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Poética de la playa


Ilustración: Libro "La playa" (Ed. Saposcat). Sol Undurraga


La playa es un límite entre dos elementos: el mar y la tierra. Es un umbral, una zona indecisa, que no es ya propiamente tierra ni mar todavía. Es, en estricto rigor, la franja en que coexisten mar y tierra alternados, la zona que el mar puede cubrir cuando sube la marea pero que normalmente moja solo de manera intermitente.


La arena típica de la playa vacila entre la solidez de la tierra y la fluidez del agua. Seca o bajo el agua, cede ante el peso de nuestro cuerpo. Saturada de agua, pero no cubierta por ella, se vuelve sólida, firme, por la resistencia de la película de agua que la cubre. Moldeable, la arena permite edificar en ella castillos y toda suerte de figuras torpes o virtuosas, escribir y dibujar en ella, sabiendo que todo trazo o edificación es transitorio y será borrado por el viento o la marea alta. Encarnación de lo provisorio, según el Evangelio cristiano, la arena se opone a la roca, fundamento sólido esta última sobre la que el hombre prudente debe edificar su casa, mientras que la del necio que edifica sobre arena cae cuando llega la tormenta. Alzada por el viento, se introduce en todo lo que se expone a ella: se entromete entre las páginas de los libros, en los alimentos, en los pliegues más recónditos de nuestros cuerpos, en los intersticios de nuestros juguetes y dispositivos electrónicos.


La arena se presta con facilidad al simbolismo y a la imaginación literaria: para Borges, se asemeja al infinito, y las páginas de su libro de arena están en constante cambio, como el paisaje de un desierto. En La mujer de arena, Kobo Abe construye un escenario de un erotismo asfixiante, un amor encerrado entre muros que se desmoronan, mientras que El hombre de arena que inspiró a E.T.A. Hoffman amenaza con cegar a los niños que se resisten a quedarse dormidos. Todas estas fantasías podrían pensarse como elaboraciones de las experiencias cotidianas en la playa, que en principio por su cercanía al agua parece opuesta al desierto pero comparte varios rasgos con él: el sol implacable, la sed (el agua del mar no la calma) y la topografía ondulante.


Sobre esta capa de arena se disponen cuerpos, en sillas de playa, toallas, pareos, al sol o cubiertos por coloridos quitasoles. La mayoría están casi desnudos, mirando en dirección al mar: a nadie se le ocurre sentarse dándole la espalda. La playa es una gradería, un palco desde el que se mira el espectáculo de las olas golpeando la orilla y la inmensidad de las aguas que se extienden hasta el horizonte, aunque también podríamos pensar que es una suerte de vitrina en la que nos disponemos para que el mar nos mire, nos exponemos al mar y al sol como cuadros de una exposición o mercancías en un escaparate que ellos contemplan con interés variable.


Periódicamente alguna de las personas instaladas en su sitio contemplando el mar desciende hasta el borde del agua y se introduce en ella gradualmente, caminando. Pocas llegan a nadar, la mayoría entra hasta la cintura y vuelve a salir, ya refrescada, para tenderse nuevamente al sol. Algunos se zambullen en la curva de las olas antes de que rompan, otros se agachan para mojarse el cuerpo completo aunque el agua les llegue solo hasta la cintura. A veces entran en parejas o grupos, otras corren desde la arena hasta el agua como para no perder el impulso de mojarse. De vez en cuando alguno se aleja por la superficie espumosa hasta cruzar el rompeolas y agitar una mano en saludo, reducido a un punto del tamaño de una cabeza de alfiler. Cuando campea la bandera roja, los salvavidas pueden amonestar al imprudente y conminarlo a regresar a punta de pitazos, gritos, gestos agitados. En el mar no hay que confiarse, nos decían de chicos, y en efecto el tranquilo espectáculo puede en cualquier momento volverse épico rescate o terrible tragedia. Los cuerpos que salen del nado respiran agitados, y se tumban tiritando sobre su toalla a recuperar el aliento y la temperatura.


