusa vegetación que se descolgaba desde los cerros en los que sobrevivía y proliferaba la flora chilena, los peumos, ñirres, boldos y maquis, que decía una suerte de leyenda local que quien los comía siempre volvería a esa tierra, tierra en que yo había ingerido a puñados de la fruta del maqui que te deja la boca y las manos moradas, y esa impronta de bocas y manos manchadas de morado por el jugo del maqui, se entreveraba con los recuerdos de mis primeros escarceos amorosos, con muchachas cuyas bocas y manos también se habían manchado de morado con el jugo sabor a tierra, que se iba secando lentamente después de los besos y los juegos furtivos de manos y bocas, cuando regresábamos del cerro al caer la tarde, todos manchados de morado, como si esas manchas fueran una suerte de complicidad erótica o santo y seña secreto de las partes de nuestros cuerpos y ropa que habían entrado en contacto clandestino.


Me es difícil trazar una línea divisoria en mi memoria de un antes y un después del morado erótico al rojo de la muerte; y los recuerdos no teñidos de miedo y represión, como el cadáver exquisito que hicimos con Alexis Figueroa en la casa de los hermanos Fuentes —la casita exterior del Negro Willy—, cuando ni él ni yo éramos poetas con cierto reconocimiento local, y después nacional, por sendos premios Casa de las América que obtuvimos años más tarde. O las noches de guitarra y vino en la casa exterior a la del Negro Willy, donde todavía vivirían los hermanos Fuentes por un año más. Si evoco esas noches, la única pero crucial diferencia podría ser que después del año 73, a mi regreso al edén subvertido por la palabra metralla, Claudio cantaba como en sordina. Y su guitarra más que blusear, gemía, y cualquier movimiento entre la fronda del huerto era motivo de sospecha y temor: el sonido de un motor pasando lento por la calle de tierra podría marcar el fin de una jornada de vino, guitarra y metafísica despoblada ya de moras y chicas, por un allanamiento brutal e inesperado.


Pero eso no ocurrió, aún insisto, sólo que ahora ya no debatíamos sobre la manera de construir una nueva sociedad o las diferencias entre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico, o el marxismo de Lenin y la utopía inadecuada, para los que aún se debatían en la cruel falacia del stalinismo, o de Trotsky. Eso ya era parte del otro lado de la utopía, la que había sido violentamente cercenada, y ahora, como si un río torrentoso, donde algún cadáver pensativo descendía, separara ambos momentos de mi juventud con los hermanos Fuentes.


Los temas de nuestras conversaciones ahora divergían permanentemente, ya fuera en los deseos eróticos salvadores, alguna película que había llamado la atención del Pato Fuentes, como El hombre Omega, donde Charlton Heston recorría una ciudad de aspecto apocalíptico, abandonada durante el día y que se plagaba de muertos vivientes pálidos y siniestros durante la noche. El hombre Omega entusiasmaba a Patricio Fuentes por su inquietante sincronía con la vida que llevábamos ahora y su inevitable lectura política. Toda película de terror o ciencia ficción lleva un trasfondo político, sea reaccionario o subversivo encriptado, aunque sus mismos realizadores no se lo hayan propuesto. Alexis hablaba horas del éxodo bíblico, con entusiasmo e ilustración, y el Gera se reía de tanta huevada y prefería desviar la conversación hacia las chicas que más le gustaban y que lo admiraban por su pelo rubio estilo príncipe valiente, que aún conservaba a pesar de las amenazantes tijeras militares y su amor prematuro por la Marisol.


Y aún comprábamos el vino y las cervezas en el bar 039, que quedaba justo frente a la casa de los hermanos Fuentes, y que juega un papel fatal en esta historia; pero ya no lo tomábamos en el patio con parrones donde discutíamos, antes del golpe militar, de política con los parroquianos de rigor, bajo la mirada atenta y penetrante del Cheno, el patrón del 039, un tipo que se parecía a Nigel Green, el actor británico que interpretaba a un inspector de la Scotland Yard y perseguía con obstinación inglesa al siniestro doctor Fú Man Chú, o sea Cristopher Lee o Drácula, Príncipe de las Tinieblas, igual.


