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Foto del escritorThomas Harris

Cine y suicidio: Polanski/Bergman


No logro recordar el caso de un suicidio del héroe en un filme, durante una secuencia onírica, que no se desvanezca en un tranquilizador «estaba soñando», sino que muera efectivamente suicidado en el sueño inscrito con «la realidad». No he visto películas, desde las llamadas cine arte, pasando por Hollywood, sobre todo Hollywood, hasta el género gore o bizarro, donde esto ocurra con claridad. Necesito ver películas donde el héroe se suicide en sueños y no encuentro ninguna en mi memoria.


Alguien me podría rebatir argumentando que hay en el filme El inquilino de Roman Polanski, escenas oníricas que llevan, finalmente, al desdichado protagonista a arrojarse al vacío, y no una sino dos veces: cuando el delirante protagonista, el mismo Polanski, esperpénticamente travestido, ve a los dueños del lóbrego caserón que habita él, un polaco exiliado en París, incitarlo, sin lugar a dudas, como desde un podio con cortinones rojos, tipo Teatro Municipal —así lo recuerdo yo, en el filme, por lo menos— a arrojarse al vacío. Pero el público suele dar el nombre de surrealista o, por una suerte de razonamiento metonímico, a todo lo «extraño», a todo lo que rompe la cotidianeidad —o de onírico— a todo lo que desarma estéticamente el principio de tercero excluido. Cuántas veces he oído en el cine la exclamación de las infaltables e inefables señoras de las butacas de atrás, al ver las cuitas del héroe o la heroína: «Ahhh, por suerte que estaba soñando». Del sueño se retorna a la vigilia; pero nunca se retorna de la locura a la cordura. A pesar de Cervantes: los procesos delirantes, enajenantes y obsesivos, como se dan en el filme de Polanski, son irreversibles. Polanski, un cineasta polaco exiliado en París, filma una película llamada El inquilino, donde un hombre común, más bien asustadizo y mediocre, un polaco exiliado o autoexiliado, busca un lugar barato y algo cómodo para arrendar.



Los exiliados y los inquilinos tienen mucho en común: no viven en su tierra, casa o choza; deben acatar otras normas, reglas y conductas, que él —el inquilino— ignora y que por su infracción puede ser castigado. Polanski y el protagonista de El inquilino están exiliados de su tierra, en París, ciudad más bien lóbrega y arisca, que para ellos es Tierra de Nadie, tierra donde el espíritu se divorcia de la Tierra. El inquilino sufre de la paranoia del acoso, que por lo demás es una de las paranoias más usuales de los exiliados y de los inquilinos. Recordemos la secuencia de invariables «absurdos» que hay en el filme: el Inquilino no encuentra Gauloises Blues ni café negro en la tienda de la esquina; y, en Francia, París, por lo menos, debería haber Gauloises Blues y café negro en cualquier tienda de cualquier esquina; por otra parte, debe sacarse los zapatos cada vez que entra al departamento, porque son las reglas, dictadas por una pareja de viejos de aspecto siniestro, absolutamente distintos a los arrendatarios ancianos y amables, pero demoníacos de El bebé de Rosemary, que también alquilan a Mia Farrow y a John Cassavetes un departamento en otro lóbrego y vetusto edificio, pero esta vez en Nueva York.



En El bebé de Rosemary los ancianos satánicos actúan como dicen que actúa el mismo demonio al que sirven: mezclando una verdad con mil mentiras y solapadamente, incubando el mal, es decir, «La semilla del diablo» en el útero de Mia Farrow, enajenándola, al comienzo, con unos potes como budín de chocolate, para que el demonio, con la apariencia de su marido, la inocule, en un coito algo psicodélico —era la época psicodélica, 1968, ojo, el demonio ya tiene más de 30 años entre nosotros— y tenebroso. Además, en este filme, también hay un suicidio: una muchacha que se arroja al vacío, aparentemente sin causa alguna, desde su pieza, del también vetusto edificio neoyorkino. En El inquilino, los dueños de la casa y los otros inquilinos, demuestran abiertamente su hostilidad al extraño. Hay muchos paralelos entre ambos filmes; pero, igualmente, uno se pregunta; ¿cómo se pudieron reunir en un mismo edificio, personas tan siniestras, tan escindidas de nosotros, «hombres normales»? Y hay más absurdos en el sentido de Albert Camus en la historia del Inquilino exiliado en Francia —fuera del hecho de que hay, ciertamente, una considerable identificación entre el Polanski personaje del filme, el Polanski que actúa mimetizándose con el personaje, el Polanski que filma y dirige y el Polanski que vive: el Inquilino encuentra, en un orificio de la vieja mampostería, un diente que perteneció a la antigua inquilina, que se había arrojado al patio desde su piso: ¿no hay aquí, más que extrañeza, estados alterados o episodios oníricos, situaciones absurdas en el sentido que le da Camus en El mito de Sísifo? En el filme El inquilino de Polanski se reitera, aumentando su intensidad, una sucesión de situaciones absurdas; o, más bien, toda una ciudad, París, que es ambigua para el espectador, incita al exiliado polaco, que la percibe como absurda, pero sin saberlo, a suicidarse. Se cierra la ecuación: el exiliado percibe en cada detalle de la tierra que lo acoge un signo, una huella, una brizna de lo absurdo. Nos encontramos en este punto con una conexión que indudablemente hay entre ambos filmes: el suicidio y lo demoníaco.








