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Algo inconcluso es suficiente [1]


Hay una grieta, una grieta en todo.

Así es como entra la luz.

Leonard Cohen


En Cartas de un recluso imaginario, Martín Núñez escribe «pienso el poema como una secuencia numérica que, a pesar de sus limitaciones, consigue un efecto infinito que lo vuelve sublime» (9)[2]. Entonces, el poema, creo entender, es aquello que nos permite recuperarnos y soportar eso ilimitado e informe que nos hace sentir nuestros límites. Poder desmesurado que se vuelve potencia que aquieta su propia agitación. Hay, en este libro, algo, una atmósfera de indeterminación e incertidumbre, desde donde se afirma y corrobora, se ratifica y se duda. Algo, como la frase: «El lenguaje virtualiza lo íntimo» (7), que me hace perder el hilo, o «sé lo que quiero decir, pero no sé escribirlo. Dicho de otro modo, no sé qué o si quiero decir» (7). Pierdo el hilo, entonces, pienso, si seguimos a Valéry. Anota Martín: «el lenguaje virtualiza lo íntimo: la noche, la pregunta, el riesgo, el rasguño de hojas contra el suelo y los bambúes tocando la luna» (7). Y agrega: «incluso viendo nada / No vería nada» (7). Ver nada es ver. Se afirma ensanchando la impotencia y el impedimento. Sucesivamente, algo tras algo, lleva a un todo que no puede realizarse. El poema mismo se encarga de averiar la serie. La imagen recorre el cuerpo, disgrega, incita a ir de descanso en descanso, escribir y llegar, llegar y escribir, como si la intimidad del quizás esquivara la constricción de lo fáctico. No se puede camuflar ni escamotear lo monótono. Tampoco la confusión de los amantes respecto de las palabras «amén» y «amor», o la diferencia entre «amor» y «amor, amor». La confusión es duplicada por Martín, aloja su propia discrepancia: los días se vuelven, uno tras otro, contrariedad: «recuerdo el sol sobre un patio pequeño, encerrado entre paredes con cal» (21) o «la imagen recorre el cuerpo con la misma rapidez que la sangre, pero no la misma prontitud. Entra y sale. Es decir. Entra y sale» (8). El lenguaje virtualiza lo íntimo, y aquello que entra y sale implica que se escribe disgregándose, esquivando el bulto de las palabras y los hechos que se vuelven imprevistos, temor de Martín. La escritura dosifica la conmoción. No se trata de una simple interioridad, sino de la interioridad desbordada desde fuera que se ha interiorizado en su recorrido. La imagen dispone una manera de mirar, de escapar y de perturbar.


Vida recíproca en la lejanía que se intensifica en la distancia con el otro. Cartas-poemas, estos, pero ¿no es acaso cada página de los libros que leemos una carta que espera? Cuando esa distancia se acorta y convulsionamos, es el no sé cómo lo que puede sujetarnos. Escribe Martín: «disculpa la otra carta, solo tú aceptarías lo que escribo sin pedir explicaciones. Aún no sé cómo explicar lo que estoy escribiendo» (9). Ese aún sin solución, justamente, es el todavía-no y el ya-no-todavía de la poesía que dispensa y, al mismo tiempo, hace emerger la convulsión, algo que toma forma y deshace su forma. Lo imprevisto desorganiza los días que no ocurren aún. Temor y absorción de Martín, arrebato y lleno: insuficiencia que potencia. Efecto infinito para soportar la finitud de una conversación que continúa espectralmente. Dice Martín: «la incapacidad de aceptar el duelo es bastante poética, en el sentido en que surge la idea de un diálogo —casi— sin sentido. Este diálogo entre vivo y muerto es, en realidad, un monólogo que el primero ha creado apropiándose del lenguaje del otro. Llena el silencio del ausente con sus expresiones y recuerdos frecuentes. A su vez, el vivo adopta un lenguaje locuaz, que no es el suyo, con tal de llenar su propio vacío. La imagen de Mistral susurrando en el nicho de su madre. Un lenguaje con temor a ser descubierto» (26).