Pero ya no tomábamos ni nos reuníamos en ese bar del diablo, sino que alguno de nosotros, generalmente yo por ser el menos sospechoso, iba a comprarlo presuroso y casi clandestino, para llevarlo al refugio de la casita exterior del Negro Willy. Esos y otros detalles al parecer sin importancia, fueron decisivos, marcaron el antes y el después de que el río sangriento atravesara dividiendo, en dos momentos irreconciliables, el pueblo de mi memoria utópica con un Estigia fatal.


Quiero insistir con el Cheno, el personaje maligno y fatal de esta historia, que ya exhibía una piel grisácea por al cáncer que lo corroía y que sería finalmente el silencioso e invisible justiciero que terminó matándolo en medio de espasmos y gemidos, era un soplón de esos que te parten el alma: no puedo dejar de reiterarlo para que de él se haga mala memoria como un puto soplón que llevaba a su propio torturador en el hígado. Qué mejor negocio para un soplón de esos que te parten el alma que ser el dueño del bar donde nosotros abríamos las nuestras bajo el influjo del alcohol. Eso era antes de que el río se desbordara. Ahora ya no era un posible sospechoso sino un soplón impúdico, exhibicionista de su triunfo inmoral, que nos sonreía sarcásticamente cada vez que entrábamos a comprar vino o aguardiente, presurosos y asustados de la noche y sus sicarios, de la noche y sus perros de presa, que aguardaban y no caían aún sobre ninguno de nosotros, y que murmuraba cuando le comprábamos su pestilente pipeño: “Miren como se arrastran ahora, los comunistas, como ratones de alcantarilla”.


Recuerdo ahora, como axis mundi, una tarde de lluvia y sed. Mojados por dentro y por fuera, como se suele decir en el sur: “¿Han visto matar a un cerdo?” —preguntó de sopetón el Cheno, el patrón del 039, bar de Chiguayante, siempre bajo la lluvia. La pregunta, bajo la lluvia torrencial de ese octubre de 1973, nos dejó a todos sorprendidos. O más bien, paranoicos.


Sabíamos que el Cheno, con esa facha de Nigel Green, el comisario de Scotland Yard que perseguía a Cristopher Lee como un siniestro Doctor Fu-Man-Chú, era uno de esos putos soplones que te parten el alma y te hacer tomar miedo en sus cañas de chuflai. El chuflai era un brebaje tan siniestro como el mismo Cheno, consistente en tres cuartos de aguardiente puro, que se traía a los bares del pueblo contrabandeado de los campos de Bulnes, y el resto mezclado con Bilz o Pap, esas bebidas de fantasía cuyo slogan en la publicidad actual, en pleno siglo XXI, es “Quiero otro mundo”.


Pero el 039 quedaba en la esquina y para llegar al bar más cercano había que caminar como tres kilómetros por la línea del tren. Y en Chiguayante llovía casi todo el año. Y ya nadie de los conjurados del bar quería otro mundo.


“Vos rucio tenís que saber cómo se mata un cerdo”, le dijo el Cheno al Gera, porque su papá, hijo de belgas emigrados, tenía un fundo, camino a Bulnes, en el Puente 7, de la vieja ruta a Bulnes, con puentes abigarrados como los de El salario del miedo.


El papá del Gera, por esos años, como dije, militaba en el Partido Comunista, y tenía un amigo profesor de filosofía que impartía cátedras de marxismo a los trabajadores del campo. El Mambo, que era el hermano menor del Gera, le decía el tío Lenin. El tío Lenin era igualito al señor Barriga, el propietario de la vecindad del Chavo del 8, sólo que en su maletín llevaba el Manifiesto comunista y el Capital de Marx, en lugar de cuentas por cobrar. Pero el Tío Lenin no tiene mayor importancia en esta historia de matanzas de cerdos y de soplones, así que lo dejaremos por ahora para otra.