En El bebé de Rosemary la ambigüedad es de igual intensidad que en El inquilino. Una cuna con velo negro no tiene por qué identificar al niño recién nacido con el Anticristo, pero es un signo potente que acuna a la criatura que no se ve y sabemos la reencarnación del demonio; también en El bebé de Rosemary se le deja al espectador la posibilidad de la alienación del protagonista, que duda y teme hasta de la persona que le es más cercana, que, en ese estado de alienación, pasa a ser más peligroso que los mismos dueños de las casas o lo otros inquilinos siniestros: Isabelle Adjani en El inquilino y John Cassavetes en El bebé de Rosemary; los espectadores saben que hay datos que la amante o el marido desconocen, pero esos datos pueden ser proyecciones inconscientes, que, al mismo tiempo, nos engañan a nosotros, el público, a través de cualquier procedimiento cinematográfico, tan sutil como para no captarlo en una primera vez.


Por lo demás, quién puede asegurar que el que está en la pantalla sueñe.


Como en Cara a cara de Ingmar Bergman: en ese filme, no recuerdo bien ya los intrincados motivos bergmanianos que la llevan allí, Liv Ullmann entra, aparentemente en sueños, a una especie de infierno neutro, muy colorido, habitado o más bien repleto, como las calles atestadas, de personas neutras; Liv Ullmann lleva un gorro frigio en la cabeza. Por lo menos yo la recuerdo así, a Liv Ullmann, con un rojo gorro frigio en la cabeza. Puede que me equivoque, que los ya cuarenta o más años más en los cuales vi el filme lo estén transformando en otra cosa, otro filme, mi propio y personal Cara a cara, sin duda; y bien, en mi Cara a cara, Liv Ullmann llevará un gorro frigio rojo en la cabeza y si, por curiosidad o azar, veo otra vez el filme, en video o cine arte, qué sé yo, ya no será el filme Cara a cara al que me refiero aquí. Será un Cara a cara de Bergman intervenido por mi memoria cinematográfica, que no es ni buena ni mala, y permite vacíos o cambio de datos en las películas, no un Cara a cara visto en el cine de la Universidad de Concepción, a fines de los años 70.



Pero es, justamente ese el Cara a cara que yo necesito ahora, con Liv Ullmann en un infierno neutro, un gorro frigio rojo en la cabeza y una expresión estupefacta, porque tampoco sabe, como el espectador tampoco debe saber, y puede (debería) tener la misma cara de estupefacción de Liv Ullmann; porque no sabe cómo ella llegó ahí, a ese infierno o sueño neutro: Liv Ullmann, en esa escena del sueño, no mira a la pantalla, tratando de explicar o dar su «versión» de los acontecimientos ocurridos en el filme, como en La vergüenza o La hora del lobo, películas ambas del período en blanco y negro de Bergman, «procedimiento» que después Woody Allen hace suyo, muy suyo porque ya no es Liv Ullmann ni su actriz fetiche —y ha tenido varias: aquí debería mencionarse también a Mia Farrow. Bergman fue más fiel a sus actrices fetiches: Liv Ullmann y Bibi Andersson. El asunto es que Liv Ullmann no mira al espectador en su supuesto sueño, sino a la multitud que deambula, in rallenti, en torno a ella, multitud que regresa, después, en El huevo de la serpiente, pero harapienta y desesperada porque estamos en la Alemania del Reich. En este filme hay un merecido y atinado homenaje a Fritz Lang, a través del inspector Lohmann, el mismo que atrapaba al Doctor Mabuse en El testamento del Dr. Mabuse, que, dicho sea de paso, tiene bastante que ver con el Hannibal Lecter de El silencio de los corderos y El dragón rojo de Thomas Harris (sic)—.



Si usted lector tiene otro recuerdo de Cara a cara, es porque a pesar de ser la misma que vi yo, dirigida por Bergman y con Liv Ullmann, también es «otro» Cara a cara vista en video —si se da el trabajo de comprobar, cosa que le estaría infinitamente agradecido, porque un texto, con su buen poco de ficción, como este, lo indujo a una acción; cosa que yo no haré: en este mismo momento he decidido no ver más Cara a cara con su secuencia onírica, ni el intento de violación fallido, llevada a cabo por unos delincuentes en un departamento desocupado. Liv Ullmann narra este episodio a su psiquiatra o a su marido o a ambos por separado o a ambos superpuestos en la imagen— que en ese momento se había estrechado, tanto como una niña, lo que impidió al violador penetrarla.


