Viejas aterradas
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Viejas aterradas


Toda la vida he ido al sur de vacaciones, cerca de Temuco, Lautaro, Villarrica. La familia de mi mamá era de españoles que llegaron a fines del siglo XIX, después de la gran masacre de mapuche, cuando se bajó con matanzas y engaños el límite de convivencia del Biobío, lograda por los españoles anteriores, al Malleco. Estos nuevos españoles fueron ferreteros, terratenientes, madereros, agricultores, se hicieron algo ricos (mi mamá torció el destino de casarse con un dueño de fundo y vino a Santiago a estudiar periodismo, donde conoció a un arquitecto que venía de Valdivia, hijo de chileno con suiza). Esos inmigrantes explotaron el bosque, como la legión de extranjeros que llegó a todo el sur y apenas dejaron algo intacto (en el caso de mi mamá, seis hectáreas de bosque nativo junto a trigales y avellanos europeos).


En esa época, un poco antes, otros inmigrantes, de apellidos vasco-franceses, como Larroulet y Etchepare, se apoderaron en Arauco y Malleco no solo de algunos fundos, sino de haciendas tamaño provincia, y junto con los militares usurparon a los mapuche con contratos falsos y guerra a muerte. Como señala Martín Correa en El despojo, son casi esas mismas haciendas las que se traspasaron a la industria forestal en dictadura. Habría que ver el mapa de la usurpación en Arauco y los incendios que asolaron el sur este verano, con lugares como Nacimiento, donde se quemó hasta el 75% de la comuna. Incendios ha habido demasiados y periódicos en la historia de Chile, según investigó en la década de 1950 Rafael Elizalde, el primer ambientalista chileno, hoy apenas recordado. Todos los estudiosos, desde los curas jesuitas hasta Claudio Gay, advirtieron de las quemas y la destrucción del bosque como la ruina de Chile. Se quemaban para plantar otras cosas, dejar ganado o simplemente “limpiar”.


Son los terroristas, dice la derecha, es decir los mapuche. Perfectamente les sirve la CAM, cuya vocación es boicotear a las forestales, destruyen máquinas. Pero no son ellos. La ministra del Interior tiene que salir a explicar que es multicausal: el cambio climático, las forestales mal reguladas, los delincuentes, los malos vecinos, los idiotas, “los locos”. Existe el relato decimonónico de Pichi Juan, un pirómano que habría arrasado la zona huilliche en la época que llegaron los alemanes, pero es solo una historia, porque es muy violento para el mapuche quemar un bosque. Lo que más se quema no son bosques, sagrados para los mapuche y los pueblos originarios americanos –míticamente en todas las culturas los árboles son dioses–, sino plantaciones forestales: una industria acelerada en dictadura, enormes extensiones de trementina inflamable y cero interacción (eso que hace la vida).


Los bosques son los espacios de mayor biodiversidad en el planeta: están llenos de bichos, pájaros, hongos. Las forestales en cambio, por definición, son una multitud de seres egoístas, como diría Isabelle Stengers, que no generan un espacio para convivir con los demás –insectos, pájaros, hongos–, sino que crecen para ser explotados como pulpa de celulosa o madera, son recurso, no vida, no mundo, que luego se usa en China o cualquier parte del mundo, para cajas o bolsas de embalaje (el 2% del papel se usa para libros; la gran mayoría de las certificaciones ecológicas de las forestales son falsas). Es un problema que, con el ultra neoliberalismo chileno, se vuelve vertiginoso por escala: cuando un territorio chico abastece a un gigante y va eliminando el medioambiente anterior –que producía otro clima–, es muy peligroso. Y es más peligroso, en lo estrictamente social, si además sus beneficios van solo a una familia, a una mega empresa, a los dueños de Chile, en desmedro de las creencias e intereses de los pueblos originarios expoliados por esos ancestros capitalistas.


Cuando se quema el país, el presidente (de izquierda) dice que hay que regular a las empresas forestales y le hacen capotera. La defensa a las forestales se basa en mentiras vergonzosas: “No le echen la culpa al bosque”(Sofofa, Corma: no son bosques); “Aportamos al cambio climático porque captamos carbono” (CMPC: no captan, o muy poco en comparación a un bosque); “Un árbol devuelve el 98% de su humedad a la tierra” (columnista de La Tercera: ¿qué árbol?). Mientras tanto, CMPC, la gran destructora del bosque, auspicia una tienda en un mall de lujo en Vitacura que se llama Primeros pueblos, como en Canadá, donde venden productos caros de artesanía sureña. (Hace cincuenta años mi mamá trabajó en promover el arte popular, o artesanía, junto a Lorenzo Berg, en la magnífica feria de la UC del Parque Bustamante. Desde 1936 existe en la Universidad de Chile el Museo Popular de Arte Americano, MAPA, que dirigió Tomás Lago, hoy con sede en el GAM y en el Campus Juan Gómez Millas).


