La evolución de las canciones de misa
El 23 de diciembre recién pasado, y como suelo hacer cada viernes a eso de las 18:00 después de mi horario laboral, publiqué un posteo en mis stories de Instagram para que me preguntaran cosas y conversáramos con las personas que interactuamos en dicha red social. La primera pregunta que llegó era, “¿cuál es tu canción navideña favorita?”. No me costó mucho responderla, porque hay un villancico al que le tengo un cariño supremo que se llama “Adeste Fideles”, sobre todo en la versión en inglés (“Oh Come All Ye Faithful”) que interpretó la banda indiepop Belle and Sebastian en una Peel Session navideña el 18 de diciembre de 2002 y presentada por el propio Peel con aquel timbre de voz profundo que lo caracterizaba.
Yo no sabía en realidad qué era lo que me conmovía tanto de ese villancico, pero el espionaje que hacen las redes de tus actividades —como cuando luego de conversar con un amigo sobre tus ganas de ir a la playa el fin de semana, teniendo tu celular sobre la mesa de la schopería, te aparece publicidad en Facebook de Airbnb recomendándote arriendos en El Quisco— me arrojó luego una respuesta.
Facebook puso en mi timeline un reportaje de Hugh Morris en el The New York Times, sobre la importancia, para la historia de la música religiosa secular, de aquella pieza [“Everyone Wants to Hear’ This One Chord in a Christmas Carol”], donde mencionaba que hay un momento en la canción que llegó a ser muy importante para la historia de la música. El acorde de la “Palabra del Padre”, como era llamado, generaba misterio y asombro. De hecho, en los círculos corales era llamado “el acorde”. Este arreglo de David Willcocks de mediados del siglo XX, se inserta en la última estrofa, en donde se agrega un acorde “de séptima medio disminuido debajo del texto Word, resolviéndolo elaboradamente en los siguientes compases”. Las palabras finales se referían al prólogo del Evangelio de Juan que, generalmente, era leído en la mañana de Navidad y que ha sido clave en los servicios de adviento. Este pasaje dice “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios” y se aleja de las imágenes típicas de la Navidad ligadas a los ángeles, magos y pastores. Esto vuelca el sentido a una visión más clara del misterio divino, llena de fuerza y complejidad.
Quiero quedarme con un par de ideas de Morris del “Adeste Fideles” de Willcocks: aquellas donde afirma que dicho acorde corresponde a un recurso musical sublime que conmueve el “alma”, como diría Descartes en su primera obra llamada Compendium musicae, donde desarrolla la relación de la música con las emociones y el texto. Para la teología bíblica, el versículo de “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14) es uno de los momentos más gravitantes de todo el Universo. Es el misterio de la encarnación expresado de la manera rotunda. Morris repara en que, efectivamente, al hacer uso de dicho acorde tan dramático cuando el texto del villancico llega a aquella palabra, la palabra de las palabras (“Verbo” / “Word” / “Palabra”), la audiencia reconoce un momento sacramental, à la Boff.
La música religiosa se seculariza
Fue el Concilio Vaticano II -en la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium de 1963- el que, para el caso del catolicismo romano, instaló la idea de que la música litúrgica podía tener un componente más secular que aquella que por siglos había inundado los espacios pétreos de los monasterios o las catedrales vía el canto gregoriano o los órganos de tubos. De ahí que los vasos comunicantes con la música contemporánea, como el pop, el rock y, sobre todo, el folk, fueran muy significativos.
En ese sentido, muchas melodías mainstream fueron adaptadas en su instrumentación para acompañar no solo los servicios religiosos, sino también momentos de reflexión oracional, donde, solo por nombrar algunos ejemplos, destacan, para el caso de Chile, el “Padre Nuestro” inspirado en “Sound of Silence” de Simon & Garfunkel; “Last Supper”, “La Última Cena” de la Opera Rock “Jesucristo Superestrella” que se tradujo al estilo de la Iglesia Latinoamericana como “Qué Misión tan Bella es Ser Apóstol” o “Quiero Cantar una Linda Canción”, que era un cover de “Tous les Garçons et les Filles” de 1962 en la voz de Françoise Hardy, sin dejar de lado, evidentemente, el ejemplo más claro de todos, que es el “Blowin’ in the Wind” de Bob Dylan, que se versionó como “Por este mundo que Cristo nos da” para el momento del Ofertorio.