Ahora bien: la pregunta que me hice al salir del cine —siempre me preguntaba, en esa época, por los aspectos más oscuros o abstrusos de un filme, en lugar de dejar que ellos mismos decantaran, y me abrieran sus secretos, lentamente, como lo hago ahora; es curioso cómo uno, con el tiempo y sin conciencia de ello, va variando sus hábitos receptivos, ya sean estéticos o de otra índole—, la pregunta que me hice fue: ¿es la protagonista la que sueña o el cineasta el que metaforiza a través de unas imágenes de carácter onírico? No recuerdo bien ni cuándo ni cómo Liv Ullmann sale del sueño, ni se explícita esta acción mediante un recurso cinematográfico: cuando pienso en el encuadre de un despertador, un sueño agitado y Liv Ullmann en camisa de dormir abriendo los ojos como todo hombre o mujer cuando regresa de una pesadilla, me son demasiado obvios, aún para Bergman.



Saliendo del cine a la calle, en esas tardes melancólicas de ojos enrojecidos, existe, aún, y existirá siempre la posibilidad del aleteo de la mariposa en Nueva York. Puedo, más o menos, apoyarme en Camus para la hipótesis de la mariposa que, por su aleteo, en las antípodas, causa un terremoto en Pekín: el suicidio se encuentra en el corazón del hombre, pero un azar es el que lo activa; un hombre se mata. Camus se pregunta si ese mismo día un amigo del desesperado, por ejemplo, no le habló con un tono indiferente: «ese sería el culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso». O porque Liv Ullmann no le habló directamente, a un espectador hipersensible, haciéndole tomar conciencia de ser espectador, cosa a la que ya se estaba acostumbrando, y que le gustaba, además, ese doble juego, porque finalmente, el director al acostumbrarlo a que Liv Ullmann le hablara desde la pantalla, en un gran close-up en blanco y negro, que no tenía por qué llevarse la ficción a la calle, que no tenía por qué arrastrar las cotidianas tragedias bergmanianas a su propia tragedia de ser señor hipersensible. Hablamos de un señor hipersensible que gusta de Bergman.


El señor Samsa, que desde que vio el primer filme de Bergman, hasta donde se le ocurrió a Bergman el procedimiento brechtiano consistente en que Liv Ullmann le hablara al espectador, haciéndolo consciente de que es un «espectador», pero, a la vez invitándolo a entrar en el juego, juego además ya demasiado usado por mismo Bergman y Woody Allen, por lo cual ya no resulta sorpresivo o «extraño». Pero el señor Samsa, cuando fue a ver Cara a cara, le sucedía que al final del filme Liv Ullmann no lo miró cómo él esperaba. El señor Samsa esperó todo el filme, con las manos sudadas para llegar a ese final interpelativo, pero, desgraciadamente, el señor Samsa estaba viendo «mi» Cara a cara y no el de Bergman, en el que Liv Ullman, finalmente no le habla al espectador —o al señor Samsa— con un sueco suavizado por la pátina de su voz; entonces, como esto no ocurre en mi Cara a cara, que no es el mismo Cara a cara del señor Samsa, que ahora está vagando por las calles de la ciudad como por una depresión, porque el señor Samsa, además de hipersensible, no existe, es, también, mi propio señor Samsa, un profesor de estética hipersensible que se suicida, por ver mi Cara a cara y no el Cara a cara que él esperaba, con el close-up, esta vez en colores, de Liv Ullmann en toda la pantalla.


A la salida del cine, después de deambular melancólicamente por la ciudad, termina arrojándose al paso del ferrocarril. En fin: la mariposa y su aleteo. ¿Se podría afirmar con absoluta seguridad que el señor Samsa estaba enamorado de la actriz fetiche de Bergman, el que se la concedía por algunos minutos para que le hablara, mirándole cara a cara, del destino de ella como el de los otros personajes del filme? ¿Se suicidó el señor Samsa por el egoísmo de Bergman al no dejar que Liv Ullmann le hablara, ya no importa qué, mirándolo fijo a los ojos? ¿Estaba realmente enamorado el señor Samsa de Liv Ullmann e iba al cine para admirarla y, a la vez, por odiar a Bergman, el que la poseía, tanto sexual como cinematográficamente, y por ser el deus ex machina de sus propios sueños?



Como podemos ver, el cine entraña sus peligros, sobre todo a los «aspirantes al suicidio»; porque en un filme, un hombre, el director, absorbe con todas sus obsesiones y pesadillas al espectador «desprevenido». Una buena película nos transforma el estado de ánimo por unos minutos, cuando salimos del cine, no importa que llueva o relampaguee, que sea de noche o de día. Y es en esos minutos en los cuales al espectador melancólico —e hipersensible, como el señor Samsa— pueden superponérsele las imágenes de la película a sus propias proyecciones mentales, y, de esta manera, bien podría fraguarse, en ese estado entre la ficción y la realidad, entre la butaca y la calle, entre un mundo con música de fondo y otro mundo con sólo ruidos de fondo, el germen, que puede germinar, o no, en el suicidio.



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