Rehabilitar los infiernos: apuntes y sinvergüenzuras sobre "Nostalgia del desastre" de Constanza Michelson
Decía Mark Fisher que los traumas personales eran también traumas propios del entramado social. Desde ahí podía entender su depresión, o al menos darle un sentido, resistir el zumbido de la voz que le decía que era un bueno para nada, y tener en cuenta que su origen no solo provenía desde dentro, sino también y sobre todo de un afuera abominable y vaporoso. Es posible que esté forzando la lectura, pero veo en Nostalgia del desastre una resistencia a la historia –con y sin mayúscula- similar a la sugerida por Fisher. Esta resistencia no significa una negación, ni una lucha con ese pasado y sus marcas e impactos, sino que consiste en el gesto de aferrarse a los objetos nostálgicos para que la ventisca del tiempo no nos arrastre y podamos rescatar algo. Entender el tiempo de este tiempo, sus sinsentidos y sinsabores.
El conjunto de ensayos culturales que componen el libro, se entrecruza por el relato íntimo, como una voz que revisa la infancia y la deconstruye, en especial la imagen de un padre monstruoso, cuya monstruosidad, como toda monstruosidad, tiene también el rostro de lo terriblemente humano. Una dialéctica de lo privado y lo público o de lo personal y lo social, que funciona como un tejido que invita a incluir los propios hilos -o nudos- de los lectores, a ver si de pronto de esto sacamos una manta o algo que nos cobije. En el valiente gesto hay una búsqueda de los porqués de aquello que nos toca como herederos del sinsentido. Por eso, este relato de locura puertas adentro, es a la vez el relato de la locura de un país chico, pero complejo y traumatizado, o incluso de un mundo enfermo y triste, como el nombre del programa de televisión que daban en la serie noventera Daria. Nos avisa Constanza desde el inicio “esta historia de algún modo es también la historia de mi tiempo”. Y no de algún modo, advertimos, sino que de todos modos.
Así, la historia de su tiempo, del nuestro, trae consigo la voz de la infancia, de la incomprensión, de la inocencia abatida, del terror y del misterio. También la del tedio y el hastío. Y la de la caída y la del derrumbe. Es el relato del desastre que habitamos. (Curiosa coincidencia que la forma presente y pasada del verbo habitar sea la misma.) Decía Sartre que el infierno son los otros y que el asunto estriba nada más en habituarse, aunque la insatisfacción termine tarde o temprano por imponerse. Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros, dijo también el filósofo francés, ¿y qué hacer con lo que hicieron de nosotros? Todo lo que nos queda es el ensayo y, sobre todo, el error.
La nostalgia está colmada por el deseo melancólico de volver a habitar el infierno que se ha ido. Pero el infierno nunca se va del todo, porque el infierno es pura energía y, como es sabido, esta no muere, solo se transforma; y porque los otros siguen estando ahí, siendo, ya desde su presencia o ya desde las marcas que han dejado sus ausencias, sus preguntas y reclamaciones. Es cierto que cuando Sartre dice que “a la larga uno ha de habituarse a los muebles” también es consciente de que esa habituación nunca termina de convencernos del todo. Por eso, por cómo sentimos nuestros infiernos actuales, es que miramos el ayer con cierta fascinación y muchas veces apresurados decimos que todo pasado fue mejor.
Es muy probable, sin embargo, que ningún pasado haya sido mejor. Constanza Michelson lo sabe muy bien, y sabe también que no se debe a que el presente sea maravilloso, ni al optimismo tóxico de nuestro tiempo; lo sabe porque se ha atrevido a observarse viendo lo terrible y lo sin razón. Ha decidido contemplar a la niña enfrentándose a lo que no tiene explicación alguna. Y no pareciera volver a mirar a través de los ojos de la niña que ya no está, que ya no es, sino que ha vuelto a observarla asistir al acontecimiento, al momento del antes y el después, a, digamos, su infierno originario. La observa y narra en tercera persona lo que ve porque entiende -me atrevo aquí a interpretar- que no se trata de hacerle trampa a la historia y salvar lo insalvable, reconstruyendo el desastre, sino de presenciarlo para con sus piezas rearmar el actual, aun sabiendo que muchas falten o sobren o zozobren.
El desastre a recomponer es el propio, en primera instancia, pero también el de la sociedad o el de la época que nos toca. Pienso en una obra de Yoko Ono que consistía en reconstruir platos y tazas rotos; tomar el desastre y hacer algo con ello, por mucho que eso que se hace –eso que se hace con lo que hicieron de nosotros- no rescate ni deje sin efecto la destrucción inicial. Me atrevería a decir que la deja en evidencia.