Cuando uno va por la carretera desde Santiago a Villarrica, Arauco es lo más feo del camino. Asusta. El valle longitudinal parece un vergel al lado de esos cerros devastados. No era así cuando yo era chica, siempre consideré que una vez cruzado el Malleco empezaba el sur. Debe haber sido porque a esa hora, de viaje en Renoleta, llegábamos como a las 7 u 8, a la hora que cambia la luz. También es cierto que hasta ahí llegaban las abrumadoras forestales del paisaje anterior, Los Ángeles, o eran muchos menos. Hoy están en casi todas partes, como mostraría el mapa de los predios de CMPC, Arauco, Mininco. Por todo el Biobío y la Araucanía. Hasta en Valdivia se atrevieron a reemplazar la magnífica selva por sus especies de alto rendimiento. No son bosques, son forestales. Arauco es una pena. Por suerte en Valdivia mantiene el Parque Oncol. ¿Gracias?


Como dijo la ministra Tohá, es un problema multicausal, pero desafío a cualquier turista a identificar un bosque de una forestal y comprender la diferencia: le caerá un espectro frío. Miedo, desolación. Lo triste y pobre en los pueblos junto a las forestales, como Tomé, al lado del mar, con su pasado también industrial de telas de lana. Quedan restos y sus alrededores se queman cada año.


Cuando crucé el Malleco este verano, antes de los incendios, pensé en algo que cuenta Correa: los militares chilenos mataron a casi todos los mapuche que encontraron a su paso: rompieron un pacto pero dejaron vivas a las viejas, aterradas, para que contaran en los otros lof lo que había pasado. Pensé en mi abuela, que no era aterrada pero sí desconfiada y ácida; en mi mamá, que no le tenía miedo a nada pero siempre se ingeniaba para tener a mano algo que le parecía un arma (un martillo, un abre cartas grueso, un bate de béisbol mandado a hacer). Por suerte le tengo poco miedo a las intrusiones, pero me dan pavor los incendios y el calor. Me da miedo el uso demasiado privado de lo que es común. Me dan pavor los milicos, las camionetas enormes, las motos de agua.


Da miedo que el lago Calafquén, un lugar prístino único en el mundo, no lo protejan de los motores a petróleo. Las comunidades querían limitar las lanchas para que no se transforme en una catástrofe como el Villarrica o el Llanquihue. Hoy, bajo la ya inexistente discusión sobre los derechos de los pueblos originarios sobre sus territorios ancestrales, la Corte Suprema dice que no se prueba la contaminación: hasta yo puedo probarla, la vi por primera vez en Calafquén, la misma de siempre en el Villarrica. Este verano, métanle motos de agua. Y carabineros les tira al piso las rosamosquetas a las huerteras mapuche en Temuco. Les quitan las cosechas. Hay que pelear cada cosa. Y como dijo la ministra del Interior, no hay que amurrarse ni frustrarse. De hecho se podría pensar en un programa contra las moras, las zarzas, especie introducida invasora, que quizá propague los incendios: reemplazarla por murta, por ejemplo, maravilla endémica. No hay que amurrarse, chilenismo que comprendí este verano: se aplica a una persona a partir de la experiencia de llegar y no poder entrar a un lugar lleno de murras, como le dicen en el sur a las moras por la mala pronunciación de los alemanes.


No vengan con el terrorismo y sus aportes económicos al país. La explotación y destrucción del bosque en Chile es una vergüenza. La industria forestal no puede seguir así. Tienen que cambiar y parar. Parar. No poner una tienda en el mall más cuico de Chile.


Soy adicta a las series sobre casos de crímenes psicopáticos no resueltos y en ellas, cuando las mujeres se hacen cargo de una injusticia perniciosa, las cosas tienden a mejorar. Lo femenino, que ve la información de otra manera, puede tener cualidades de reparar, de cuidar, de sostener, de discriminar lo verdadero de lo falso. Las suplicantes. Si quedamos las viejas, hablaremos, aterradas de lo que son capaces de hacer por plata.


Marcela Fuentealba


Fotografía: Exposición "Bosques de fuego," colectivo Agencia de Borde

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