¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

"La vida implica riesgos. El amor es uno. Riesgos terribles."
A.Carson
El título de este escrito lleva por nombre uno de los emblemáticos cuentos del escritor norteamericano Raymond Carver. Me propuse escribir sobre la idea del amor, en el marco de un seminario de filosofía antigua, llamado “Salud del alma y terapia filosófica: las emociones en la Antigüedad”. Al hablar de terapia, ya aparece ahí una posible clave de lectura: las emociones, el amor dentro de ellas, se experimentaría como una afección que aqueja, es algo que se debería tratar. Pensé en cuentos, novelas y películas que hablen del amor. Es decir, aquellas obras en que el amor sea el nudo problemático. Y en todos los relatos siempre aparece el dolor. En el caso del cuento de Carver, dos parejas heterosexuales conversan sobre la idea que tiene cada uno acerca de dicho ¿afecto?, ¿emoción? Terri, una de las esposas, abriendo el diálogo, dice sobre su exmarido:
“—Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: «Te quiero, te quiero, zorra». Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. —Terri nos miró—. ¿Qué se puede hacer con un amor así?” (Carver, 107). De ahí en adelante, la discusión gira en torno a la imposible definición de esa palabra y en lo que puede y no puede hacer esa emoción. Los personajes opinan que en una situación así, no se puede hablar de amor. Y, ante la dificultad de definirlo, intentan establecer ciertos límites. Pero, ¿cómo se hace eso? ¿Dónde comienza y dónde acaba el amor?
La ficción no es más que un espejo de la realidad. Y el amor en las películas y los libros, siempre pareciera tener una cuota de dolor. No solo en el quiebre, lo cual podría pensarse más o menos evidente, sino que la vivencia misma del amor antes de su término genera un desorden en la vida de los afectados. Sobre los finales: he sido testigo de muchos quiebres amorosos. Quiebre amoroso: se asoma ahí algo cercano a una fractura, ¿qué es lo que se rompe? Independientemente de la edad, se experimenta un gran dolor. Lo interesante es que ese dolor no es una metáfora: es el cuerpo biológico el que resulta herido. Problemas para concentrarse, sensaciones de malestar corporal, comer de más o comer menos, no poder dormir bien, sentir que falta el aire a ratos. Se trastorna la salud. Si esos quiebres se viven tan dolorosamente, sin importar la etapa vivida, pareciera ser entonces que hay algo que trasciende a la experiencia. Es un acontecimiento del que “no se aprende”. Se sabe algo, sí: entrar en una relación amorosa trae consecuencias de las que habrá que hacerse cargo. Pero no se puede prevenir la emoción. Se es afectado/a por ella. Y, por más que se intente estar consciente de ciertos aspectos en las relaciones futuras, habrá algo que desatará un dolor. Cicerón lee el amor como una afección del alma que termina perjudicando al cuerpo completo. Dice el filósofo: “conviene advertirle sobre todo de cuán grave es la locura amorosa. De todas las perturbaciones del alma, no hay ninguna más violenta, de manera que, aunque no quieras reprocharle sus efectos nocivos de por sí, me refiero a las fornicaciones, las seducciones, los adulterios, para acabar con los incestos, ignominias todas sujetas a procedimiento penal; pues bien, aunque omitas hablar de otras cosas, el desorden en sí mismo que experimenta la mente en el amor es en sí repugnante.” (Tusc. IV, 75) Cuatro son las ideas que se desprenden de este fragmento y que llevan a pensar en la noción de enfermedad o, al menos, de un desequilibrio. Que se trata de una “locura”, que es una “perturbación”, que es “violenta” y que “desordena la mente” generando una sensación repugnante. El amor daña.