Con el Gera nos miramos como diciendo qué cresta le decimos a este soplón culiao. Como el Gera sólo apuró un poco más su caña de chuflai, y como yo había visto cómo se mataban los cerdos en el campo, le respondí al Cheno:


—Mire, a los cerdos se los deja todo un día a pura agua, porque es… como que intuyen, intuición animal –aventuré una explicación etológica–, que los van a matar… Por eso la dieta de agua, para que no se caguen en la batea. La batea es como una cama de madera donde se acuesta al cerdo atado por las pezuñas –agregué–, y como generalmente se cagan, antes de matarlo, le meten una mazorca de choclo, por el culo. Ahí el cerdo empieza a chillar.

—O sea que es como culearse al cerdo con un consolador antes de matarlo —rio el Cheno.

—Entretanto se hierve una cazuela con agua, para que, una vez muerto el cerdo, se le saquen las crines con facilidad —le dije al Cheno sin pescar su mala broma—. Ahí el cerdo ya no chilla porque está muerto.

—¿Y antes de sacarle las crines con agua hirviendo? —preguntó el Cheno, el soplón del bar 039, que nos llevaba ya meses o años partiendo el alma—. ¿Cómo matan finalmente al cerdo?

—Hay dos maneras de matar un cerdo —sacó la voz el Gera—. Se le hunde un cuchillo por la garganta, moviendo el puño en redondo, hasta que alcance el corazón: ahí el cerdo deja de chillar y se pega unos pataleos, mientras brota la sangre, humeante, y se escurre por la batea. Hay que hundir el brazo casi hasta el codo, pero hay que hacerlo rápido para que no sufra. Don Pedro se encarga de eso. Lo hace desde que era muy cabro. Y lo hace bien, porque no le gusta que los animales sufran.

—Pero es necesario que sufran —dijo el Cheno—, no me vengai con huevadas, pú cabro. Yo he visto matar cerdos, ¿o creíste qué nací ayer y en la otra esquina? Y puta que chillan, casi como medio minuto desde que le clavan la cuchilla en el cogote y le atraviesa la cuchara. (Se refería al corazón).

—Sí —le contestó el Gera—, pero es la mejor manera… también se le puede dar con un combo. De madera o de fierro en la testa, pero ahí hay que tener buen pulso, porque si no, no se muere al tiro y hay que seguir dándole con el combo en la cabeza. Por eso preferimos el cuchillo y don Pedro sabe cómo lo hace.


El Cheno apuró su caña de tinto, mientras nosotros nos bajábamos el chuflai de un trago. Nos pegamos el tiritón de rigor, de rigor mortis, como se lo pagaban los cerdos al morir. El Cheno sonrió: miraba como caían las gruesas gotas de lluvia. El aguacero arreciaba: aún le quedaba media caña de tinto que arrojó al barro. El tinto se escurrió por el barro, arrastrado por la lluvia, como si fuera un reguero de sangre.


—Sabí rucio —le dijo el Cheno al Gera— nosotros les decimos cerdos a los comunachos, porque son antipatriotas y traidores: un día me tenís que invitar al campo de tu viejo, porque me gustaría ver morir a un cerdo.


No respondimos.

El aguacero arreciaba con más violencia. El Cheno encendió un cigarrillo —Cabañas oblicuos, que era los que le gustaba fumar, unos cigarrillos planos, con boquilla sin algodón, café—. Después de aspirar profundo el fétido tabaco dijo:


—Me gusta más el combo, puede parecer un accidente. El cuchillo es demasiado piadoso. O demasiado evidente. Que es lo mismo.


Con el Gera no dijimos nada. Encendimos nuestros Hilton y sin despedirnos nos fuimos del 039. Sabíamos que el Cheno nos clavaba su mirada traidora por la espalda. Como el cuchillo en el gaznate del cerdo. Pero no pensaba en el evidente cuchillo, sino en el imponderable combo de fierro. El Pájaro Fuentes sólo miró en silencio este diálogo de cerdos y de muerte. Llegamos empapados a la casa del Negro Willy, que quedaba sólo a una cuadra. Así de violento, mortalmente, se nos derrumbaba el cielo.