Cada nación Iberoamericana, pero también todas ellas en conjunto, desarrollaron líneas de fuerza en esto de la música más secularizada para las misas, y en nuestro país hubo un despliegue que fue desde las piezas narrativas de Los Perales (“El Peregrino de Emaús”, “Camino del Viernes Santo”), hasta los himnos de la pastoral juvenil de los noventas (“Tres cosas tiene el amor”), pasando por los arrestos de Elicura (“Jesús, Jesús”) o del Concierto de Oraciones (“Gracias por todo, Señor”). Cuando se desarrolla una cronología de la llegada de la apertura de la música de misa o reflexión desde el Concilio, emerge una lectura secundaria y más profunda de los mensajes secretos y las sensibilidades epocales que se fueron sucediendo, no bien la Iglesia dialogaba con el mundo y con su propia historia reciente.
En los primeros días, la diferencia entre la musicalización y la vocalización de esta música con la música sacra previa era difícil de distinguir y, si bien había un aspecto devocional que predominaba, seguía siendo el estilo muy heredero de centurias de tradición previa, como es el caso de las obras de los galos Jacques Berthier para la entonces pequeña comunidad de Taizé de las postrimerías de la década de los cincuentas (“Dans nos obscurités”). O las de Joseph Gelineau, que es a quien se debe la Salmodia de Gelineau, un método para el momento de la lectura de los Salmos durante la eucaristía, en que se intercala un verso interpretado coralmente por la asamblea que “corta” reiteradamente y melódicamente el recitado del salterio. No bien lo temprano de los trabajos de ellos, ya había en ambos autores un elemento crucial para todo lo que vino después, a saber, la noción y la encarnación de la música por la comunidad -Taizé y la asamblea litúrgica-.
Esta noción sería crítica en uno de los ejemplos supremos de canto de misa modernos, “Pescador de Hombres” de Cesáreo Garbaráin, obra de 1974 que fue una especie de hit litúrgico desde entonces: “Tú has venido a la orilla / no has buscado ni a sabios ni a ricos / tan solo quieres que yo te siga // Señor, me has mirado a los ojos / Sonriendo has dicho mi nombre / En la arena he dejado mi barca / Junto a ti buscaré otro mar”.
Es interesante apuntar que el intertexto de esta canción es la llamada a Pedro por parte de Jesús, dialogando con variados pasajes de los Evangelios, bajo la idea de que Jesús eligió a unos pescadores como sus discípulos y privilegiados. Y la epifanía que ello provocaba en quienes participaban en la asamblea era significativa, toda vez que cada hombre o mujer que entonaba dichas estrofas, por un instante, podía proyectarse como el sujeto “llamado” y ya no solo entenderlo como una evocación de los tiempos neotestamentarios.
Esa emoción del llamado particular, que era el núcleo esencial de algunas canciones de misa, se explotó hasta la saciedad en los años que vinieron, acentuando la personalización de aquellos mensajes. Las canciones de misa, sobre todo en la pastoral juvenil, tenían un componente de susurro secreto en que se hacía referencia a cada persona que entonaba, escuchado en esos sones: “Me tocaste Jesús, y cerré mi puerta”, “Hace tiempo, tú, Señor en gran silencio, escuchaste mis anhelos y proyectos”.
Uno de los problemas de la secularización litúrgica correspondía a que individualizaba en extremo el mensaje y la praxis católica. Como si la vida laica fuera un asunto solo referido al fuero interno, más allá de lo emocional y transformador de la experiencia. Por eso, en algunos sectores se suele sentir que estos temas tienden a ser más conservadores -e incluso de derecha-, donde, una de las últimas encarnaciones de dicha sensibilidad habita en quizá el último gran hit litúrgico que ha habido en Chile: “Milagro de Amor”, del grupo Betsaida, que reza, “Jesús, aquí presente en forma real / Te pido un poco más de fe y de humildad / Quisiera poder ser digna de compartir / Contigo el milagro más grande de amor / Milagro de amor tan infinito / En que tú mi Dios te has hecho / Tan pequeño y tan humilde para entrar en mi”.
Es por ello que algunos otros temas musicales aparecen, cuando se hila más fino, en contraste con esta excesiva devocionalización, interpelando más al aspecto comunitario. Uno de esos temas es, sin duda, “Venid y vamos todos” (con flores a María) original de 1961 de J. Gimeno, y también “Santa María del camino” (“Mientras recorres la vida / Tú nunca solo estás / Contigo por el camino / Santa María va // Ven con nosotros a caminar”). Ambas canciones marianas no solo están asociadas al Mes de María en Chile, sino que disponen de un acento propio de la Pastoral Latinoamericana. De hecho, uno de los momentos cruciales de “Santa María del Camino”, ocurre en otra de sus estrofas: “Aunque te digan algunos / que nada puede cambiar, / lucha por un mundo nuevo, / lucha por la verdad”. ¿Qué quería decir lo del mundo nuevo y la lucha por lograrlo?