La palabra enfermedad está muy arraigada en nuestro imaginario a una condición que padece el cuerpo, a su mal funcionamiento, al ataque de una bacteria, de un virus. Una enfermedad se lee como un mal, una maldición que debe ser erradicada. No se piensa como parte constitutiva del ser humano. No pretendo defenderla, pero es curioso que no la pensemos como un estado por el que transitamos todos y todas. ¿Hay alguien completamente sano/a, libre de enfermedad? Cuando nos enfermamos, hay una incapacidad para seguir adelante con la vida como la teníamos planificada. Desde un simple resfrío que nos encierra un par de días en nuestra casa, a enfermedades catastróficas que cambiarán radicalmente lo que teníamos planificado para nuestro futuro. Pero en el humano no sólo enferma el cuerpo biológico, también lo hace ese otro cuerpo del que intenta dar cuenta la reflexión filosófica y psicológica. ¿En qué parte del cuerpo podríamos ubicar el amor cuando acontece? “Si entendemos la esencia de la existencia humana como poder-ser, es decir, como la capacidad de ser esto o lo otro, la enfermedad pone de manifiesto la posibilidad de una variación en el ámbito de lo posible. Algunas enfermedades (no hablamos de la gripe, sino de enfermedades crónicas o quizás de forma más evidente de la enfermedad mental), la capacidad propia se ve radicalmente truncada.” (Aurenque, p. 171) Por supuesto, estamos conscientes de ello, una persona enamorada ve alterada sus condiciones de posibilidad, en tanto que se desordenan las prioridades de sus posibilidades. Se restringe una libertad para la acción. Ya no funciona de la misma manera que lo hacía antes de sentir el amor.
Tal como escribe Anne Carson en el epígrafe citado: vivir implica riesgos. Uno de esos es el de enfermar. Y el amor, tal como se leería desde la lógica de Cicerón, pareciera ser un mal terrible. Susan Sontag, en su libro La enfermedad y sus metáforas, plantea que hay una relación conceptual entre el amor y la enfermedad. Se habla cotidianamente de “la imagen de un amor «enfermizo», de una pasión que «consume»”. (Sontag, p. 9). Opinamos siempre sobre una relación que es sana o es tóxica. Se transita en torno a las nociones de salud para hablar de dicha emoción. Ante una relación tóxica, se debe tomar conciencia y terminarla. De lo contrario, caerá sobre uno de los dos un dolor enorme. Y, así como habría tratamientos para ciertas enfermedades, Cicerón plantea que “el tratamiento que debe aplicarse a quien sufre una afección semejante consiste en mostrarle cuán liviano, cuán despreciable y cuán absolutamente insignificante es el objeto de su deseo, con qué facilidad se puede conseguir de cualquier otra parte y de otra manera o darlo de lado por completo. Hay ocasiones también en que conviene desviarlo hacia otras aficiones, preocupaciones, cuidados y empeños, recurriendo en última instancia a curarlo mediante un cambio de ambiente, como se hace con los enfermos que no se han restablecido.” (Tusc. IV, 75) Resulta difícil pensar que a una persona enamorada se le pueda convencer a través de explicaciones racionales lo que el amor acarrea para que así pueda abandonar ese lazo que lo está atormentando. ¿Cuántas veces hemos escuchado a una amiga que sufre por amor y que, tiempo después, logra ver lo que en ese momento no podía? Aunque se logre conversar, ese desorden no es posible de deshacer ante la emoción vivida en tiempo presente.
