Emanuele Coccia: «Lo que está muerto es el dios separado y aparte del mundo»
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Emanuele Coccia: «Lo que está muerto es el dios separado y aparte del mundo»



Estudiante en una escuela agrícola antes que de humanidades, ha pensado la continuidad y metamorfosis de la vida. Italiano radicado en Francia luego de vivir en España y Alemania, estuvo en Chile (en Santiago, Ritoque y el Cabo de Hornos), en esta entrevista habla de su panteísmo, de cómo llegó a la filosofía de la naturaleza, de la pandemia –que interpreta como una «segunda globalización» y «un nuevo universalismo»– y del insecto que sueña ser.


Juan Rodríguez M.



Cree que hay transformación, metamorfosis, no evolución; que la vida es una y se expresa en las distintas formas de vida; que son las plantas las que hacen habitable este mundo, las que, con oxígeno y energía solar, producen la vida; que somos individuos, sí, pero no átomos aislados, sino una mixtura, hijos e hijas de nuestros padres, de nuestros abuelos, tatarabuelos, parte de ellos, como ellos lo son de nosotros, como cada quien lo es de toda la naturaleza, la de ayer, hoy y mañana; que los seres vivos no nos adaptamos al medioambiente, sino que lo cambiamos, lo modificamos para hacerlo vivible; que la Tierra, entonces, es una creación de los seres vivos. Desde los catorce hasta los diecinueve años, Emanuele Coccia (1976) fue alumno en una escuela agrícola de provincia, aislada en el campo de la Italia central; allí, en vez de estudiar lenguas clásicas, literatura, historia y matemáticas, se pasó la adolescencia con libros de botánica, patología vegetal, química agraria, cultivo de horticultura y entomología, el objeto de estudios eran las plantas, sus enfermedades y necesidades, su silencio y su aparente indiferencia hacia lo que llamamos cultura: «Esta exposición cotidiana y prolongada a seres inicialmente tan alejados de mí ha marcado de manera definitiva mi mirada sobre el mundo», escribe Coccia en su libro La vida de las plantas.


La filosofía la descubrió pronto, «como muchos adolescentes», a través de un libro de Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Lo encontró en un puesto junto al mar. Allí el alemán que se dio cuenta de que Dios había muerto se arroja contra los prejuicios de los filósofos, el principal de ellos, creer en la verdad, su verdad, ajena al mundo. «Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza», escribió en aquel libro. Luego de esa lectura, Coccia redescubrió la filosofía «una y mil veces». Hoy es filósofo, radicado en Francia, profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, doctor en Filosofía Medieval y autor de ensayos como Filosofía de la imaginación. Averroes y el averroísmo, La vida sensible, Metamorfosis: la fascinante continuidad de la vida y el ya mencionado La vida de las plantas. Una metafísica de la mixtura.



Un aficionado


«Descubrimos la filosofía cada vez que un libro cambia nuestra perspectiva del mundo o de nuestra existencia, porque en realidad cada libro tiene que refundar y replantearse de nuevo lo que es la filosofía, sin poder encajar en una definición anterior», dice Coccia. «Decidí estudiar filosofía en la universidad, pero era una forma de no decidir qué trabajo hacer. Siempre me pareció que la filosofía era una especie de gran excusa para estudiar cualquier cosa y apasionarse por cualquier cosa sin tener que pasar por una licenciatura y sin tener que hacer de algo una profesión. Al fin y al cabo, el término filósofo, en griego antiguo, significa algo así como “aficionado”, alguien a quien mueve la pasión y no la pericia, en el sentido del francés “amateur”. Por eso no puede existir la profesión de “filósofo”. También porque la filosofía no es capitalizable, no se acumula y no da títulos».


¿Cómo llega un doctor en Filosofía Medieval a la filosofía de la naturaleza?

Mi tendencia a ocuparme de la filosofía de la naturaleza es en parte el resultado de mi formación agronómica, pero también y sobre todo del espíritu panteísta que tenía cuando era adolescente. Estaba y estoy convencido de que todo tiene vida y de que todo tiene personalidad y de que solo llamamos naturaleza al conjunto de seres que están vivos y son sujetos sin ser necesariamente humanos: como si fuera el ámbito de la subjetividad no humana. Me parecía que la botánica, la geología, la zoología, la química nos permitían comprender la vida del universo como algo activo y consciente.


El epígrafe de David de Dinant en La vida de las plantas, eso de que hay una sola sustancia y esa sustancia es Dios, me hizo pensar en Spinoza. ¿Sería pertinente llamar «panteísta» a tu filosofía?

