Atletismo de la palabra
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Atletismo de la palabra

La lengua de la máquina es la lengua de la orden, del dato; no hay en ella afecto, memoria ni visión. La memoria, visión y afecto que habla en lo humano pasa a convertirse hoy sólo en ruido, entropía, diferencias estadísticas.

 

La inteligencia artificial (IA) de ChatGPT produce lenguaje a través de procesos estadísticos. Su memoria está basada en un trillón de tokens (palabras, oraciones) extraídos de una cantidad innumerable de textos alojados en internet, pasados por un cedazo, comprimidos y condensados. Son estos textos convertidos en datos los que se transforman en un mapa o una memoria a partir de la cual nace el lenguaje de la máquina. Una lengua técnica hecha de trazos, pedazos, patrones, memorias y repeticiones textuales en un collage.

 

La prensa habla del trabajo del futuro y dice que estará cruzado por herramientas como ChatGPT y la inteligencia artificial. En el futuro, se supone, estas herramientas se incorporarán a todas partes y nuestro rol será cada vez más cercano al de un domador o guía de ellas. La prensa habla del prompt engineering (la “ingeniería de la instrucción”, podría decirse) como la habilidad o la destreza del futuro para poder hacer hablar a la máquina tal y cual uno desea gracias a la instrucción correcta. La prensa plantea que este será el arte que nos permitirá navegar “el trabajo del futuro, que consistirá en servir de puente entre el lenguaje humano y el lenguaje de la IA” afirma un curso dedicado a enseñar esta habilidad (las cursivas son mías).

 

El escritor William Burroghs decía que el lenguaje era un virus. El lenguaje se transmite, vuela de un huésped a otro y comienza a vivir dentro de nosotros. Nos usa para perpetuarse y crear las condiciones para vivir dentro de nosotros. El lenguaje es un virus y también una tecnología: un arma semiótica capaz de infiltrarse y hablar a través de nosotros.

 

Y entonces: ¿cuál es el lenguaje de la máquina? ¿Y cómo habla?

  

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Escribimos en círculos y escribimos en acertijos. Escribimos y leemos parcialmente, a pedazos y a medias. Decía un pensador que gran parte de la historia de la filosofía no eran más que notas a pie de página a la obra de Platón; interpretaciones parciales, alucinaciones o quizás desvaríos verbales, agrego yo. Un juego eterno del teléfono donde todos los mensajes llegan a medias, cortados e intentamos hacer cosas con las migajas que nos quedan.

 

Lenguajeamos intentando armar construcciones de sentido, intentando poner las palabras correctas en el orden correcto, a tientas para poder llegar a decir algo. Un atletismo agotador tras el cual, en la mayoría de los casos, queda siempre la sensación de fracaso; de que algo faltó decir o que algo quedó afuera. “El poema es siempre el registro de un fracaso”, escribe Julieta Marchant en Contra el cliché, citando a Ben Lerner. Hablamos así y escribimos de la misma manera: trazando un camino con las palabras hacia dónde nadie sabe, dejando detrás de nosotros “trazos, estrías y pliegues que ni nosotras mismas leemos o que nos resultan inexplicables; en alguna medida, somos ciegas ante lo que escribimos”. Se habla y se escribe contra un virus que ya nos infectó. Como un cuerpo enfermo en una pelea viral, levantando sus defensas, haciéndose espacio a codazos dentro de su huésped; como un pez fuera del agua intentando respirar. Lenguajeando con una herramienta para una tarea que desconocemos y tampoco sabemos cómo completar.

 

ChatGPT es una máquina de habla y de escritura capaz de codificar y decodificar lenguaje. En él el virus ha tomado total control de su huésped; en él el lenguaje habla sin pensamiento, sólo práctica, probabilidades y combinatoria. Un cerebro sin órganos, como dice Bifo Berardi, sólo información. La lengua de la máquina es la lengua de la orden, del dato; no hay en ella afecto, memoria ni visión. La memoria, visión y afecto que habla en lo humano pasa a convertirse hoy sólo en ruido, entropía, diferencias estadísticas. Esta es la idea que yace escondida en el corazón de la lengua maquínica, la filosofía del virus de la máquina: la idea de que comunicarnos, usar el lenguaje es un lío, una pérdida de tiempo y un vehículo inútil. Un lenguaje que nunca aclara, sólo esconde. La filosofía maquínica propone que la palabra es sólo un tipo de número, su significado y su unión con este es sólo una arbitrariedad, sin historia, sin etimología, sin razón. “El significado mismo es un espejismo subjetivo sin sentido, algo que puede ser finalmente erradicado una vez que el lenguaje se resuelva de una vez por todas”, escribe Rob Horning en “Look at a Stone” (las cursivas son mías).