Este temor a ser descubierto propaga el desasosiego por lo imprevisto. La poesía espiga, recolecta un lenguaje susurrado en la tumba de la madre muerta, hace inquietud del lenguaje propio que teme ser descubierto, cuya síncopa poética desata los miedos y les da posibilidad. Cartas de un recluso imaginario comienza con una dificultad. Introduce en el inicio una omisión, algo anterior que desconocemos y de lo que solo sabemos sus consecuencias. Escribe Martín: «Ya que la mía sigue electrocutada, se tuerce y quema negando la ceniza en tu oído, aprovecho esta otra. Parece que no hay escape» (7). Una vez esquivado el motivo, ¿qué es lo que continúa? «Sé lo que quiero decir, pero no sé escribirlo» (7). No saber: choque eléctrico, torsión, no inscribir, ceniza que se borra, pero, si seguimos a Derrida, la ceniza «conserva y a la vez pierde su huella», es la «diferencia entre lo que resta y lo que es». Repliegue de presencia y suspensión de lo fáctico: hay ahí-lo que fue. «La imagen recorre el cuerpo» y «el lenguaje virtualiza lo íntimo» apelan a una escritura que posibilita aquello que muestra la huella de lo que ha sido encendido. Un susurro alivia la imposibilidad de cercanía amorosa. El lenguaje, recluso, imaginario, misivo propicia y ocluye, deja fuera apresándonos. Abre cerrando en pos de tregua. Lleva lo explícito al temblor de su propia conmoción, trastocando lo factual, demora, aquieta el miedo a lo siguiente, a lo imprevisto. Escribe Martín: «vivo en una especie de pelotazo constante, aunque el deporte tampoco me da miedo. He estado pensando que quizá por este miedo empecé a fumar, aunque después no me atreva a verme la lengua al espejo» (24). Miedo y temor constante que lo atraviesa, por su contenido o por los medios del contenido, sin venida aún. Constata y objeta: «la casa es nueva, fría y sobria, demasiada luz» (9). Conjetura, abre y cierra, asiente y refuta en una algarabía desolada, «se supone que esta fue la primera casa en la que viví, pero no recuerdo» (9). Gravita en las frases, se queda en la presunción y la dependencia. Mistral susurrando en la tumba de la madre, Martín escribiendo cartas. Palabras para aminorar lo siguiente ausente desde el pretexto. Efecto infinito del poema que propicia decir sin explicaciones. Sin contextos ni respuestas se confía a la trama secreta e irresoluta de las palabras, disponiendo descansos ante la inminencia.


Escribe Martín, «tal vez por eso dejé de comer en mi adolescencia, aunque sabía que pararme de la cama significaría la fatiga y el desmayo inminente. Un miedo que, al parecer, siempre vendrá. Cristo e l’angelo nell’orto» (24). Fatiga y desmayo, es decir, Cristo y el ángel en el jardín. La imagen da respiro, su recorrido agita, deshace el horizonte en nuestro recogimiento. Redobla el susurro. Cristo y el ángel en el jardín es Cristo, como un niño triste, apoyando la cabeza en el regazo del ángel. Arrullo y escucha han de ser lo mismo si pensamos en Mistral susurrando en la tumba de su madre y en Cristo al amparo del ángel. Conversación espectral, murmullo al infinito, un regazo para ser sostenido, siempre y cuando regazo y susurro sean también la página, lo que anota al inicio Martín: «incluso viendo nada, escucharías» (9). ¿La muerte se ve o se escucha? Intemperie de vivir, de soportar lo que no volverá, espera infructuosa de «las manos de (…) [nuestra] madre [para que] nos masaje[e] las sienes» (25). Lo imprevisto es la orfandad, aun cuando siempre hemos esperado su venida. Incapaces ante nuestros duelos permanecemos detenidos en un diálogo interrumpido en que debemos portar al otro. «Llenar [como escribe Martín] el silencio del ausente con sus expresiones y recuerdos» (26), con el lenguaje de quienes ya no están. Escritura afanosa y, por su afán, absolutamente inútil. Cristo apoya su cabeza en el regazo del ángel como un niño triste. Mistral susurra en la tumba de su madre. El poeta apoya su cabeza en la página como un huérfano.