Sí, en el sentido de que Dios está en todas partes. Hay una bella anécdota que cuenta Aristóteles sobre el filósofo griego Heráclito. Unos desconocidos habían venido a visitarle y, al acercarse, se dieron cuenta de que estaba de pie junto al fuego de la cocina. Heráclito, al verlos y comprender su desconcierto, les respondió inmediatamente: «Pasad sin miedo, los dioses también están aquí». Aristóteles relata el episodio para justificar que, al estudiar a los animales, hay que analizarlos a todos, independientemente de su tamaño o importancia, «porque en todos ellos indistintamente hay algo del poder de la naturaleza y de su belleza». Y me parece que eso es lo que debe hacer la filosofía: demostrar que Dios está en todas partes. Pensar es siempre experimentar la divinidad de lo real


¿Dios no ha muerto?

Lo que está muerto es el dios separado y aparte del mundo. El mundo está aquí, en todas partes, y la divinidad llega donde llega su materia.


El entorno tecnológico y digital, al que de algún modo estamos conectados o en el que habitamos o que incluso es una suerte de sistema nervioso ampliado, ¿también es parte de la mixtura, de la continuidad de la vida, de la metamorfosis, de la naturaleza? ¿Y las ciudades?

Por supuesto, porque todo ser vivo modifica el espacio y la realidad que le rodea, y lo hace porque ningún ser vivo está realmente destinado a vivir donde está. Y a la inversa, todo lo que produce un ser vivo es inseparable de su propio metabolismo o de los restos de su metabolismo.


¿Tiene sentido, entonces, distinguir entre naturaleza y cultura? ¿Entre naturaleza y artificio?

No hay diferencia por el nacimiento. La naturaleza es la totalidad de los seres que deben nacer para existir. Nacer significa tener que heredar una materia que ya se ha utilizado, una vida que ya se ha vivido, y no poder construir el propio cuerpo desde cero. Esto ya significa, en primer lugar, que todo ser vivo es un artefacto: es artificial. Y sobre todo que todo ser vivo debe modificarse, transformarse para poder adaptar la forma y la materia que ha recibido (que eran propias de otra u otras vidas) a su propia existencia. La relación que todo ser vivo mantiene consigo mismo, con los demás y con el mundo es, por tanto, de naturaleza puramente técnica.



Animales domésticos


Solemos ver a la naturaleza como lo caótico y amenazante, aquello de lo que hay que cuidarse o protegerse; «estado de naturaleza», dijo Hobbes. Las casas, las ciudades, la leyes, los estados y la política parecen derivar de esa premisa o se han construido según ella: protegernos de la naturaleza y hasta de nosotros mismos (que también somos naturaleza). Incluso el colonialismo se justificó en términos similares: había que «civilizar» la naturaleza, «dominarla» y, dentro de ella, a «los bárbaros» o «salvajes».


Coccia estuvo en Chile, invitado por el Instituto Francés a participar en La noche de las ideas. Conversó con Cazú Zegers y Martín Tironi sobre arquitectura y diseño. Viajó a Ritoque, a la Ciudad Abierta; también al Cabo de Hornos. Comentó su ensayo sobre la casa, una filosofía del hogar, que pronto aparecerá en castellano; dijo que la ecología contemporánea siempre habla de deber, de lo que no hay que hacer, en vez de hablar de placer; también dijo que el modelo de un hogar, de esa «unidad moral», debería ser la cocina, precisamente porque es un espacio y tiempo de placer, y que en arquitectura y más allá de la arquitectura debíamos pasar de la idea de proyecto a la de sueño («en el sueño uno no se distingue del objeto del sueño», «uno es el sueño», «soñar es construir esta continuidad material con el sueño»). Días antes, recién llegado a Chile, contó que estaba trabajando en un proyecto de reforestación en la Amazonía, en Brasil. No es extraño, porque el país que hoy preside Lula es recurrente en el trabajo de Coccia, en particular la Amazonía. Suele viajar a Rio de Janeiro, allí se encuentra con el escritor y líder indígena Ailton Krenak conversar, por ejemplo, sobre «amar, comer y ser comida».


Al preguntarle a Coccia cómo, desde su pensamiento, redefiniría el «estado de naturaleza», responde: «Puesto que “naturaleza” no es más que un sinónimo de nacer, uno no puede defenderse de la naturaleza a menos que la Humanidad haya tenido que defenderse de la vida presente en otras formas, pero al hacerlo se ha deslizado hacia la construcción de una extraña forma de pantano en el que la vida debe existir, ante todo en forma humana, en un contexto hecho de piedra. Sin embargo, un mundo hecho de piedra y humanos no tiene muchas esperanzas de vida. Lo que está ocurriendo es que hemos convertido nuestro planeta en un enorme piso para nuestra especie. Pero al hacerlo, hemos convertido a todas las demás especies en animales, plantas y hongos domésticos. Por lo tanto, debemos intentar pensar en nuestra relación con todas las demás especies siguiendo el modelo de la relación que mantenemos con nuestros perros y gatos». O sea, que los seres humanos seamos los animales domésticos de las otras especies.


