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¿Quién es yo?



“Yo es otro”

A. Rimbaud


Hace unas semanas fui al baby shower de una amiga. En un mes y medio más será madre.

¿O ya es madre? No sé cuándo empieza la identificación con esa palabra. Uno de los

juegos fue observar fotografías de todxs lxs presentes, de cuando éramos niñxs. Puros

rostros de entre uno y cuatro años. Mi amiga acertó en casi todos. La gracia está en ver

cómo hay algo que se mantiene a pesar de los años. Yo estaba nerviosa porque no sabía

qué pronombre usarían al ver mi imagen. Es que desde hace poco me llamo Felicia. Antes

era Felipe. Y ese día dijeron: “¡es la Feli!”. Quizás por eso escogí ese nombre, para que el

diminutivo me contuviera en pasado y en presente. El juego de la foto me recordó a la

paradoja del barco de Teseo. Si ya no uso esa ropa, si las células que componían ese

cuerpo de hace más de treinta años ya no existen porque fueron todas renovadas, si mi voz

no es la misma, si mi cuerpo ha cambiado con las hormonas, si lo que pienso ahora ya no

se parece a lo que pensaba en ese tiempo, si ahora ni siquiera soy él, soy ella: ¿por qué

esa de ahí sigue siendo yo?


Desde hace un tiempo que vengo preguntándome “¿quién es yo?”. Así, con esa redacción.

La pregunta no la tomo yo misma, la que escribe estas palabras, la que teclea en este

computador, diciendo: “¿quién soy yo?” No. La interrogante es otra. Es distante y es

distinta. Me alejo de mí misma para ver qué es eso que hace que yo sea. Hay momentos en

los que este cuestionamiento me lleva a pensar que hay algo dentro mío que me habita y

me vive. ¿Dentro de qué? Michel Henry dijo: “Yo soy mi cuerpo”. Complejo. Entonces, no

hay un yo que posea mi carne, mi piel no es una propiedad. Los gestos del rostro, los

afectos que afectan, las palabras que yo dice, los recuerdos que yo no suelta, esta piel que

limita con el mundo… todo eso está trenzado. Es uno y es varios al mismo tiempo. Todo

eso es yo. Y, aunque intente explicarlo en estas frases, no lo veo y no lo entiendo. Para

encontrarlo (tarea imposible, por cierto, me ha quedado más que claro que jamás podré

atrapar a yo), debo recurrir a detalles, a cortes en mi historia, a los lapsus donde se asoman

conocimientos que viven del escape.


A propósito de mi pregunta por ese “yo” que no sé de qué está hecho, ni dónde está

ubicado, mi transición de género me ha llevado a reflexionar lugares insospechados. Y creo

que ahí se escurre una palabra que apunta a una dirección: hablo de un ‘lugar’. Para que un

lugar sea un lugar, se necesitan límites. Para que yo sea, entonces, habrá que delimitar.

Pero lo interesante y lo curioso es que también ese yo aparece cuando se exceden las

normas. Y creo que es así justamente como aparece. Corrijo entonces: no basta solo con

marcar límites, sino que, además, hay que romperlos. Cambiarme el nombre fue uno de los

límites que decidí quebrar. Rompí una norma. Sobre todo, la de mis padres. Corrí el riesgo

para que aparezca yo. Perdí algo para encontrarme en otro lugar. No sé si está bien decir

‘perdí’. Quizás, deseché. Pienso entonces que para que exista yo, tiene que haber

movimiento de quiebre. Y para que haya movimiento de quiebre, se deben correr los límites,

todo el tiempo. Yo es una lucha constante. Hasta que un día se estanque. Entonces, habrá

muerte.


En medio de una fiesta electrónica, mi mejor amigo se acerca y me dice: “este peinado no le

quedaba tan bien a Felipe, le queda mucho mejor a Felicia.” Tal vez el efecto de la droga

acrecentó la sensación disociativa. Hablábamos de alguien que era yo y que también

estaba ahí.


Mi transición ha tenido varios hitos. Y el cambio de nombre ha sido uno de los más

importantes. Me ha llamado la atención que la gente a veces me diga que “Felipe hacía o

decía tal cual cosa”, en tercera persona, como si yo misma no estuviera ahí presente, como

si yo no hubiese estado en ese nombre. Creo que esa división imaginaria me ha permitido

cierto diálogo. Lxs demás me dan la posibilidad de hablar conmigo misma como si fuera

otra. Judith Butler dice que “dar cuenta de sí mismx” no es lo mismo que “hablar de sí

mismx”. Una le da cuentas a otro. Es hacerse cargo, hacerse responsable de un acto.

Felipe, supongo, le exigió algo a Felicia: de ahora en adelante, hazte cargo tú de esta vida,

de este cuerpo, de este movimiento en el mundo. Me retiro. Yo soy ella. Rimbaud travestido:

“Yo es otra”. Asumo que por eso puedo hablar de algo que me excede y al mismo tiempo es

lo que soy. Rindo cuentas a mí misma: me doy cuenta.


