Cada quien con sus drogas: la evangelización de autenticidades felices
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Cada quien con sus drogas: la evangelización de autenticidades felices



Retomo este texto, qué difícil se me ha dado, quizás por abordar un tema complejo de pensar, y aún más de alcanzar, como la felicidad. Vuelvo al día en que Sinead O´connor falleció. Su partida me impulsa a seguir pensando cuestiones como la felicidad, la religión, la autenticidad. A ella se la describe como una cantante con una voz de esas que sobresalen; como un alma atormentada; como alguien que fue pionera en denunciar los abusos de la iglesia católica, entre otras cosas. Por alguna conexión inexistente, veía la película alemana Camino de la cruz que inicia con la escena donde un cura educa en la religión a un grupo de niños diciéndoles que deben renunciar a todo por Dios; a todo lo que les genere placer. Tomar decisiones desde la renuncia y sacrificio de su deseo para alcanzar la salvación. Mientras escucho esto, antes que la reacción predecible en contra de los dogmas religiosos, se me cuela más bien una alerta respecto a lo que identifico como dogmas modernos. Me pregunto si tomar decisiones sacrificando el placer no va en la misma línea de tomar decisiones sometiéndose al placer, al placer de lo inmediato. Y esto último considero se ha vuelto algo dogmático, manifestándose mediante una especie de evangelización de la felicidad en base a frases resonantes como Namasté o Carpe Diem.


Hoy el nuevo confesionario católico podría equivaler a las redes sociales, lugar por excelencia para propagar el mindfulness, una especie de nueva religión donde Dios es reemplazado por el individuo mismo; donde los milagros se construyen a fuerza de voluntad; una espiritualidad basada en el exitismo. La espiritualidad de los tres pasos: fácil, cómoda y placentera. Sin costos, donde cualquier delirio creativamente religioso es reemplazado por frases motivacionales, y el fin último de trabajar esa vida interior con sabor a Coca-Cola es la felicidad misma. Porque hoy todos quieren ser felices. La felicidad se ha instalado como una idea culturalmente totalizadora que me atrevería a decir que trasciende, como pocas cosas, las clases sociales. Hoy todos demandan felicidad.


En estas mismas plataformas digitales, una amiga me comenta sobre su inclinación a buscar la felicidad y la autenticidad de forma simultánea. Para ella, ser auténtico equivaldría a dejar atrás lo que nos dicta el sistema y eso, en sí mismo, constituiría un acto de amor propio. Ese es un pensamiento que apela a una fuerza o una verdad interior mayor y, muchas veces, en oposición a lo establecido por el entorno social. En ese sentido, la cultura actual ofrece una serie de códigos y herramientas del tipo emocional y terapéutico que apelan a expresar, guiar y conformar al yo en lineamiento con esa supuesta verdad interior, que es lo que nos volvería sujetos auténticos. Esto es lo que la socióloga Eva Illouz define como cultura de la introspección, difundida masivamente a través de industrias culturales como el cine, la prensa popular, la televisión y la industria editorial, cuya expresión máxima son los libros de autoayuda. A su vez, recuerdo cuando otra amiga psicoanalista me comentó que en los años ochenta la gente iba a consulta terapéutica buscando ser normales. Hoy lo hacen buscando ser auténticos. Sentirse especiales. De esta manera, y siguiendo a Illouz, la felicidad y la autenticidad se instalan como dos de los grandes principios de la modernidad. Es así como llegué preguntarme si se puede ser auténtico y feliz a la vez.


Si miramos la historia, encontraremos que las personas que han desafiado el sistema imperante de su época difícilmente llevaron una vida que podríamos considerar feliz. Más bien sus biografías están trazadas por la desgracia, el dolor y la tragedia. Pienso en una Violeta Parra, en una Gabriela Mistral, en una Teresa Wilms Montt, en una Frida Kahlo. Dos de ellas se suicidaron y las cuatro dejaron registro de su dolor y vidas padecientes en sus trabajos artísticos y literarios. En este punto pensé que mis ejemplos, al no responder a mujeres actuales, podrían quedar descontextualizados. Pero aquí aparece Sinead O´Connor nuevamente, para recordarme que las cosas no han cambiado del todo. Que no se puede pretender ser auténtica sin grandes costos. Ella los pagó públicamente cuando tuvo el coraje de denunciar los abusos de la Iglesia por televisión en un momento en el que nadie parecía interesarse por aquello.