Al pensar en el amor como nudo problemático, recordé la película The Lobster del aclamado director griego Yorgos Lanthimos. En clave sarcástica, a través de un humor negro e inteligente, el largometraje trata sobre la complejidad de esta emoción. En un mundo distópico, en el cual estar soltero/a es ilegal, quienes son atrapados/as en dicho estado, son encerrados/as en un hotel para encontrar a una pareja en cuarenta y cinco días. Si no se logra el encuentro, el castigo es ser convertido en un animal, porque, tal vez ahí, se obtenga una segunda oportunidad para encontrar una pareja. El protagonista escoge convertirse en una langosta, ante lo cual la directora del hotel lo felicita, porque la mayoría de la personas escogen ser un perro. “Por eso el mundo está lleno de perros”, sentencia. Es decir, lleno de fracasos. La voz que narra lo que el protagonista hombre hace y piensa es la de una mujer que aparece en la segunda mitad de la película; el amor que terminará en tragedia. Al inicio, se establecen las reglas de cómo llevar a cabo el emparejamiento. No se habla ahí necesariamente de amor, se habla más bien de compañía. Es mejor estar con alguien que estar solo/a, se plantea. Es más útil, hay mejores resguardos. La manera en la que se concibe la unión es a través de elementos en común entre ambas partes. Quienes encuentran pareja, se fuerzan a ver elementos compartidos entre sí. Pero no son más que farsas que, a través de la ironía, hacen pensar en la ceguera producida por el amor. Habría una imposibilidad de ver realmente a ese otro que se ama. Lo que resulta sorprendente porque lo que se entiende por amor es, justamente, un vínculo muy estrecho con un otro. Tal vez sea la cercanía generada lo que no permite ver con claridad. ¿Cuántas escenas de ruptura amorosa no han concluido con la pregunta: “¿quién eres realmente?”?, una interrogante ante un sujeto que, se supone, se conocía tan bien. El protagonista de la película intenta establecer un vínculo con una de las mujeres del hotel, pero esa unión hecha a la fuerza termina atormentándolo y huye de ahí. Se muestra sincero a lo que no puede ser obligado y prefiere convertirse en un ilegal, buscando a sus pares entre quienes transitan libremente por los bosques en estado de soltería. La sorpresa es que la soltería también conlleva reglas tajantes. A quienes se les sorprende enamorándose o coqueteándole a otros/as, se les castiga a través de mutilaciones y actos vergonzosos. Y es ahí donde el amor aparece: es una emoción que conlleva una condición de sorpresa. La voz de la mujer que relató toda la primera parte de la película aparece en escena ayudando al protagonista en una situación de riesgo vital, acto que estaba prohibido porque en la soltería cada quien debe velar por sí mismo. Ella se compadece de él y lo ayuda. ¿Se enamora en ese momento él de ella? ¿O fue ella quien se enamoró primero y por eso lo ayudó? No es posible establecer un origen, pero aun así se entiende que a partir de ese momento habrá una unión entre los protagonistas. Se enamoran. El amor acontece cuando no debía haberlo.
¿Por qué deciden dar rienda suelta a ese afecto, sabiendo que las consecuencias podrían ser fatales? Es una pregunta curiosa, porque nadie cuestiona lo que se hace en nombre del amor. Se justifica por la emoción en sí misma. Hay algo ahí que no pertenece al orden de la razón. “Lo hizo por amor”, es un lugar común que pareciera justificar actos completamente irracionales, a los cuales no es posible aplicarles la lógica de la cognición. Ante toda prohibición, la pareja de la película crea un lenguaje corporal para comunicarse y así nadie sepa lo que están experimentando. Después de un tiempo, la complejización de su creación es tan grande que no necesitan usar las palabras para saber lo que el otro tiene que decir. En el cuento de Carver, una de las mujeres precisa que ella y su esposo conocen lo que es el amor. Y dice:
“—Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor —dijo Laura—. Para nosotros, por lo menos. —Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya—. Se supone que ahora debes decir algo —insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.
A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su regocijo.