Martín, abre Cartas de un recluso imaginario, y es un comienzo en toda su magnitud, suprimiendo. Agrega un sueño: «otra vez soñé con el pasillo en que cada puerta es de un color diferente» (7). Cada poema: una puerta de un color diferente que abre dejándonos en el temblor de eso entre lo que se abre y lo que se muestra. «La belleza, dentro y fuera del sueño, se aparece como un fantasma perdido en la nieve» (14), dice Martín. El amor es ese fantasma perdido, lo que continúa siendo lo siguiente día tras día. Escribe: «llegar y escribir. Quizá / no existe diferencia entre “amor” / y “amor, amor”. Llegado a cierto punto, / los amores que falten valdrán más que los presentes» (15). Las palabras y el amor son el umbral entre saber lo que se quiere decir y no saber escribirlo o no saber qué escribir o si se quiere decir. Un intento constante de leer lo no escrito: el duelo y el amor. Ambos son, sin embargo, posibilidad de lectura. Hay que leer, decir, amar, aunque no sepamos hacerlo. El amor se vuelve duelo, no puede ser de otra manera. No podemos olvidar esa presencia que se ha intensificado en su ausencia. Habrá, como escribe Martín, que «embarrarse las manos con la memoria y sacar un tejido / aún por deshilachar» (15). Llevarnos unos a otros, vivos y muertos. «El lenguaje virtualiza lo íntimo» es traducción: la estalagmita volcada en estaláctica a la que alude Martín, lo que se forma de aquello que cae desde lo alto. Por eso, las manos pueden convertirse en ramas (7) que escuchan y protegen, como las manos de nuestra madre sobre nuestras sienes. La imagen recorre el cuerpo, el lenguaje posibilita lo virtual, traduce por completo la algarabía de las palabras aquietadas por las imágenes y su duelo amoroso.


El poema se forma, deshaciendo su forma, en el suelo de las cavernas al gotear. El poema se forma, deshaciendo su forma, en el techo de las cavernas por filtración. Duelo y amor gotean y filtran demasiado lento. Cartas-poemas, manos del ser amado, vida recíproca en la lejanía. Cartas de un recluso imaginario inscribe su sospecha y deriva, aloja y presagia desde la duda. El amor, como el duelo, es definitivo e hipotético. Si no se cumple, no es cierto, pero si no se cumple, podría cumplirse y ser cierto, como «instante previo al instante. / Despeñamiento» (11). Pienso en Beckett: «nada claro, lugar de nuevo». Poema, duelo, amor, una mancha que no requiere ser explicada. Las letras, manchas en las que nos enredamos. Todo comienza con un ya que. Anterioridad en torbellino desconocida. El lenguaje, el primer imprevisto que hay que esquivar, pero no hay cómo. Cada página, instante previo al instante, despeñamiento, arrojarse y dejarse arrastrar. Cada página «comienza y termina, se enciende y apaga» (11) y es, ocupo tus palabras, Martín, «final de un comienzo» (11). Ir y venir entre lo hablado y lo oído, intentando dejar atrás la propia aridez, atrapar las cosas en medio de la espesura. Finalmente, pero también es mi propio comienzo sincopado, llegué a lo que quería decir: «un temor constante» (24) atraviesa las palabras porque ellas son atravesadas por su propio sobresalto, son el pelotazo que piensas que te llegará a la cara. Derrida decía que «el porvenir solo puede anticiparse bajo la forma del peligro absoluto». Y qué otra cosa sino este riesgo es la poesía. El poema, lo descubrí, contigo aquí, en su efecto infinito, se transforma en «una araña que aliment[a] a sus presas antes de engullirlas» (24). Por último, Abelardo Castillo decía que «un buen libro es aquel que al leerlo uno queda con ganas de llamar por teléfono al autor y tratarlo como un amigo, porque es un amigo que uno conoce por los textos». Te llamo la próxima semana, Martín, a ver si me aceptas un café.























[1] Texto leído en la librería Alma Negra el lunes 15 de mayo, con ocasión del lanzamiento de la plaquette Cartas de un recluso imaginario de Martín Núñez. Santiago: Cuadro de Tiza, 2023. [2] Los números entre paréntesis indican el número de páginas del texto presentado.


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