Hay un diálogo en la serie The Marvelous Mrs. Maisel que se genera en la mesa familiar, donde el padre de Mrs. Maisel, que encabeza esta mesa, se pregunta por qué no han mencionado la prueba de aptitud que hacen a principio de año a todos los niños del colegio donde va, por lo que entiendo, su nieto. Ahí le dicen que el niño reprobó y se comenta que solo tiene potencial para ser feliz. En ese momento, el abuelo prosigue diciendo que se espera que el primogénito de la familia sobresalga y no que sea feliz. Una de las mujeres de la mesa le rebate que el que sea feliz no significa que no sobresaldrá, para él continuar argumentando “Nadie que alguna vez haya logrado algo de valor en la vida ha sido feliz. Nómbrame un hombre de ciencias feliz; un artista valioso, alegre; un padre fundador relajado”. Me parece interesante no solo la ironía de la escena, sino también el que se lleve a cabo en la mesa familiar, lo que podría explicar por qué el niño de la serie se trata de un niño feliz. La socióloga Sara Ahmed dice que hay cosas que asociamos a la felicidad por la manera en que nos afectan. Con esto, la autora no quiere decir que la felicidad exista por sí sola de manera aislada y autónoma, sino que tiene que ver con el carácter contingente que tienen ciertas cosas de afectarnos o conmovernos de la mejor manera posible. Esto hace que nos orientemos a determinados objetos asociados a la felicidad, y uno de los objetos felices que opera a nivel social sería la familia, por ofrecer un horizonte de experiencias compartidas. Con esto Ahmed acusa el carácter social de la felicidad.


A su vez, la felicidad circula a través de objetos, como la mesa familiar, que sería una forma de heredar la familia. En palabras de Sara Ahmed “lo que permite que una familia sea un objeto feliz es todo el trabajo que hay que hacer para mantenerla unida. Mantenerse unidos significa tener un lugar en la mesa, o bien ocuparlo de la misma forma”. De esta manera, la autora devela cómo la idea y, por consiguiente, la experiencia de felicidad tiene que ver con tener un lugar, ya sea en la familia o en la sociedad, lo que implica a su vez una alienación con los demás. Lo planteado iría en contraposición al llamado de autenticidad de mi amiga, con ecos del mindfulness, que ve en la fuga de la alienación del sistema un acto de amor propio que promete felicidad. De lo contrario, no se buscaría con tanta dedicación. Bajo esa idea, muchas veces expresada como devoción, nos encontramos con que ser auténticos parte de la base de amarse a espaldas del mundo, en oposición al reconocimiento social. Para la escritora Joan Didion, el amor propio constituye algo así como una reconciliación privada que no se produce sin asumir el precio de cualquier cosa digna de ser poseída. Una especie de agalla moral propia de la gente dispuesta a “invertir algo de sí mismos” y a aceptar riesgos, como las mujeres citadas en este relato que sí supieron de riesgos. En todo caso, no solo hablaría del amor propio, sino del amor en general, porque el amor es riesgo. En ese sentido, me cuesta entender esto del amor seguro, con un montón de cláusulas para no sufrir y para, en definitiva, no amar ante una protección del otro. Amar(se) en negación de la otredad, como si la autoestima, otra forma en que es expresado el mandato del amor en términos felices, se autogenerara, idea también tensionada por Eva Illouz quien acusa que la autoestima requiere de sistemáticas reafirmaciones sociales para mantenerse en el tiempo.


De todas formas, ser auténticos –a partir de lo que nos comprueba la historia y no los discursos motivacionales de Tik Tok, precisamente– es pararse de la mesa familiar e institucional y no volver a sentarse en el mismo lugar, rompiendo así con la promesa de felicidad. Sinead fue de las que rompió. Rompió la foto de Juan Pablo II en su momento y, con esto, cualquier posibilidad de encontrar un lugar donde sentarse y apoyar su frente valiente y dolorida, porque –literal– la bajaron de los escenarios. Eso te traslada a otros espacios o escenarios, dependiendo de la vocación. Esos otros espacios pueden ser geográficos, pero también reflexivos, porque te mueve a pensar las cosas no dadas ni heredadas, lo cual te acerca, de manera obligada, a un mayor grado de lucidez –o de locura. Como sea, tanto en la lucidez como en la locura hay lugar para el goce, también. Al fin y al cabo, ¿por qué aspirar a una felicidad fácilmente adormecedora? O en palabras de la recién fallecida Jane Birkin “¿Pero quién quiere una vida fácil? ¡Es aburrido!” Aunque para no desmerecer el esfuerzo de quienes llevan una vida fácilmente feliz, en los términos planteados, cabe mencionar a Félix Guattari cuando piensa la vida conyugal, que también opera como un objeto feliz a nivel social por prometer una intimidad con gustos que mantienen a la pareja en un horizonte compartido: “No interesa despreciar a personas que toman drogas para protegerse –sean drogas conyugales o no. Lo importante es que en toda situación permanece –en principio metodológicamente– la posibilidad de intentarlo”. Quizás de eso se trata, de intentar autenticidades menos fatalistas y felicidades menos alienadas, de intentar otra cosa.


















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