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El pasado es un mundo por venir

Un fragmento de pasado me atravesó fugazmente.


Suelo decir que La Plata es una ciudad gris. Eso no le quita valor emocional a nada de lo que pueda asociar con lo vivido allí. Es sólo el color que en mí la envuelve. Los adoquines. Las nubes. Las escaleras de la facultad. El piso áspero de la terraza. La soledad del fin de fiesta. Había noches en que las estrellas estaban ahí para decirme que la tragedia era algo temporal.

Vivía a la vuelta de la peatonal. En Entre Ríos también. Sus luces en la noche me daban algo de calma.

 

Recuerdo las sensaciones de intensidad. La velocidad con la cual apuntaba en dirección a una idea: estaba seguro que la vida terminaba en ese tramo. Un punto abrupto.

Creer en un final justifica todo, la historia ya está narrada.

 

Pero no. Me acuerdo de la desilusión de entender que seguiría con vida. Como cuando brindás el treinta y uno a las doce y no pasa nada. O cuando emerge una manifestación masiva y en la desconcentración ves disolverse para siempre esa única oportunidad.

 

Al haber vivido en un edificio toda mi infancia me acuerdo de forma hiper-nítida las escenas que me forzaba a imaginar cuando miraba al río desde el noveno piso. Una ola gigante vendría hacia mí. A veces, no había forma de escapar, como en esa película de Lars Von Trier en la que se viene un planeta encima. Nadie podría escapar. Otras veces el agua llegaba hasta el techo del octavo piso. El mundo a mis pies estaría bajo agua.

Mi viejo corría regatas. Su velero tenía mi nombre.

Una noche me largué a llorar porque el reflejo de las luces de la ciudad que se proyectaba en la ventana se me presentó como un enorme plato volador. El terror que le tenía a las abducciones era panicoso. Que me lleven…que me rapten… ¡Jamás! ¿A dónde iría a parar? ¿Me traerían luego de haber cortado partes de mi cuerpo para examinar la especie como lo hacían con las vacas?

 

Una ola gigante no te devuelve. Ahogarse no tiene término medio.

 

Había decidido que la catástrofe nos pasa a todos o les pasa a otros.

El fin del mundo era necesariamente plural. Como en “Armageddon” o en “Día de la Independencia”.

En ese entonces sufría de asma severo como mi madre. No tenía forma de escapar.

Ahora que lo pienso nunca fantaseé con nadar hacia la otra orilla.

 

¿Sabés lo que me gustaba de la peatonal? Un momento en que con ocho años tomaba Coca en lata y gastaba la plata de mis viejos en “Final Lap”. Ahí siempre hacía calor. Tenían pool. Más tarde agregaron el ping pong pero ya no era lo mismo. No tenía impregnado el olor a pucho y fichas. Ya no podía volver a descubrir el solo de November Rain y se había perdido por completo la idealización a esos adolescentes que yo veía como arquetipos del adulto al que aspiraba ser.

 

Todavía pensaba que mi hermano mayor tenía todas las respuestas y que la vida se trataba de tener un solo trabajo que te permitiría lo demás. Sonreía con la Coca en lata mientras el aire agitaba fritura y cebolla.


Enfrente de los juegos había un negocio de rock. Remeras, cadenas, gorros. Símbolos que brillaban en misterio. Algún día comprendería esos mitológicos significados que habitaban encriptados en las letras estampadas. Un futuro anhelado en el que sería revelada ante mi la verdad que escondían los cortos surrealistas de MTV y podría usar lentes de sol sin dar ternura. En la vidriera una remera con toda una invocación: “La balada del Diablo y La Muerte”. Cada día iba a leerla. Todavía no había escuchado La Renga, aquello no se trataba de la música. Un día fui con un cuaderno a copiar la plegaria. El hecho de entrar a esa galería configuraba una especie de ritual. La fuga a otros mundos. Un portal a la vuelta de la esquina.

 

Nunca compré esa remera. Sí tuve otra que la llevé pegada al cuerpo por mucho tiempo. Era la imagen de La Muerte. Hay una foto familiar, todos vestidos en tonos pasteles en el patio de la casa de mi abuela. Yo de negro con una enorme sonrisa. Que pibe tan vulnerable. Mi tío estaba al lado. Murió la semana pasada. No lo veía hace años. Lo último que recuerdo de él es la pelea familiar por esa casa.

 

Hacia la otra esquina del edificio había una playa de estacionamiento. Tengo el recuerdo vibrante de que para mí era un desierto. Habré tenido nueve o diez años cuando desde ahí tiré una piedra a la calle. Pasó el paredón y fue directo a pegarle a la botella de cerveza que estaba tomando mi viejo con un amigo en la mesa del kiosko. Fue una especie de puntería fuera de toda voluntad. Ese día tomé cerveza por primera vez. Una Quilmes caliente. Si presto la suficiente atención, ese sabor lo encuentro en cada vaso.

 

Era verano. Época de Carnaval. El despliegue de las carrozas alrededor de la plaza convocaba a toda la ciudad. Pero la mejor parte era cuando terminaba. La calle cortada nos ofrendaba el lugar para salir a dar vueltas sin la mirada de los adultos. Esperaba atravesar la madrugada antes de que me llamen. Pero invariablemente, en la desconcentración veía disolverse para siempre esa única oportunidad.

 

La peatonal también estaba desértica. Hay pocas cosas más hermosas que esa imagen.

Me acuerdo de aquellas madrugadas en que recorría Calle Ocho. Sus luces sobre el gris.

Cierta vez pensé al mirar las cortinas metálicas bajas en los negocios: “Si se les dieran los locales que cierran de noche a las personas que no tienen donde dormir, este mundo se arreglaría de un día al otro”. Un fragmento de pasado me había atravesado fugazmente, la idea de un futuro imaginable. Un remedio contra la incertidumbre. Como aquellos días en que mi hermano tenía todas las respuestas. Cuando no había insomnio ni ataques de pánico y el ahogo era definitivo, único y abrupto. Ahí estaba. Con el fin del mundo cantado por Steven Tyler. Con la fantasía bailando en el carnaval. Con la muerte sólo en una remera.

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