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Vuelo rasante [segunda entrega]



Cirenaica


La sabiduría de la dosis adecuada. Muchas cosas son un asunto de grado: el óptimo no tiene por qué ser la ausencia de algo. El sexo es un buen ejemplo: preferimos que exista, pero sin que nos tome la cabeza, pues no es conveniente volverse, como apuntó Schopenhauer, “un títere de nuestros propios deseos”. La anécdota del hedonista Aristipo es elocuente: cuando lo vieron entrando a un burdel y se lo comentaron, él respondió que el problema no era entrar, sino la incapacidad de salir. Quien posee sin ser poseído es libre, y sólo quien es libre puede acceder a los más altos e intensos placeres. En eso consiste básicamente la posición cirenaica, quizás la más tentadora de las filosofías de la antigüedad griega. Interesados dirigirse a El ejemplo de Aristipo (2022) de Adán Méndez, libro terapéutico y bien pensado.



El libro de la isla desierta


W. H. Auden escribe: “En una isla desierta es preferible tener un diccionario antes que la mayor obra maestra imaginable, pues, en relación con sus lectores, un diccionario es absolutamente pasivo y puede leerse legítimamente de infinitas maneras”. Un gracioso diría que es mejor contar con un manual que enseñe a salir de una isla desierta por medios propios, no importa cuán rústicos sean. La pregunta que me parece interesante —y que arroja luz sobre la naturaleza de la lectura— es si querríamos leer algo sabiendo que nunca saldremos de ahí. ¿Tendría sentido hacerlo? ¿Sería placentero? Un libro sagrado podría tranquilizarnos y darnos esperanza; ese es un buen candidato. ¿Y qué hay de las obras completas de Shakespeare? Si estamos solos y sabemos que esa soledad nos acompañará hasta el final de nuestros días, no podríamos “aplicar” lo ahí leído —por ejemplo imitar la soltura de Falstaff o la capacidad de juego de Rosalinda—, con nadie podríamos comentar lo leído, compartir un hallazgo. Me cuesta imaginarme leyendo Sueño de una noche de verano apoyado en una roca con el mar desierto un poco más allá. ¿Me reiría? ¿Con qué ánimo quedaría al terminar la lectura?




Un libro


Ahora, si tenemos la certeza de que saldremos tarde o temprano de la isla y podemos elegir un libro, ¿cuál sería? En mi caso, La vida de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio. Es divertido, uno aprende mil cosas, eleva. Figura la Carta a Meneceo y las Máximas capitales de Epicuro. Es comprensible que alguien prefiera en cambio las cinco mil páginas de la novela Umbral de Juan Emar, pues la espera puede ser larga. Supongo que yo leería mi libro tantas veces que terminaría memorizándolo. Saberse el anecdotario completo de la filosofía griega, las formas generales de innumerables versiones de la realidad, cómo vivir bien por una u otra vía. Luego de mi rescate hasta podría vivir de él. En una isla desierta con un plan de mejora, nada de mal.



El último


El libro que elegiríamos en el escenario hipotético de la isla desierta algo tiene de ese libro que rescataríamos del hundimiento de la civilización, las últimas palabras que habría que abandonar para siempre, esa obra cuya pérdida sería el apagón final del espíritu. Nuevamente escogería La vida de los filósofos ilustres. De ahí podría nacer un mundo en el que todos querrían vivir, aquí o en algún otro planeta. Ah, esta sería nuestra única colaboración, nuestro único regalo a la posteridad. Esos seres nos tomarían como el Prometeo que tal vez somos. Sería un bello destino. Nuestros genes —que buscan perpetuarse a todo evento, según explica la biología— habrían conseguido al menos constituir el mejor de los recuerdos. Nunca sabremos para quién. Es bello también que no importe.