Claro que, así como el antropocentrismo tiene el riesgo, hecho realidad, de despreciar al resto de la naturaleza, ¿no podría tener el descentramiento, si se le puede llamar así, la idea de Coccia de una «continuidad de la vida», el peligro de despreciar, por una parte, lo humano, puesto que es solo algo más en el cosmos, y, por otra parte, dentro de lo humano, despreciar a los individuos, puesto que la vida es «pánica» y no individual? ¿Cómo evitar ese riesgo? «Hay una y solo una vida en todo lo que vive», responde Coccia, «pero eso no significa que no haya individualidad: solo el individuo vive, y la vida solo puede vivir idiosincrásicamente. Es como la geología: todos los entornos son la expresión de una misma Tierra, y decir que en todas partes es siempre Gaïa la que se afirma y se expresa no es negar la especificidad de un lugar o de un ecosistema».


A casi tres años de la pandemia, ¿qué nos dice, si es que nos dice algo, de nuestra relación con la naturaleza?

Ningún otro acontecimiento había conseguido unificar el mundo de esta manera. No sólo desde un punto de vista histórico: pocas veces un mismo acontecimiento había sido capaz de convertirse en una experiencia compartida por seres humanos pertenecientes a contextos geográficos, culturales, económicos y sociales tan diferentes. Es como si toda la especie humana compartiera la misma historia: y siempre es solo el hecho de compartir un pasado común lo que permite la construcción de un futuro común. El virus ha producido una segunda globalización tras la que tuvo lugar a principios de la modernidad a través de las conquistas coloniales y la construcción de una red económica única. Un cuerpo diminuto, apenas vivo, ha unido la carne de todos los seres del planeta, no solo la de los humanos.


¿Qué demuestra eso?

Ha demostrado que lo que les ocurra a los cuerpos de Dakar o Nueva Delhi tendrá consecuencias inmediatas para los cuerpos de Nueva York. En cuestión de meses, ha impuesto en el planeta un nuevo universalismo frente al cual todas las estructuras políticas de la modernidad parecen obsoletas: la globalización de la carne (no solo humana) vuelve completamente ridícula la multiplicidad de Estados e incluso la pretensión de las tradiciones culturales de poder producir una identidad superior a la de una política convertida en carnaval. Esta universalidad ya no es política, lógica, económica o social: es la unidad de la carne de todos los seres vivos del planeta, en toda su vulnerabilidad.


Pensar y volar


Hay algo kafkiano en la filosofía de Coccia; no en el sentido del absurdo burocrático, sino en el de remecer la identidad, de mirarse a uno mismo como otro y quizás otros, como un extraño, que soy y no soy yo. Metamorfosis, el libro de Coccia, comienza así: «En el comienzo éramos todas y todos el mismo viviente». «La metamorfosis», el relato de Kafka, así: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto».


La transformación no es solo del individuo, es del entorno, del hogar, desde una madriguera al planeta, pasando por una pieza y una casa. Parece que la identidad y la desidentidad se juega en todo eso. La vida en el hogar de los Samsa, por ejemplo, no es la misma desde que el hijo mayor se convierte en un insecto. Cambian los hábitos, el hábitat, hay tensión, incomunicación. En un momento del relato, la familia de Gregorio discute si sacar los muebles de su pieza para darle libertad de movimiento. La madre se niega, porque sería mostrarle que perdieron toda esperanza de mejoría: «Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo estado en que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros, encuentre todo tal cual como estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo».


Cuando regrese, dice la madre; ¿pero no está ahí Gregorio o realmente su transformación equivale a haberse ido? Él, desde su pieza, oye la conversación y se pregunta: «¿Deseaba realmente permitir que transformasen la cálida habitación amueblada confortablemente, con mueble heredados de su familia, en una cueva en la que, efectivamente, podría arrastrase en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo, sin embargo, como contrapartida, el olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo, de su pasado humano?».


Canetti, que se pasó la vida luchando contra la muerte, creía que el cambio, la transformación, es lo que nos da vida. Aunque también podríamos imaginar cada cambio como una pequeña muerte, un poco de olvido, hasta llegar al último, la última, cuando esta individualidad en devenir que soy deje de ser y se transforme vaya a saber uno en qué. Dicen que recién entonces, muerto, se define una identidad, el problema es que no tenemos cómo saberlo. A la espera de eso, parece que la pregunta es si queremos cambiar, transformarnos o preferimos permanecer idénticos. O qué queremos cambiar y qué conservar. Tal vez de eso se trata. Y de imaginar. De pensar. Ser y no ser.


Te invito a completar esta oración: «Al despertar Emanuele Coccia una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en…».

Mariposa. Es lo más hermoso que puedo soñar: tener un cuerpo fino, tener unas alas más ligeras y bellas que cualquier cuadro que un ser humano haya podido pintar, más grandes que el resto de mi cuerpo. Vivir durante muy poco tiempo y pasar este tiempo volando y amando. Esa es la experiencia que le ocurre a cualquiera que empiece a pensar. Pensar siempre significa volar y amar. Pensar significa convertir nuestra mente en algo más parecido a una mariposa que a un ser humano.




Emanuele Coccia_©Frank Perrin




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