Esa noche escuchamos a Charlie Parker y también a Grand Funk, mientras nos fumamos unos pitos. Sólo nos faltaban unas Magas para estar en el Club de la Serpiente, del libro negro de Cortázar, nuestro último consuelo, el paso al casillero del tan distante Cielo. Pero ellas estaban a resguardo del aguacero, con sus minifaldas de muselina, en las casas de sus padres. Los amigos de Cheno, los buenos vecinos del Cheno y todos los soplones de aquellos años. Los guarde el demonio en sus llamas eternas.


A comienzos del año 1974, la Universidad de Concepción había interrumpido sus actividades académicas. El rector designado de entonces, Carlos Von Plessing —más parecido a Peter Cushing, el caza vampiros de la Hammer que a Nigel Green o a Cristopher Lee, que solo nos atisbaba desde el bosque, con sus iris rojos de sangre, en el verdadero silencio de la muerte—, se dedicaba a reestructurar la universidad, exonerando a los profesores de izquierda y cerrando carreras como Antropología, Filosofía, Historia y Periodismo. El campus ya no era el mismo que yo conocí cuando algunas veces acompañé a Claudio Fuentes, el Pájaro o el Pepa Loca, como lo apodábamos entonces, al Instituto de Lenguas, donde dos años más tarde yo entraría a estudiar Español y Filosofía. Pero entonces miraba con esa admiración adolescente a los estudiantes vestidos de jeans azules y bototos negros, ponchos de Castilla o mantas beige atravesadas de franjas blancas, como las del “Manco” en los western italianos, y a las muchachas de minifaldas escocesas plisadas y calcetas de lana blancas, tan distintas a las chicas de nuestro pueblo, y que me producían involuntarias, pero inevitables y urgentes erecciones, que bajaba llegando a mi casa con la paja de rigor.


Ahora el río Biobío había invertido su curso y las chicas de vestidos de mueselina, o jeans de piel de durazno y petos como Sherezades hippies, envejecieron prematuramente con el miedo. Los milicos nos cagaron las ganas, nos obliteraron el deseo. Nos cortaron el pelo y los jumpers, como si fuéramos cerdos y cerdas. Nos castraron a nosotros y a ellas las hicieron monjas poseídas por el demonio del convento de rigor.


Pocos años atrás, Patricio Fuentes, militante del MIR y Claudio Pérez, pintaban en los muros de Chiguayante: MILITARES NO DISPAREN CONTRA EL PUEBLO USTEDES SON EL PUEBLO. Y una noche el pueblo uniformado les cayó desde las sombras: un quiasmo, una puta figura literaria fue el fatal recurso: Patricio dijo Patricio Fuentes y Claudio Pérez, sí, dijo soy. Claudio Fuentes: un quiasmo fatal por el miedo, por el terror. Yo había vuelto a Chiguayante y vivía en la calle Manquimávida, a cinco cuadras del río Biobío. Y, una tarde soleada, desde el río, apareció el Claudio Fuentes, somnificado, muerto vivo, como los zombies de Romero, en blanco y negro, con la mirada clavada en la nada; con mi mamá lo entramos en la casa, a la parcela blanca, donde vivíamos por esos años, al margen del río, de la vida, cerca de la calle Cementerio, justo a dos cuadras del cementerio de Chiguayante y sus tumbas entreabiertas. Le dimos café, le preguntamos qué le pasaba. Vueltas y vueltas en una furgoneta, nos dijo, ahora me mareo, desorientación: y por azar, desde el río, llegó a nuestra casa.


Fue en 1974, septiembre. El Claudio Fuentes sin saber por qué. Fue dando el paseo de la muerte sin morir y abandonado junto al río. No sé cómo narrarlo para que se entienda. El Claudio Fuentes amaba a la Sofía. La Sofía vivía frente a la carnicería junto al condominio donde yo viví años después. No sé ya cómo continuar narrándolo. La boca se me hace espuma, me acogollo.