En el Chile del contexto de la dictadura militar no era raro que algunas personas entendieran dichos fragmentos como un mensaje en clave, máxime cuando simultáneamente el trabajo de la Iglesia institucional se hallaba volcado a la defensa de los derechos humanos, en especial desde la Vicaría de la Solidaridad. Y no solo en ese fragmento se hallaban estas señales secretas. A fines de los setentas se realizaron festivales llamados, “Una Canción para Jesús” donde en su primera edición de 1978 triunfó el tema “Hombre Verdadero”, firmado por José Luis Ramaciotti Fracchia e interpretado por Cecilia Echenique junto a Tita Munita. En esta canción se hallaban versos como los siguientes: “El otro, el que quieren imponerme / es de piedras y mentiras / sólo compra, suma y vende / es de hielo y amargura. / Yo no quiero parecerme / a eso que llaman el hombre / el hombre es uno y desde siempre / en El creo y quiero verle”; que contrastan con: “Eres Jesús el carpintero / el de alegrías y quebrantos / de pobres y afligidos / de mi canto y el de tantos”. Ese hombre falso era una alusión a la dictadura, mientras que Jesús se ponía del lado de los pobres y afligidos.
Lo mismo insertaba Elicura, en la mencionada, “Jesús, Jesús”, en sus versos, “En este día que nace / Veo tu luz, veo tu cruz / En esta mano extendida / Estás tú, estás tú / En esa risa que es canto / En esa lluvia que es llanto / En mi país lastimado / En mi guitarra, y en mis ganas de amar / En toda esta tierra, que está llena de ti”. Cuando en las misas de la pastoral juvenil sonaba, “en mi país lastimado” toda la asamblea sabía a qué se refería.
Más todavía, en otra canción de Elicura -“Yo te canto”- se celebraba a los grupos desfavorecidos de Chile: “Yo te canto con amor, larai lará, de mi país, poblador./ Yo te canto con amor, larai lará, de mi país, constructor./ Yo te canto con amor, larai lará, de mi país, sembrador./ Yo te canto con amor, larai lará, de mi país, Salvador”. Cuando Alberto Plaza versionó este tema modificó la letra eliminando “poblador” y “Salvador”, que no solo hacía referencia a Jesús Salvador, sino que al propio Allende. Todo esto, por cierto, era un secreto, como señales que algunos encontraban en el cancionero pastoral de la dictadura, y que, tal como expresa Patricia Díaz-Inostroza en su libro El Canto Nuevo chileno. Un legado musical, no se jugaba a decir directamente, sino que solo hacer alusiones metafóricas, tal como en el movimiento del Canto Nuevo, en un contexto en que ser explícitos en las letras era peligroso.
Los noventas
Con el “Retorno a la Democracia” ese acento colectivo se perpetuó. Uno de sus grandes ejemplos, el “Hey, Jude” de las canciones pastorales, fue “La Canción del Misionero”, en el contexto de una misión nacional a mediados de esa última década: “Señor, toma mi vida nueva / Antes de que la espera / Desgaste años en mí / Estoy dispuesto a lo que quieras / No importa lo que sea / Tú llámame a servir // Llévame donde los hombres Necesiten tus palabras / Necesiten Tus ganas de vivir / Donde falte la esperanza / Donde falte la alegría / Simplemente / Por no saber de ti”.
Era otro contexto, de mayor apertura, de salir a las calles, muy propulsado por la Vicaría de la Esperanza Joven, instalada en el llamado “Barrio Vaticano de Los Héroes” y que, en algún sentido logístico, era una extensión de la Vicaría de la Solidaridad. Allí cabían las celebraciones de la Pascua en Plaza Italia o las caminatas juveniles de Santa Teresa de Los Andes o hacia el Santuario del Padre Hurtado. Asimismo, en aquellos días proliferaron en muchas parroquias, como La Anunciación -que había albergado a la Parroquia Universitaria, fuertemente vindicada al Canto Nuevo anteriormente-, La Transfiguración, San Pedro y San Pablo o Los Castaños, muchos coros que interpretaban no solo aquellos temas con mensajes secretos de la pastoral durante la dictadura, sino que del renovado cancionero noventero.