Optimismo kafkiano


La lingüista holandesa Francisca Snoeck Henkemans, hablando alguna vez sobre la falacia de la pendiente resbaladiza, propuso que parte de su error argumentativo probablemente se debía al final negativo que tenía la supuesta cadena de sucesos que componen el razonamiento. El ejemplo clásico es éste: no se deberían legalizar los hongos alucinógenos, pues si se hace habría que legalizar también la cocaína, la heroína y la metanfetamina, lo que volvería invivible el país. Esta última escena —masas narcotizadas a la deriva— es la que nos llevaría a aceptar los argumentos y dar por correcta la conclusión, pese a que sea inválida. La profesora Snoeck Henkemans explicaba que una manera de probar esta hipótesis consistía en elaborar un test donde se evaluara la razonabilidad de distintos casos de pendientes resbaladizas y también de su opuesto, una nueva falacia que denominó “escalera al cielo”. Un ejemplo de ella: se debería construir un gran museo en un barrio pobre y marginal para que de esta forma mucha gente acuda desde otros lugares; crecerá el comercio, pues existirá una alta demanda de bienes y servicios, lo que finalmente hará que el barrio florezca y sus problemas terminen. El error de este ejemplo es similar al anterior: hay saltos injustificados en la cadena inferencial. Si quienes contestan dicho test piensan que son más razonables las escaleras al cielo que las pendientes resbaladizas, quedaría demostrado que al momento de evaluar pesaría más el “resultado final” que la argumentación misma que le da respaldo. Quizás alguien se anime a realizar alguna vez esta investigación empírica. Detengámonos en las escaleras al cielo. ¡Cómo prenden! Hace poco escuché a una persona decir que Chile será posiblemente el país más verde de la región en las próximas décadas, gracias justamente a la sequía que nos tiene entre las cuerdas. Argumento: habrá que desalinizar a gran escala, pues la poca agua que habrá será demasiado cara; como el país tiene mucho mar y es muy delgado, y además contará con abundante energía limpia a bajo costo —básicamente solar y eólica—, entonces se podrá regar todo lugar seco con agua desalinizada mientras sea negocio, y siempre será negocio para alguien. Creo que terminó diciendo: “Chile será verdísimo sí o sí”.



Todo por delante


Una vez escuché o leí a un autor que decía que escribía para alegrarse. Le gustaba recordar momentos; así los volvía a vivir y “los cambiaba”. Se refería a la interpretación de ellos. Desde joven había tenido una visión negativa de la vida producto de la frustración, hasta que el asunto cambió (no dio detalles). Recuperar los momentos, esta vez desde un presente sin amargura, le produjo una sensación de amplitud que no experimentaba desde la infancia. Vivir y escribir, el futuro y el pasado por delante.



En el mejor de todos los mundos posibles


¿Somos libres en el esquema conceptual de Leibniz, según el cual vivimos en el mejor de todos los mundos posibles? Probablemente no, pues es Dios quien hace que cada instante que pasa sea siempre el mejor; lo real sería una especie de flujo de “excelencia continua”, el óptimo perfecto que cruza todo lo existe, partiendo por nosotros. Ahora bien, al margen de esta posible respuesta, resulta irrelevante preguntarse por nuestra libertad, pues en caso de que sea mejor que lo seamos, Dios hará que así sea; lo mismo al revés. ¿Hay cómo saber a priori qué nos conviene más? Difícil, si no imposible; lo importante es que no habría de qué preocuparse (creamos o no creamos en Dios y su infinita bondad, como tradicionalmente se le describe). Esta muy liberadora idea de Leibniz debe ser una de las mejores armas no farmacológicas para desmontar la ansiedad: no nos estamos perdiendo nada. Eso “bueno sin nosotros”, la eventual fiesta en la que no estaríamos participando, tiene una existencia puramente fantasmal, y puede que ni eso.



La cuestión de la libertad


Hay también experiencias que desmontan la ansiedad. Cada persona tienes la suyas. En mi caso —me he dado cuenta con el tiempo— fue haber visitado la cárcel una vez a la semana durante un año. Hice un taller de expresión oral y escrita. Era parte de un programa de reinserción laboral en la penitenciaría de San Miguel a cargo de la Infocap. Tenía veinte años. Las miradas en las celdas atiborradas de gente no sabía cómo interpretarlas; hoy me resulta claro: era desesperación. Seguramente un preso siente que se está perdiendo todo desde que se despierta hasta que se duerme. Cuando salía de la cárcel me bastaba caminar, moverme libremente por el espacio sin tener a nadie pegado ni estar bajo vigilancia. Me iba al centro y daba vueltas toda la tarde “acompañado de mí mismo”. Vitrineaba paqueterías, me compraba un compact disc en la Feria del Disco si andaba con plata, me tomaba un helado de máquina o visitaba algún café. Todo parecía ser suficiente. No sólo no pasaba nada malo: sentía que no me estaba perdiendo algo que pudiera ser mejor. Pierre Hadot, el helenista francés, planteó que los epicúreos aspiraban al “placer de existir”, estado en que el presente se revela “infinito”.