 

ChatGPT convierte al lenguaje en un servicio: un lenguaje lijado, o como escribe Leif Weatherby en  “ChatGPT Is an Ideology Machine”, “empacado y preparado, incluyendo sus dinamismos y propiedades generadoras de significado, pero canalizadas en su versión más aplanada posible”. Un servicio eficiente y transparente; sin ninguna sola astilla, sin ofensas, sin riesgos. Sin humanos. Un lenguaje óptimo para una comunicación óptima, sin vueltas, sin desvaríos. Sin humanos. Un lenguaje libre de su huésped. Una lengua con la cual poder, finalmente, dice Horning en “The Signal of Compliance”, “desarmar la Torre de Babel ladrillo a ladrillo hasta que nadie pueda decir nada sin confundirnos”.

 

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Poco tiempo después de la llegada de ChatGPT comenzó la discusión sobre cuál era la estrategia que se tomaría con estas máquinas en salas de clases y trabajos. Algunos hablan de abrazar la “escritura aumentada” (augmented writing); Microsoft nombró a su LLM Copilot (copiloto) que podría servir como la metáfora y la imagen con la cual la IA comienza a hacerse paso. Co-pilotos en el pensamiento, co-pilotos en la escritura: el salto transhumano.

 

Pero ¿para dónde va el lenguaje, para dónde la escritura y en el proceso nosotros? O dicho de otra manera, ¿qué es lo que queda afuera?

 

En la filosofía de Hannah Arendt se repite el concepto de natalidad. Los humanos nacen llevando consigo la promesa del comienzo de algo nuevo, la capacidad de ejercer su libertad para ir más allá de lo que nuestro cuerpo (sus necesidades y sus mandatos) nos dictan. “El milagro que salva al mundo, al reino de los asuntos humanos, de su normal y ‘natural’ ruina es, en último término, el hecho de la natalidad en el que la facultad de la acción está ontológicamente enraizada. Esto es, en otras palabras, el nacimiento de nuevos hombres y nuevos inicios, la acción de la que son capaces por virtud de haber nacido”, escribe en La condición humana. El lenguaje es, también, una vía de libertad. La lengua nos constituye, pero también a través de ella damos cuenta de que somos alguien: afectos, memoria, entendimiento, historia. Dice Marina Chena, en “Escribir con el cuerpo, desde el cuerpo, en el cuerpo”, que: “Escribir es también entrar en una atmósfera de intimidad, no privada, sino abierta al encuentro de todxs quienes hablan a través nuestro”. La palabra humana es frágil porque no se cierra al mandato de la Verdad; se abre a lo humano, a la interpretación de lo común.

 

Éric Sadin, en La Inteligencia Artificial o el desafío del siglo, plantea cómo la expansión de la IA no sólo conlleva la proliferación y masificación de los objetos técnicos dentro de nuestra vida, sino también de su forma de pensar. La incorporación de la tecnología a nuevas esferas de la vida (privada, pública, política, etcétera) no sólo es un proceso práctico, sino también vivencial: incorporan dentro de sí una forma de vida y pensar. La tecnología modifica nuestras relaciones, nuestros afectos, nuestros hábitos y disposiciones: nuestra espalda encogida; nuestros ojos resecos; nuestra sospecha ante un mundo aparentemente cada vez más peligroso; nuestra desesperanza ante un futuro ante el que sólo queda mirar cómo se cae a pedazos.

 

Prestar el lenguaje y el pensamiento a la máquina también es prestarle lo que nos queda de humanidad. Prestarla a su regla, su modo de vida, su optimización: a lo esperado, la fatalidad de un destino sin duda, sin resto, sin peros, donde Dios ya lo dijo todo y donde el lenguaje ya está “resuelto de una vez por todas”. ¿Y qué es lo que queda afuera? Un mundo donde aún quede la idea de que no hay dioses: ni de carne, ni de circuitos.


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