Estas canciones, si bien todavía dialogaban con los signos de los tiempos, empezaron a carecer de ese espíritu epocal previo, que había sido de alguna forma documentado en la serie de discos, “Concierto de Oraciones”, donde a lo largo de los tracks se registra tal evolución, y, más aún, el encuentro de las tradiciones del Canto Nuevo asociado a la pastoral tanto de Chile como de Argentina que fue “Voces sin Fronteras”, editado con motivo de la visita a nuestro país de Juan Pablo II en 1987, donde participaban, Fernando Ubiergo, Marilina Ross, Tati Penna, Eduardo Gatti, Julio Zegers, Piero, Cecilia Echenique, Roque Narvaja, Gervasio, Keko Yunge, Florcita Motuda, Silvina Garré, Oscar Andrade o Mónica Posse.
El ocaso
El siglo entrante vio una crisis eclesial autoinfligida fundamentalmente por los crímenes de abusos sexuales que empezaron a ver la luz pública. Esto no solo precipitó la decadencia y la laicificación de las pastorales, donde la juventud huyó de la iglesia, sino que también el declive de la música de misa- El ejemplo que más me llama la atención es un tema para una nueva misión país de mediados de la primera década de este siglo, “Himno Misión País”, que dice: “Hoy despierta un llamado a convertir / nuestros pasos en huellas de verdad / nacen miradas felices de seguir / la tarea que se nos confió. // Se abre una Iglesia dispuesta a renovar / La promesa de evangelizar / Nuestras ciudades se inunden de tu paz / y el esfuerzo se vuelva santidad / las visiones se hacen realidad (…) haz de Chile Señor una familia / que viva abierta a entregar / tu palabra donde haya soledad /donde hijos y padres se vuelvan a encontrar”.
Cuando se escucha esta última canción a la luz de lo que ha sucedido en la Iglesia en estos tiempos, y que, es importante señalarlo, se arrastra desde hace centurias, da la impresión de que es un tema que ya no dialoga con el espíritu y las señales de los tiempos. Es un tema ahora correcto, con bonitos arreglos y vocalizaciones, pero falto de alma.
En tiempos en que la Iglesia ha entrado en una fase de ocaso autoinfligido y la fe pasa entonces por una “noche oscura”, para aludir a la imagen de San Juan de la Cruz y Edith Stein, la música religiosa posconciliar ha entrado en una fase también de penumbras. Es por ello que un tema reciente, del sacerdote argentino Eduardo Meana, a mi juicio encarna ese dialogo epocal necesario para que la canción de misa o reflexión comunique un mensaje que se haga cargo de lo contemporáneo. La canción se llama “En mi Getsemaní” (interpretado en el video por la chilena María José Bravo), y es importante compartir su letra completa, donde las resonancias al estado actual no solo de la Iglesia, sino que, y lo que es mucho más importante, de la fe en esta tercera década del tercer milenio, alcanzan cotas mayores y de un hondo calado:
“Para que mi amor no sea un sentimiento/Tan sólo de deslumbramiento pasajero/Para no gastar mis palabras más mías/Ni vaciar de contenido mi te quiero/Quiero hundir más hondo mi raíz en Ti/Y cimentar en solidez éste mi afecto/Pues mi corazón que es inquieto y es frágil/ Sólo acierta si se abraza a tu proyecto//Más allá de mis miedos/Más allá de mi inseguridad/ Quiero darte mi respuesta/Aquí estoy/Para hacer tu voluntad/Para que mi amor sea decirte sí/ Hasta el final//Duermen su sopor y temen en el huerto/Ni sus amigos acompañan al maestro/ Si es hora de cruz, es de fidelidades/Pero el mundo nunca quiere aceptar esto/Dame comprender, Señor, tu amor tan puro/Amor que persevera en cruz, amor perfecto/Dame serte fiel cuando todo está oscuro/Para que mi amor no sea un sentimiento/ (…)No es en las palabras ni es en las promesas/Donde la historia tiene su motor secreto/Solo es el amor, en la cruz madurado/El amor que mueve a todo el universo/ Pongo mi pequeña vida hoy en tus manos/ Por sobre mis seguridades y mis miedos/ Y para elegir tu querer y no el mío/ Hazme en mi Getsemaní fiel y despierto”
En sus mensajes secretos, en su devocionalidad personal individual y en sus arrestos colectivos, y en su diálogo con el mundo, la música de misa aspira a ser eco y respuesta de los tiempos que se viven, década tras década y siglo tras siglo. Y en el caso actual, como escribe Meana en su letra: “Si es hora de cruz, es de fidelidades”, asumiendo siempre que dicha cruz son los pecados de la iglesia, de los que incluso participaron, como se supo más tarde, personas como el propio Cesáreo Garbaráin autor del “Pescador de Hombres”, quien fue acusado de abuso sexual en 1978, como reveló El País de España hace un par de años.
Ricardo Martínez-Gamboa