—Somos afortunados —declaré.” (Carver, p. 110)
O el amor no puede ser dicho o ninguno de los dos maneja una definición para esa palabra. Y lo que sabe uno no sabemos si realmente lo comparte el otro. Hablar de amor implica siempre una relación de uno con otro. Lacan decía que el amor es la ilusión de hacer del dos uno. Se forma un uno imaginario en donde se anudan dos sujetos. ¿Qué pasa cuando se difuminan los límites entre uno y otro? “Ya es de por sí admirable y, si lo miras bien, también justo y natural el hecho de que nosotros amemos como a nosotros mismos a las personas que nos deben ser más queridas, pero que las amemos más es de todo punto imposible. Ni siquiera en la amistad es deseable que mi amigo me ame más que a sí mismo, o que yo le ame más que a mí; si así fuera, la consecuencia sería un trastorno de la vida y de todos los deberes.” (Tusc. III, 73) Es curiosa la manera en que se describe, porque esa difuminación del límite, de traspasar el afecto y querer a ese otro más que a sí mismo, se piensa como un “trastorno de la vida”. Hablar de un trastorno es referirnos a un desorden, un desequilibrio. Perderse en ese ser amado es perderse a sí mismo. La teórica feminista Sara Ahmed busca explicar en uno de los capítulos de su libro La política cultural de las emociones “cómo el amor nos mueve ‘hacia’ algo en la delimitación misma del objeto de amor, y cómo esta ‘inclinación hacia’ se sostiene en la ‘incapacidad de devolver el amor.” (Ahmed, p. 195) El planteamiento pareciera ser cierto en el transcurso de lo que se ha revisado hasta aquí de las relaciones amorosas. Hay una semejanza con la propuesta paradójica lacaniana sobre el amor: es dar lo que no se tiene.
Ahora bien, ¿se podría llegar a calcular la medida exacta para que un amor no resulte en tragedia? Volviendo al relato de Carver, casi al finalizar, el actual esposo de Terri reflexiona en voz alta: “Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi exmujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo.” (Carver, p. 112) El psicoanálisis plantea siglos después que amor y odio no son más que dos caras de una misma moneda. El objeto escogido (o por el cual somos escogidos) es amado y odiado al mismo tiempo. Existía un viejo dicho que decía: quien te quiere te aporrea. Se justificaba ahí una imagen de violencia en el amar. Se disfrazaba un maltrato con la torpeza de no saber direccionar bien el sentimiento. ¿Será porque hay algo indivisible entre el amor y la violencia? ¿O se trata de un problema de construcción social mal establecido? La pregunta por “lo social” en lo humano siempre es compleja puesto que no hay división exacta o posible entre lo uno y lo otro. Se es humano en tanto que ser social. Lo natural se piensa siempre desde una conformación biologicista. A través de los lentes de la ciencia, podríamos pensar que las emociones son reacciones químicas, muy parecidas a las que experimentan los demás animales del planeta. “Si el amor fuera algo natural, no sólo amarían todos, sino también amarían siempre, y amarían lo mismo y no le apartaría de él, a uno el pudor, a otro la reflexión, a otro la saciedad” (Tusc., IV, 77), dice Cicerón. He ahí la dificultad en el intento por dividir lo natural de lo humano. Lo que escapa a la visión científica es justamente lo que humaniza. Es eso que no se puede atrapar, que no se puede explicar, que no termina por cerrarse con respecto al amor. Si fuera natural como el hambre o la sed, se viviría de una misma manera, en tanto que experiencia compartida. Ante la sed, bebemos un vaso de agua. Ante un amor, ¿qué se hace?
Lo que nos permite el arte y la literatura es la posibilidad de ver conceptos en imágenes. Entendiendo que no existen lentes para ver las problemáticas con enfoque de género en la filosofía antigua (lentes que surgen, de hecho, muy recientemente en la historia de la humanidad), me parece interesante observar la violencia de esa enfermedad llamada amor. No es para sorprenderse el hecho de que, tanto en el relato de Carver como en el de Lanthimos, el cuerpo de la mujer resulte herido: a una la golpeaba su exmarido, en el otro se le arrancan los ojos a la protagonista para castigarla debido a su enamoramiento. La cultura ha puesto la violencia sobre ellas, puesto que en la división entre sujetos (hombres) y mujeres (objetos) hay algo que no se ha podido desmantelar todavía. El final del cuento de Carver genera una reflexión macabra con respecto a la pregunta sobre de qué se habla cuando se habla de amor. El esposo de Terri, quien ahora dice odiar a su exmujer, confiesa que le gustaría hacerla sufrir hasta que muera. Se revela un sujeto violento ante su actual esposa, mujer que estuvo casada antes con un hombre que la golpeaba. ¿Sabe ella a quién tiene a su lado actualmente, y aun así decide seguir ahí? ¿Se sigue una lógica de repetición y alguien ama siempre a la misma persona?