Lo intento, lo palpo con estas palabras, vanas. El 24 de diciembre de 1974, con el Gera y el Negro Willy nos fuimos a tomar hasta morir al campo del papá del Gera. El Claudio Fuentes iba a ir con nosotros. Pero la Sofía, su polola, estaba de cumpleaños. Se quedó con ella y regresó a la casita del Negro Willy por la línea férrea, como siempre lo hacia los 24 de diciembre cuando la Sofía cumplía años.

Cuando volvimos del campo una tía del Gera, la tía Maggy, me llamó a mí —no sé por qué a mí— y me dijo:


—Murió.

—¿Pero quién? —le pregunté a la tía Maggy.

—Claudio –me respondió la tía Maggy. (Yo tengo un hermano que se llama Claudio)

—¿Qué Claudio? —le pregunté a la tía Maggie, sólo por reflejo.

—Fuentes —respondió.


Perdón, sólo pido perdón por el primer alivio, y también sólo pido perdón por un dolor tan hondo, tan hondo, que no sé si fue alivio o salvación.

—Trata de decirle al Gera y al Willy de la mejor manera posible —me dijo la tía Maggy.


No alcancé a preguntarle por qué el elegido, como el emisario de la muerte, había sido yo. El Gera y el Negro Willy reían y se estaban subiendo a la camioneta. Repetí el dictum:

—Murió.

—¿Qué chucha, flaco? ¿Quién? —preguntaron el Gera y el Negro Willy.

—El Claudio —dije–, lo atropelló, anoche, lo atropelló el tren cuando volvía de la casa de la Sofía.


No era posible, pero lo imposible se imponía como los tiempos que vivíamos, como lo posible, como el destino. Como siempre lo hacía, de regreso de la casa de la Sofía, caminando por la vía férrea, al Claudio lo atropelló el tren. Un tren que nunca pasaba por esa vía férrea a esa hora.


Don Armando, el padre del Gera, aún militante del Partido Comunista el 25 de diciembre de 1974, nos dijo a mí, a su hijo, el Gera, al Negro Willy, al Carlitos y al Pato, los hermanos de Claudio Fuentes: no pensemos más: lo atropelló el tren, no sacamos nada con pensar otra cosa. Sabiduría del patriarca de los hermanos Pierart, sabiduría de viejo militante del Partido Comunista.


Lloramos, sin preguntas, por esa muerte absurda del mejor de todos nosotros. El cura de la iglesia de Chiguayante aceptó que en lugar de una cruz pusiéramos sobre el ataúd el signo de la paz. Y que en lugar del Requiem pusiéramos como tema de despedida a Pink Floyd. Después del funeral nos fuimos todos al campo del papá del Gera. Tomamos como condenados, fumamos mariguana como condenados. Todos, menos yo, los demás se desnudaron e hicieron una pirámide. No me desnudé porque fui el fotógrafo. Pero estaba tan borracho y volado que la foto salió desenfocada. Estaban todos en pelotas riendo y llorando y amando al Pepa Loca, a Claudio Fuentes, el poeta que casi no escribió.


(No hay versos suyos en su memoria. Sólo un poema de Mario Milanca, en su libro El asco y otras perspectivas. Mario Milanca, poeta que moriría años después, ya en democracia, en un vuelo desde Cuba a Venezuela cuando fue el alud de barro sobre Caracas. A Mario Milanca nadie le ha escrito un poema In Memoriam)


Esa noche tiré como loco con la chica hippie que hacía palomitas de maíz recubiertas con chocolate en la casa del Negro Willy. (Digamos que se llamaba Paloma). Al otro día nos bañamos en el río que queda junto a la casa del fundo del papá del Gera: yo continué siendo el fotógrafo. Hay puros desnudos, empelotados, todos nosotros. La vagina de la Paloma (sí, se llamaba Paloma) y varios close-up de falos medio erguidos, tristes. Sexo, paz, amor, tristeza y resignación. ¿Qué más? Bien, como siempre pasan los años.


