Las ropas son demonios: una felicidad sensible
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Las ropas son demonios: una felicidad sensible



En este texto, el filósofo italiano ensaya sobre la relación que tenemos con nuestras ropas, sobre cuánto hay de nosotros en ellas, o incluso sobre cómo nos poseen. «En la mitología antigua, los demonios eran egos que venían de fuera y eran capaces de penetrar en los cuerpos e influir en sus identidades», dice.




Se encuentran entre los espacios más ocultos y protegidos de una casa. Son, literalmente, cajas cerradas, cofres del tesoro: poco importa que sean habitaciones, baúles o armarios. Los armarios son lugares que tienen algo mágico. No contienen herramientas –como las cajas de herramientas– ni fuentes de placer inmediato –como los frigoríficos o los armarios de cocina–. Contienen, en letras, formas de ser, nuestro «yo» prêt-à- porter (listo para llevar) que cada mañana sacamos de la caja y dejamos salir al mundo Es difícil describir lo que ocurre cada vez que las abrimos. De hecho, no solo tenemos ante nosotros un colorido conjunto de apariciones. La ropa, las camisas, las faldas, los pantalones, no son solo colores y formas que colocamos sobre nuestros cuerpos para que parezcan diferentes. Precisamente por eso no tiene sentido hablar de la ropa como una máscara. Las ropas nunca son máscaras, son demonios: espíritus, personajes, formas del ego que solo esperan entrar en nuestros cuerpos para hacernos vivir, por un momento, su destino.


En la mitología antigua, los demonios eran egos que venían de fuera y eran capaces de penetrar en los cuerpos e influir en sus identidades: como personajes de película en busca de un cuerpo o un actor, eran capaces de dar un curso diferente a las acciones de quienes estaban sometidos a ellos. La ropa no es más que eso: compramos esa chaqueta a rayas desaliñada o esa falda de seda porque parecen encarnar una forma de ser, mejor dicho, la historia de un personaje con el que, al llevarla, queremos y podemos identificarnos. Al fin y al cabo, llevar un vestido es siempre convertirse en el actor o la actriz de la historia que encarna. A la inversa, gracias a la ropa, es nuestra vida la que se convierte en una especie de escenario donde pueden suceder historias que no necesariamente pueden leerse una detrás de otra: puedo ser princesa y vaquero, como si la magia de Cenicienta se hubiera multiplicado infinitamente y trasladado el hechizo a cualquier tela. Tras las puertas de nuestros armarios acechan, pues, infinitos demonios que toman posesión diaria de nuestros cuerpos y nuestras vidas. No hay exorcismo posible, no hay magia reparadora: cada prenda nos obliga, al menos durante unas horas, a ser una vida que no tendríamos ni la fuerza ni la imaginación para ser sin ella. Y lo que acumulamos en nuestros armarios es la multitud de demonios a los que, de una vez por todas, nos hemos rendido.


Por eso la relación que podemos tener con ellos es siempre y únicamente de pura adivinación, y en un doble sentido. Solo podemos comprender si somos capaces de vivir la historia que encarna un vestido llevándolo puesto y no contemplándolo desde fuera: lo que hacemos en el probador cada vez que nos probamos un vestido no es tanto cerciorarnos de que la talla o el ajuste son los adecuados, sino de que la historia que encarna el vestido es capaz de habitar nuestras vidas. Y no es posible hacerlo sin intentar que nuestro cuerpo coincida por un momento con ese demonio. Por eso no hay nada más aterrador que una cabina de prueba: no hay nada más doloroso que la experiencia de no poder encarnar una determinada historia que creíamos que podía pertenecernos.


Por otra parte, y esta es quizá́ la verdadera razón por la que nos disfrazamos, solo a través de estos demonios podemos comprender realmente quiénes somos. Necesitamos dejar que estos personajes entren en nuestros cuerpos y en nuestras vidas para sacar a la superficie partes de nuestra personalidad que no sabíamos que teníamos, formas del yo que estaban olvidadas o que nunca comprendimos realmente. Es como si en realidad, en lugar de permitirnos expresar y hacer alarde de algo que siempre hemos sido o sabemos que somos, cada camisa, cada par de zapatos, cada jersey que compramos sirviera para que finalmente una parte de nosotros se exprese gracias al descubrimiento de ese vestido. La ropa de un armario no son solo objetos, sino también, y sobre todo, instrumentos de adivinación psíquica: es como si nuestro yo no pudiera hablar y actuar sin un demonio que lo sostenga, es decir, sin una cierta vestimenta que nos permita hacerlo visible, también y sobre todo para nosotros mismos.


Desde el exterior, para quienes no habitan en nuestro hogar, los objetos encerrados en los armarios tienen un aspecto fantasmal. Apiñados en el mismo espacio, estos demonios pueden dar de hecho la impresión de una compañía de viejas actrices y actores en busca de un teatro que los escriba. Para los habitantes de las casas, en cambio, visitar estos espacios es como permanecer un segundo en una forma paradójica de paraíso terrenal: cada una de las prendas que hemos decidido llevar con nosotros encarna y expresa una parte de nuestro yo que nos asegura, cada vez, una forma de felicidad totalmente sensible.




*Emanuele Coccia es filósofo, autor de libros como Metamorfosis, donde plantea que la vida es una continuidad de la que el ser humano es una forma más; y La vida de las plantas, en el que, a partir de una reflexión sobre la vida vegetal, comprende el mundo como mixtura. Es uno de los invitados a La noche de las ideas, encuentro organizado por el Instituto Francés, la Embajada de Francia y Santiago a Mil. El sábado 21 de enero a las 20 horas, en el Centro Cultural La Moneda, será parte de «¿Más diseño en un planeta dañado?», una conversación con la artista y arquitecta Cazú Zegers, moderada por el sociólogo Martín Tironi. Programa e inscripciones para La noche de las ideas > AQUÍ




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