Solo para expandir la lectura, y salir del círculo de la norma heterosexual, pienso en otra película de amor romántico: Call me by your name (adaptación de la novela homónima de André Aciman). En una pequeña ciudad italiana, el hijo de un profesor universitario se enamora de uno de sus estudiantes, quien llega a pasar una temporada con ellos. Es difícil encontrar los puntos de origen de cuando un amor nace, de ahí esa imposibilidad de delimitar, de decir “de dónde hasta dónde va el amor”. “Me gustaba cómo nuestras mentes parecían trabajar de forma paralela y, de manera instantánea, inferíamos los juegos de palabras del otro, pero al final siempre nos conteníamos”, reflexiona Elio, el adolescente que se enamora del estudiante de su padre. Al igual que en la película de Lanthimos, hay algo de este sentimiento que pareciera no poder ser expresado completamente a través de las palabras. Y también es posible observar aquí esa idea de complicidad, de ese dos vuelto uno en el que se sabe (o se sospecha) que el otro conoce lo que uno piensa. Pero queda en el enigma. “¿Cómo puede haber gente que atraviese un infierno para estar más cerca de otra persona mientras esta no tiene ni la más remota idea y ni tan siquiera le dedica un pensamiento durante semanas o intercambia palabras con él?”, es una de las preguntas que atraviesa el relato y que da cuenta de que el enigma termina en desencuentro, en la conciencia de saberse dos que no son uno y que, en realidad, hay una distancia que siempre será lejana a pesar de la sensación de cercanía producida por el amor.
Mi intento por observar el amor más allá del género o de las orientaciones sexuales tuvo el mismo desenlace. Lo que me hace pensar en si el régimen heterosexual que ha sido impuesto termina filtrándose en cada una de las relaciones amorosas, o es realmente el amor una enfermedad que va más allá y trasciende esas concepciones. Parece que, en cada lectura de amor, hay lectura de dolor.
Hasta aquí, me he referido solamente al amor romántico, ese que se da entre dos o más y que ha sido objeto de observación por parte de tantos y tantas artistas. Pero si pudiéramos ver otra clase de amores, veríamos que también la violencia producida por la ceguera de lo que esta emoción produce ha generado estragos tremendos. Pensemos en los lugares comunes: ¿cuántas guerras se han declarado por “amor a la patria”? ¿Cuántas personas son agredidas por “amor a una ideología”? ¿Cuántas personas murieron en las cruzadas religiosas por “amor a Dios”? Dios mismo se define a sí mismo como un afecto tan grande, al declarar: “Dios es amor”. Leemos en el libro de Juan, capítulo 3, verso 16: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”. Efectivamente, en el mítico relato cristiano, observamos a un padre que entrega a su hijo al dolor, al sacrificio y la muerte, para salvar, por amor, a la humanidad.
Una enfermedad que no se trata bien, termina por aniquilar a la persona. Siguiendo esa lógica, si el amor tuviese que ser tratado, ¿habría que buscar una manera de extirparlo antes de que se desencadene el dolor? El amor daría la posibilidad de ver en el otro lo que a uno/a le falta. Nadie estaría dispuesto/a a su propia renuncia. Se trata más bien de buscar una manera de convivir con un mal crónico que pareciera necesario. Como escribió Alejandra Pizarnik en un diario de vida en la década de los sesenta: “Amamos a lo que se nos hace carencia”. (Pizarnik, p. 148).