¿Por qué volver a habitar los infiernos del pasado? ¿Por qué sentir nostalgia del desastre, entonces? Inicialmente porque intuimos que allí laten aún las respuestas a los infiernos que habitamos; o bien, porque ese infierno presente sigue siendo el mismo infierno nostálgico, pero reacondicionado, redecorado, diríamos, y urge conocerlo mejor. ¿Será que habitamos otro piso de ese mismo infierno en el que caímos al nacer? ¿Con otros diablos, con otros condenados y con nuestro irremediable ir y venir entre condena y diablura?
La nostalgia del desastre es en algún sentido tautológica, pues toda nostalgia trae de vuelta sus caos originarios (el singular de la palabra caos es igual a su plural, invariable se le llama, quizá responda a que ningún caos afecta solo a un sujeto). Por mucho que el tiempo ayude a resignificarle o a recobrar la fascinación que creíamos extinta, cristalizadas las antiguas caídas, lucen incluso bellas y la monstruosidad capturada en fotos, nos hace creer que algo de control tenemos sobre ese pasado y sobre la huella que quedó en nosotros. Animales melodramáticos, dice Constanza, en su bello libro que nostálgico y todo se las arregla para esquivar el melodrama. A mí no se me da bien esquivar el melodrama, como habrán notado, quizá la autora debió advertir –y tal vez temer- las lecturas melodramáticas que tendrá que soportar su libro.
Pero volvamos a la metáfora de las fotos: pura nostalgia e intento de capturar y controlar lo ido. Sucede, sin embargo, que incluso en las fotos se cuelan los fantasmas para recordarnos su ausencia y enrostrar que no tuvimos ni tendremos control sobre ese desastre -caos- embalsamado. Nada es bastante real para un fantasma, decía Lihn: sobreviven –o sobremueren- al desastre y al caos. Son nostalgia y de cuando en vez vale la pena invocarlos, oír sus voces misteriosas colarse entre el ruido blanco que es la vida. Toda nostalgia es nostalgia del desastre. En el reflejo del retrovisor vemos distantes las razones de nuestros caos actuales y, si somos lo suficientemente perspicaces, hasta podremos ver pistas de los que vienen. Porque el advenimiento del caos ataca en todas las direcciones. Pero la nostalgia, dice la autora, es un modo de no aceptar, así como también el ánimo maníaco que no quiere saber nada de cosas perdidas: de paraísos o infiernos perdidos.
Quería permitirme comentar uno de los ensayos, no porque me gustara más que los otros, sino porque lo llené de anotaciones y terminé subrayando casi cada línea de éste. (No sé si ustedes son de rayar los libros. Si lo son, les recomiendo leerlo con lápiz y destacador y en lo posible con una libreta para notas: para no olvidar, para volver sobre las ideas, para citar en reuniones sociales y discutir con los borrachines hasta altas horas de la madrugada: soy el borrachín; estoy hablando solo en un rincón del carrete). En fin. Se trata de un ensayo sobre la caída. Va sobre el trauma que implica nacer, en tanto el nacimiento indefectiblemente es una caída. Decía Baudelaire, autor al que también cita Constanza, que la caída nos asemeja y recuerda un origen espurio, demoníaco. Ese algo en lo humano que no tiene solución. Esa es nuestra condena; de ahí que anhelemos tanto el regreso a un paraíso que en verdad no conocemos y el que, al parecer, a nuestros primeros ancestros les resultó aburrido, al punto que incumplieron la única ley. La autora observa a este respecto que hasta para Dios el paraíso se volvió insoportable, sino por qué pondría un árbol prohibido en su interior. Slavoj Zizek dice que muy probablemente se trate del primer chiste, el más cruel de todos: inventar un fruto que no se puede comer. A ver qué sale. Bueno, esto sale. Volviendo a Baudelaire, él ve en la risa y por extensión en el chiste también una caída. Un recordatorio de esa caída originaria demoníaca. Si de verdad el árbol del conocimiento es un chiste de Dios, hay en la humorada una caída original y primigenia. De ahí que no paremos de caer.
Anhelamos un paraíso que nos saque del aburrimiento y del cansancio del mundo hábil, ignorando que el paraíso no alcanzaba a ser lo suficientemente bueno como para no desear algo mejor: Lucifer quiso algo mejor y terminó en el infierno; Adán y Eva desearon probar algo más y terminaron siendo expulsados; y hasta Dios quiso hacer las cosas más interesantes creando la tentación e insuflando la insatisfacción en sus creaciones, quizá fruto de la imagen y semejanza y del tedio de no parar de existir (que muy probablemente sea también no parar de caer). Y esto fue lo que obtuvo.