Las playas están siempre ahí, pero las invadimos en masa durante el verano, en particular en febrero. Acudimos a ellas para descansar. Vacacionar, decimos, veranear, curioso verbo formado a partir del nombre de una estación, que no existe para las otras: hibernar no es pasar el invierno en algún sitio, es entrar en un estado especial de adormecimiento durante ese período del año, y que yo sepa no se puede otoñear o primaverar, aunque debería poderse. Nos tomamos fotos, nos cubrimos de cremas para protegernos la piel de la radiación solar, tratamos de vernos bien o no tan mal en traje de baño. Aparte de la zambullida periódica, a veces pateamos una pelota en un círculo o la nos la pasamos con paletas. Llevamos calzado especial para caminar sobre la arena, diferentes tipos de chalas, sandalias, hawaianas, alpargatas. Las toallas nos sirven para secarnos, pero también para tendernos sobre la arena sin que ella se adhiera a nuestros cuerpos mojados (lo que, sin embargo, ocurre igual). La banda sonora de la playa es el rumor constante pero nunca monótono del mar que golpea la orilla a intervalos y luego se retira, las voces de los niños jugando, el canto de las gaviotas y otros pájaros que merodean por la orilla, a veces vendedores ambulantes (como el inolvidable canturreo "pan de huevo barquillo cuchuflí" de mi infancia), y si tienes mala suerte altoparlantes con música invasiva.


Mi película favorita sobre playas es Balnearios (2002), de Mariano Llinás, en la que se superpone una narración ominosa y bizarra a imágenes anodinas de bañistas llevando a cabo actividades completamente normales. Me sucede a ratos en la playa desear una voz de ese tipo, que torne la normalidad en novela de misterio o suspenso. Imposible olvidar también La muerte en Venecia de Visconti, con su creciente desborde de un deseo prohibido en un hotel junto al mar, hasta el punto en que el protagonista se deshace ante nuestros ojos, con el pelo teñido y el maquillaje corrido, en una de esas playas europeas cubiertas de sillas y equipadas con pequeñas carpas a rayas que sirven como camarines, que aparecen también en El tiempo recobrado de Ruiz. O en clave más pop, la serie Guardianes de la bahía con sus cuerpos atléticos mostrados en cámara lenta y argumentos que eran una tenue excusa para mostrar a mujeres corriendo en bikini, en cámara lenta, un espectáculo turbadoramente hipnótico para el adolescente que yo era, y que los observaba tensado entre el tedio televisivo y la calentura difusa de los catorce años.


Hace poco, en el Festival Teatro a Mil, fui a ver Sun & Sea, un espectáculo teatral en que el piso del Centro Cultural La Moneda se cubría de arena para figurar una playa iluminada con luz suave en la que bañistas comunes y corrientes realizaban ante nuestros ojos las actividades corrientes de ese lugar: asolearse, echarse bloqueador solar, comer sándwiches, conversar, estar tendidos, dormir, jugar a lanzarse una pelota plástica sin que toque el suelo. De vez en cuando este murmullo anodino era interrumpido por arias y coros, una música minimalista compuesta ajustada perfectamente a la falta de dramatismo del libreto, en el sentido estricto: se trata de una obra sin más acciones que las mencionadas, en que los textos son monólogos interiores de personajes que no están haciendo nada más que recordar, imaginar, cavilar. El libreto es ingenioso en su capacidad de entrelazar lo leve y lo existencial, lo mundano y lo trascendente, pero al mismo tiempo llama la atención hasta qué punto anula lo que tradicionalmente impulsa todo espectáculo teatral: la acción, el conflicto, la interacción. Aquí no hay más que un conjunto de conciencias paralelas que observamos, y que permanecen aisladas, incluso cuando cantan en coro, armonizados, al unísono. La obra es tal vez un buen retrato de lo que sucede en las playas en las que descansamos juntos pero no revueltos, simultáneamente pero cada uno absorto en su tiempo propio, solitario, personal. Nunca constituimos un verdadero coro como el de una tragedia o una cantata barroca, un coro que comente las acciones presentadas por la obra desde el punto de vista de la colectividad, porque esa colectividad está dispersa, atomizada como granos de arena que se mueven al antojo del viento.


Volvemos de la playa a la ciudad tostados, arrastrando maletas cargadas de ropa sucia, baldes plásticos, toallas de las que cae arena al introducirlas a la lavadora, patas de cangrejo, conchitas y otros cachureos, pero persiste por un tiempo en nosotros su ritmo, su rumor, su atmósfera marina, que poco a poco va borrando el mes de marzo a medida que nuestra piel palidece de nuevo y nuestros cuerpos se abrigan para recibir al otoño, preguntándonos si realmente está la playa por debajo de los adoquines sobre los que caminamos otra vez hacia la pega.

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