La otra muerte del autor
En “Fahrenheit 451”, Ray Bradbury imagina un mundo donde los libros están prohibidos y un ejército de bomberos los busca, encuentra y quema. Frente a esta imagen distópica de hogueras alimentadas por el papel, hoy emerge una realidad bien distinta: un mundo inundado de libros.
La Inteligencia Artificial Generativa no solo reduce prácticamente a cero el esfuerzo de escribir, sino que también abre un sinfín de posibilidades ante nuestros ojos. Podemos probar finales alternativos para obras inacabadas o revisar libros enteros para que reflejen nuestra forma de ver y entender el mundo. Una herramienta muy útil para esos revisionistas amantes de lo políticamente correcto: ¡Adiós al racismo contenido en clásicos como "Las aventuras de Tom Sawyer"!
Supongo que todos los autores, en algún momento, han sentido la tentación de actualizar su obra, aunque pocos lo hayan llevado a cabo. Mary Shelley escribió "Frankenstein" en 1817; un año más tarde, realizó una revisión con su marido Percy, pero no fue hasta 1831 cuando reescribió la versión edulcorada que hoy conocemos. La primera era demasiado cruda y desgarrada.
Entre los autores contemporáneos, reescribir su obra es algo impensable. En el momento en que la publican, dejan de ser sus dueños. Quien mejor captó esta idea fue el crítico literario Roland Barthes en “La muerte del autor”, un ensayo de 1967 que llega hasta nuestros días en forma de pregunta: ¿Quién es realmente Elena Ferrante, autora de “La saga de las dos amigas”? Su anonimato es un intento deliberado de separar la obra del autor para que tenga vida propia, para que el escritor no la contamine. Barthes lo dice de forma más poética, hay que matar al autor para que nazca el lector.
Pero, ¿significa esto que no importa quién o cómo se haya escrito el libro? Supongamos que una máquina con la voluntad de escribir consigue crear una obra original. Esto sería posible bajo la premisa de que la creatividad, como sugiere el gurú de la inteligencia artificial Sam Altman, consiste en crear algo nuevo combinando cosas que ya existen. Solo hay un problema, y es que los escritores rechazan que sus obras se conviertan en materia prima para la máquina.
Recientemente, Margaret Atwood publicó un artículo bajo un título inquietante: “¿Asesinada por mi réplica?”. La escritora canadiense ha visto que la máquina puede llegar a ser una imitadora implacable. Siente vértigo, percibe el peligro y se rebela proclamando que ninguna inteligencia artificial puede usurpar su mente. Sin embargo, la máquina sigue absorbiendo todas las bibliotecas, digiriendo cada palabra contenida en ellas. En algún momento, el producto de la máquina y del autor serán indistinguibles. Y cuando esto pase, ¿qué será de ellos?
Asistimos a una nueva muerte del autor. Pero, esta vez es diferente. Hay un impostor que quiere sustituirlo, que busca arrebatarle su voz. Ray Bradbury se equivocaba. No son los libros los que están amenazados. En una versión actualizada de su distopía, quizá imaginase una biblioteca infinita en la que es imposible encontrar un autor, miles de versiones de una misma obra o libros hechos a medida al gusto de cada lector.
Mientras tanto, los autores seguirán escribiendo, aunque solo sea por el mero placer de crear. En "Cien años de soledad", Úrsula cuenta que no entendía el negocio del coronel Aureliano Buendía, que cambiaba pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente. El coronel había descubierto que lo importante en este exasperante círculo vicioso era el trabajo, y no su fruto.