Cada caída es un fin. Y el fin de la infancia es quizá la caída más traumática, pues por primera vez somos conscientes del porrazo. El anhelo del cayente no es ponerse de pie, sino volver al punto exacto en el que se estuvo previo a la caída. Pero eso es imposible. Y en cualquier caso también inconveniente. Con todo, como cualquier amor tóxico se desea y, como bien dice Constanza, ni el deseo ni los sueños se pueden controlar. No sé si esto tenga sentido, tal vez se aleje completamente a lo que quiere sugerir la autora, pero me parece que el anhelo no es al paraíso perdido, como creemos, sino al desastre que nos alejó de él. Nostalgia del desastre, del infierno del que venimos y vinimos a parar en éste nuestro infierno personal.
La voz que irrumpe en los análisis sesudos de cada ensayo, nos devuelve a la escena de una niña mirando medio escondida lo tremendo. ¿Existe el momento adecuado para saber?, se pregunta Michelson; la niña mira a escondidas y al hacerlo sin querer queriendo descubre un velo que muestra una verdad, que como toda revelación, la acompañará de por vida. Es el ojo adulto el que compasivo observa a la infancia ver y de paso perder algo, quizá a sí misma, solo por el hecho de saber. Por eso es la niña. Nos recuerda lo prematuro de su pérdida. De su caída en cuenta. Que no es otra cosa que una caída más. La contemplación de la monstruosidad del padre –de todo padre (y, qué duda cabe, también de toda madre)- que tarde o temprano debemos enfrentar. “No se puede nacer de a poco. Se nace de un disparo. La caída siempre es traumática”, dice la autora a propósito del drama humano de existir, pero también del de conocer, el de presenciar el conflicto, lo inenarrable, ser testigos del mundo y de sus desastres.
“Hay lugares -dice Luciano Lutereau- a los que es preciso volver para poder irse definitivamente”. Regresar para afirmar que ya no pertenecemos a ese tiempo. Confirmar su condición de pasado y no el de la imagen infinita de la muerte, como un mundo posible. Cosas que se niegan a morir, en palabras de Constanza Michelson. Caer de nuevo, pero esta vez intentando caer de pie. Afirmar el pasado para no padecerlo más. Entonces, tener una historia que contar.
¿Cuál historia contar? Decía Lacan que somos esclavos mensajeros. El mensaje lo inscribieron nuestros padres en nuestras nucas y vamos por la vida corriendo hacia ninguna parte, llevando ese mensaje que no podemos leer. Hay un punto en la vida en la que mataríamos por un espejo de peluquero que nos permita ver qué dice ahí, qué sentido tiene esta caída, este pelón. ¿A quién matar para ver qué dice el rayón en la cabeza? Constanza Michelson en Nostalgia del desastre busca ver a través del espejo cómo luce el corte que ni ella ni nadie pidió. El destino de toda admiración es caer, dice la autora, y de eso no hay duda. Esa caída a veces llega tan temprano que ni tenemos el tiempo suficiente para procesarla y, como cuando el peluquero que nos hizo un mal corte nos pregunta si está bien, respondemos que sí lo está y luego intentamos pasar de aquello, olvidar y confiar en que el cabello crece y, sobre todo, cubre.
Volver a revisar esa caída, de eso va el ejercicio, ahora con calma, con perspectiva, incluso hasta con cierta frialdad, mas sin crueldad. Volver para poder contar. Contar para dejar las cosas en su lugar, en su tiempo. El psicoanalista Massimo Recalcati dice que todo hijo es heredero y a la vez un hereje, puesto que “el auténtico heredero no se limita a interpretar el pasado como pura repetición de lo que ya ha sido, sino que retoma el pasado a su manera, confiriéndole un nuevo sentido”. Y hay cosas que no logran tener sentido y es importante aprender a vivir con eso. Hay cosas que se niegan a morir. Y cuando conseguimos leer lo que nos escribieron en la nuca, no pocas veces encontramos mensajes decepcionantes, tristes por lo ínfimos, dolorosos en su falta de epicidad. Historias que no nos terminan de convencer. Entonces, tal como lo hacen las cosas, solo resta seguir marchando. Dejar que los espíritus deambulen, sin espirituarse, aunque conservando la nostalgia del desastre de la que provienen.
"Informe de identidad", Teresa Larraguibel
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