La Sofía se casó con el carnicero de la esquina, que le puso una paquetería al frente. Ella vendía hilo negro y también de colores, lanas, botones y cuadernos con espirales de esos que se llamaban universitarios. El carnicero de la esquina me fiaba por esos tiempos huesos de cazuela y pana para mi hijo Diego, envueltos en papeles de diario donde las moscas se confundían con las mentiras que publicaban los periodistas cobardes proclives a la junta de gobierno y los paquetes se teñían de sangre de vacuno. El carnicero de la esquina vigilaba desde su carnicería la paquetería de la Sofía, con la que nunca volvimos a hablar del Claudio Fuentes.


El carnicero de la esquina no era un soplón: sólo cumplía con su faena de carnicero y de vigilar a su mujer, porque el hombre sabía que la Sofía en su juventud había sido una chica hippie y diz que comunista y aún me fiaba la carne para la cazuela del Diego sin decir palabra, mientras espantaba las moscas verdes del paquete envuelto en la prensa ensangrentada.


Los hermanos Fuentes, el Pato y Carlitos, se exiliaron en Argentina y después en Inglaterra. Siguieron su vocación de músicos. El Pato regresó por unos días a Chiguayante, allá por el año 1988, creo. Bebimos, nos acordamos de esos tiempos, aún durante la dictadura. Como despedida, antes de regresar a Inglaterra, el Pato me regaló un cassette de Tom Jobim.


Pasaron los años y una mañana de 1997, en la Biblioteca Nacional, donde ahora trabajo, apareció, una tarde, Carlitos Fuentes. Nos abrazamos. Iba de la mano con su hijo. Le pregunté ¿cómo está el Pato? Me respondió: murió. Cáncer a los testículos. Sólo atiné a decir: ¿y tu hijo? Carlitos me dijo, bien, sí, se llama Patricio, pero sólo habla inglés, dijo con una tierna ironía. ¿Qué toca?, le pregunté. Guitarra y bajo, me respondió el Carlitos. Sonreímos. No hubo lágrimas. Sólo un abrazo que decía, bueno, hasta la próxima vez.


Si la hay, creo que pensamos los dos. Y ese niño, el otro Patricio, el otro Carlitos, el otro Claudio, será creo, deseo, nuestro tiempo pasado, nuestro tiempo inconcluso, nuestro futuro para todos los amigos de Chiguayante, ya agostado para nosotros para siempre.


La historia de los hermanos Fuentes podría ser una balada de Dickens, si Dickens hubiese escrito baladas y no esos geniales folletines melodramáticos en los que retrató con una pluma lacrimógena y cruel la vida de las ciudades, las putas, los bandidos y los huérfanos de la Inglaterra victoriana, sino este entremés trágico que representa en un pueblo del sur, la irrevocabilidad del destino.


¿Y mi historia, en los años siguientes? Un cuento mal narrado de terror, con vampiros y zombies, un blues trasnochado, en esos años en el Cecil Bar, el Cotton Club de Concepción, donde las putas desdentadas de Orompello bailaban a la Billie Holiday, sin saber quién era, con la Tatiana, el único travesti de Concepción, que fue camionero antes de travestirse, porque perdió el camión en una apuesta con unos malandras de Iquique, y noche tras noche de esos inviernos, sobre el serrín de la pieza 6 del Cecil se travestía en macho, a la inversa del show, y hablaba por los tatuajes mal trazados de su abdomen de inexorable hígado graso, y se tiraba unos aguardientes tras otros, que le hacían caer lágrimas de alcohol o pena, nunca supimos, y contaba esas historias de caminos hacia Antofagasta por el desierto de Atacama, y después, antes de borrar el último borrón de rouge apelmazado de sus labios gordos, nos decía, o más bien balbucía, ya cabros, váyanse con cuidado, miren que la noche es oscura y aunque no haya curvas, la carretera es larga y traidora.




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