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Un gato propio


 

Cuando me preguntaban por qué le puse “Orlando”, respondía que era por la novela Orlando de Virginia Woolf y por el actor Orlando Bloom. Porque Orlando, el gato siamés con el que conviví durante dieciséis años, tenía algo de ese actor y de la androginia del personaje de la novela de Woolf. Vanidad, seducción y sensibilidad. Apenas entraba alguien a casa y se sentaba en el sillón del living, Orlando se le subía encima, se franeleaba en su regazo y le terminaba haciendo un abrazo de koala. Y a partir de ahí él ya lograba todo lo que quería de la persona.

 

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Algo de Virginia Woolf también resuena en mi gato Orlando cuando pienso en la relación entre nuestras compañeras y compañeros no humanos y la creación de una ficción. La animalidad no humana como otro cuarto propio que opera como condición de posibilidad para la creación de esa ficción que es toda historia de amor. En este caso, la creación de una forma distinta de ficción amorosa en la que nos abrimos a la fundación de un nuevo tipo de lenguaje, sobre todo corporal y emocional; una relación amorosa donde las palabras y la razón ya no tienen ninguna clase de relevancia. Porque con nuestras compañeras y compañeros no humanos el amor ya no se cifra en la manera en que nos hablamos con amor y hablamos sobre el amor. Con ellas y ellos nos entregamos a un estado de amor puro, libre de todas las interferencias discursivas propias del campo amoroso de nuestra especie.

 

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Orlando se adaptaba a todas las casas en donde lo dejaba al irme de viaje, y enseguida enamoraba a sus nuevos tutores. Creo que esa era su forma de hacerme saber su disgusto por haberme ausentado y encima haberlo mudado de su hogar. Su forma de vengarse cuando lo dejaba un mes en casa de otra persona era, a mi vuelta, hacerme saber, a través de sus tutores temporales, que él se había sentido plenamente a gusto en su nuevo hábitat y que ya no tenía ninguna intención de volver conmigo. Eso me rompía el corazón: ¿vivimos juntos hace años y en menos de un mes ya te sentís como en casa en otra casa extraña?

 

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Juntos, colaborando en cuerpo, emoción e intuición, con Orlando aprendimos a crear una existencia en común, de profunda intimidad. Con él tuve la convivencia más larga de mi vida, de mis treinta y dos a los cuarenta y ocho. Solo con él aprendí lo que es tener a alguien a mi cargo y él aprendió lo que es haberme tenido a su cargo. La historia de amor que creamos fue posible porque los dos nos dejamos fertilizar el uno al otro. Así sostuvimos un matrimonio interespecie; o mejor, como dice Vir Cano en su libro Susi. Pequeña oda al contacto, “una poética que despliega una erótica multiespecie”. Pienso que la única manera en que nuestra jodida especie puede salvarse es a partir de una mayor apertura, acogimiento y convivencia con otras formas de animalidad. Nunca terminamos de dimensionar la importancia que, en una época de hiperinflación de la palabra, reviste en nuestra vida una convivencia sin palabras. Darnos cuenta de que también podemos amarnos y entendernos sin ellas. Darnos cuenta de la amplitud de mundo que implica aprender a leer ese nuevo idioma no verbal de silencios, maullidos, ronroneos y franeleos.

 

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Hablando de los cambios en el personaje de Orlando, Virginia Woolf escribe en su novela algo que traduce con precisión las transformaciones que produjo en mí la convivencia de casi dos décadas con Orlando: “Altas murallas del pensamiento, costumbres que parecían tan perdurables como la piedra, se habían derrumbado como sombras al mero contacto de otro espíritu y habían revelado un cielo desnudo y estrellas nuevas”.

 

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En el último año de vida, creo que Orlando fue tirando progresivamente la toalla ante la intromisión de tantos tratamientos para curar sus diferentes y sucesivos achaques: asmáticos, renales, odontológicos (pensemos que un gato de dieciséis años sería, traducido a edad humana, una persona de aproximadamente ochenta). Siento que durante ese último año hablamos en silencio acerca de su inminente muerte, y también creo que por momentos él me decía a través de su mirada: basta de tratamientos, dejame irme tranquilo. Uno no sabe lo que realmente puede hasta que un día te vinculás con un animal que te hace descubrir la potencia que tenés. Orlando me hizo descubrir, entre otras cosas, la insospechada potencia de mis formas de cuidado.

 

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A través del cuarto propio de la animalidad no humana podemos, en el buen sentido,  deshumanizarnos un poco. Vernos a través de los ojos de nuestras compañeras y compañeros no humanos nos permite no solo descentralizarnos sino también advertir la vacuidad de nuestro pequeño yo. Lleva mucho tiempo, como dice Sylvia Molloy en Animalia, darse cuenta de que “para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”. Ese cuarto contribuye a que nuestras personalidades se tornen más maleables a fin de llegar a parecernos cada vez más a ellos y ellas. Hoy, tras dos años sin Orlando, siento que me parezco cada vez más a él. Que tengo algo de su capacidad de observación, de su ocio, de su saber estar aquí y ahora. Y también siento que sus achaques de los últimos años eran un espejo de los que ya empezaban a ser los míos.

 

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La última noche le agarró un fuerte ataque de asma que lo hizo esconderse bajo un mueble. Después se subió a mi cama y se hizo pis encima. Lo llevamos urgente a una guardia. En el viaje en taxi yo lo veía mirar por la ventanilla y le pedía en silencio que por favor aguantara. ¿En qué estaría pensando Orlando en ese último viaje en taxi? Todavía hoy me pregunto eso. Quiero creer que estaba, como yo, pensando en toda nuestra larga historia de amor; quiero creer que en esas últimas miradas esquivas que nos hicimos en el taxi cada uno pudo ver en los ojos del otro la película condensada de esos dieciséis años en los que crecimos juntos y nos cuidamos mutuamente. Pero en verdad nadie sabe en lo que piensa un gato cuando se tilda mirando algo. En verdad, como dice Joaquín Giannuzzi en un poema, “uno siempre se equivoca cuando habla del gato”.

 

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Tengo muchas fotos mentales y físicas de Orlando. Pero hay una que vuelve de forma recurrente: en un ciclo de poesía y música que hacíamos mensualmente con unos amigos en mi casa, y que terminaba en fiestas alocadas hasta el amanecer, Orlando llevado en andas como una vedette en medio del living.

 

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Heidegger cree que, a diferencia del ser humano que muere en tanto tiene a la muerte como muerte por delante y por detrás, el animal no humano termina. Siempre me resultó extraña esa frase: “el animal termina”. Porque cuando murió Orlando yo sentí que terminé, no que morí (de hecho estoy acá, escribiendo esto). Lo cierto es que la persona que fui durante esos dieciséis años de convivencia con él ya no está más; terminó con su partida. Al morir nuestras compañeras y compañeros no humanos no morimos sino que más bien terminamos.

 

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Unos días después de su muerte, escribí unas breves anotaciones sobre Orlando en el cuaderno que tengo sobre mi mesa de luz:

 

Cuando abro una lata de atún a veces escucho, como si fuera una cajita musical, su maullido ansioso y enseguida miro hacia abajo buscando su cara glotona.

 

Me dejó esa fantasía inmortal de meterme en su cabeza y espiar su mente por un rato.

 

Tengo que volver a aprender a dormir solo. Pero ese hueco que se forma entre mis piernas sin él es perturbador.

 

Lo que más extraño de Orlando es todo lo que me decía y no me decía en su ronroneo.