Paul Ricoeur dice que hay una relación entre la narrativa de lo que contamos sobre nosotrxs

mismxs y el tiempo. Siempre el tiempo: corriendo, atravesándonos, consumiéndonos. La

historia que yo cuenta es el intento constante de unir retazos de lo que ha ocurrido. Una

imagen fragmentada que está a cada rato diciendo: esa he sido y esto soy. Es un esfuerzo.

Yo debe trabajar para construirse. Algo por ahí. Como un álbum fotográfico. El álbum solo

funciona y aparece por las imágenes que acarrea. Sin fotos es una cosa sin sentido. Un

cuerpo sin escritura. Un objeto sin nombre esperando a ser llenado. Ahí no hay yo.


A Felipe y a Felicia les afectan cosas distintas: escribo esta frase y me recorre una

sensación extraña. Encuentro en la escritura lo que en el pensamiento se pierde. Ahí está

yo. En ese acto, en esa extrañeza. Pero cuando intento pensarlo, ya no está. Por supuesto,

se escapa, no puede pensarse. Lacan ya lo decía: “soy donde no pienso y pienso donde no

soy”. Así de efímero. Así de imaginario. Como un sueño. Ahí, por sobre todo, está yo.

Aparece al cerrar los ojos. Es personaje y es atmósfera. Es imagen sin palabra. Me pierdo

al despertar. Solo quedan escenas. Anoche me senté con mi papá al borde de mi cama.

Frente a nosotros, un acantilado. Me empujó. Abrí los ojos. La caída: yo.


Comprendo que, para escribir un ensayo filosófico o psicológico, debería escoger un

enfoque, una epistemología. Pero esto no es eso. Es más bien un balbuceo. Me justifico. Sí.

Aquí no se trata del sujetx de Butler, Foucault, Ricoeur o Lacan. Sí y no. De todo un poco.

Así como yo.


A Felipe y a Felicia les gusta el espumante. Y el vino blanco. Y el aperol. La cerveza

no mucho, en eso se parecen. Los dos se toman algo, de repente, para animarse en las

fiestas. Para hacer vibrar el cuerpo, despejar el escenario, prender las luces. Sentirse

estrellas en un mundo detenido. Pero siempre responsables. Sí, yo diría lo mismo. Felicia


es más recatada con las porciones de comida. A Felipe le ha llamado la atención eso, pero

no tanto. El patriarcado y sus normas se le enquistaron en la piel a la mujer. Quién lo

hubiera dicho. Una decepción, sí, para Felipe, tal vez. Aunque ahora disfruta de su cuerpo,

Felicia, no como antes, Felipe. Su cuerpo: no sé por qué vuelvo a ese sentido de propiedad.

Pero sí, es suyo. Felipe prefería la hamburguesa completa, sin pan integral. Jamás le

preocupó la palabra carbohidrato. Sobre la violencia hay mucho que decir. El mismo cuerpo,

nombrado de dos maneras distintas, vive esa palabra desde veredas cambiadas. Las

amigas le han dicho a Felicia que: cuando salgas de noche lleva una chaqueta, no es para

el frío, es para taparte, que los hombres no vean tu carne expuesta, te pueden agredir;

cuidado con los taxistas; cuidado con ir a meterte sola por algunos rincones; cuidado,

cuidado, cuidado. Hace un tiempo escribí un artículo académico sobre la violencia: la vemos

cuando a una persona se la cosifica. Cuando digo cosificar, no hablo, necesariamente, de la

sexualización que se hace del cuerpo feminizado. Hacer de alguien una cosa es quitarle su

lugar de sujeto en el mundo. A esa persona se le quita toda capacidad de decisión. Se

decide por ella. Una cosa no tiene derechos. Por ejemplo, esta mesa: está aquí sin saberlo.

Se usa y no puede reclamar nada para sí.


Felipe peleó con dios y decidió declararse ateo. Por eso su familia no le habla. Por eso y por

varias cosas más. Felicia también escoge el vacío divino. Prefiere el ejercicio de pensar

antes de encajar eso inexplicable en un par de palabras. No es atea. Ella sí cree. Cree que

en ese vacío hay algo que insiste, persiste, subsiste a lo que solo puede interpretarse.

Felicia aún no habla con su familia. Nunca lo ha hecho. No está impaciente, pero sí se

pregunta cómo será ese momento en que les cuente: esta soy yo.


El principio de identidad de Parménides “lo que es es y lo que no es no es”, le plantea un

desafío a mi relato de vida. A todos, en realidad. Porque nadie es idénticx a sí mismx en el

tiempo. Y quien lo sea, no está viviendo. Se deja vivir, pura inercia. Somos diferencia

continua. Felipe no es Felicia, al mismo tiempo en que sí lo son. ¿Será la carne lo que aúna

la historia? No sé. Y creo que yo tampoco.

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