Carlos y Ricardo


Me acuerdo de Carlos, uno de los presos que estaba cerca de cumplir su condena cuando lo conocí. Tenía unos cincuenta años; llevaba casi veinte en la cárcel. Era tímido, muy tranquilo y autónomo. Ayudaba en lo que podía en el sector de los talleres; manejaba las llaves de las salas, a veces se le veía trasladando cajas y herramientas. Hombre de poquísimas palabras, “sin enemigos”, como subrayaban los gendarmes. Decían que estaba arrepentido: había perdido el control en una pelea callejera y había matado a alguien. ¿Qué será de él? ¿Habrá reincidido? Trataré de acordarme de Carlos cuando esté en problemas. Y estaba también Ricardo, “el Richi”, un poco mayor que yo, que había asaltado una bomba de bencina con una escopeta recortada, “para consumir falopa”. La cocaína era su debilidad. Lo primero que le escuché decir fue un comentario a un preso evangélico que andaba repartiendo unos folletos: “Cristo está en tu mente”. Le gustaba leer. Me pidió prestado El lobo estepario (1927) de Hermann Hesse. A la semana me lo devolvió casi desintegrado. Le pregunté qué le había pasado al libro para quedar así: lo tuvo pegado a su cuerpo todo el tiempo para que no se lo robaran, como quien lleva una pistola sólo afirmada por el pantalón. Una vez me dio el número de teléfono de una mujer para que le diera un recado: quería que fuera a visitarlo. La voz que escuché al otro lado, fría desde el momento en que le expliqué quién era y por qué la llamaba, fue tajante: “Dile por favor al Richi que nunca iré, que se olvide mí”. Luego de la pausa de invierno no volvió al taller. Me contaron que “lo estaban vacilando por bien portado”. Lo vi unos meses después en el patio. Estaba apoyado en una pared; brazos cruzados, mirada al frente, pera en noventa grados, vestido con una chaqueta a la que se le habían añadido unos flecos de cuerina. Parecía un indio sioux. Lo saludé: hizo como que no me conocía. Me apoyé en la pared a su lado, mirando también al frente, y le pregunté cómo andaban las cosas. Ricardo: “Todo pasando”.



En el curso normal de los acontecimientos


En la malla del instituto de filosofía donde estudié no estaban contemplados los pensadores ingleses o norteamericanos: se pasaba de griegos y medievales al estudio de Descartes y luego de alemanes. Creo que fue por esto que me llamó tanto la atención una frase que usa el filósofo John Searle en un texto sobre pragmática, leído muchos años después de salir de la universidad: “En el curso normal de los acontecimientos”. Si alguien la hubiera dicho en clases, el profesor, y posiblemente también algunos alumnos, la habrían objetado ipso facto. Habrían preguntado, desafiantes: “¿Y qué quiere decir ‘curso’, y ‘normal’, y ‘acontecimiento’?”. Cómo algo tan simple podía producir tanto enredo, qué manera de complicarnos gratuitamente la vida.



Buena presencia


Hasta hace no mucho se exigía “buena presencia” en algunas ofertas de trabajo. ¿Alguien habrá admitido no tenerla dejando pasar una oportunidad tentadora? Entiendo que se usaba sobre todo para descartar candidatos sin darles mayores explicaciones: su definición es tan subjetiva que en la práctica es inapelable. ¿Pero le decían al postulante excluido que lamentablemente le había jugado en contra su presencia? ¿Y si demostraba como respuesta que era objetivamente atractivo con cartas de recomendación? Estas últimas, de existir, ¿habrían tenido algún valor persuasivo si no hubieran sido firmadas por personas de buena presencia comprobada? Vaya entuerto. Cosas del pasado.





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