Vuelo rasante [tercera entrega]
Visita
Un abogado me dice, destapando una cerveza: “Estuve toda la tarde en el penal de Colina, treinta y cinco grados de calor, lleno de radios sonando, anoche hubo que hacer un conteo por una supuesta fuga, casi nadie durmió, el día amaneció con una riña, se incautaron diez punzones, un par de picanas, y uno quejándose”.
El puchito caminando
Un amigo, que lleva tres semanas sin fumar luego de haberlo hecho durante algo así como cuarenta años, me dice que echa especialmente de menos “el puchito caminando”. Al decirlo se recoge de manera invernal y hace como que fuma; en la calidez del gesto se observa un núcleo de intimidad insustituible, una sincronización espiritual. Entender esto explica lo complicado que debe ser abandonar una droga. Como cantó Amy Winehouse, “rehabilitación ninguna”.
Escepticismo pirrónico
Pirrón pensaba que es imposible juzgar algo, de modo que no lo hacía. Era su modo de llegar a la serenidad, su ideal de vida. De ella le hablaron lo sabios de la India que conoció formando parte de una corte alejandrina. Pirrón seguía las costumbres: no hay por qué no hacerlo; esto no significa que creyera en ellas. Fue famoso por su amabilidad. Quien nada juzga, ¿por qué habría de engancharse en una discusión? No escribió nada. En medio de un naufragio no entró en pánico, pues eso presupone que es mejor estar vivo. Al morir le hicieron en Elis, su ciudad natal, una estatua en el pórtico de la plaza del mercado.
Sin melancolía de salida
Hay discos que terminan arriba, sin melancolía de salida. La despedida es una última llamarada. Es el caso del Surfer rosa (1988) de Pixies, un álbum que nunca falla, pieza fundamental del rock reciente. Es más una interrupción que un final. Ahora, ¿qué pensar de un músico o una banda en que claramente la mejor canción de su disco es la última? Cabría hablar de una visión y una actitud. Para describir el gesto artístico, Nietzsche podría usar la palabra “solar”, adjetivo que emplea cuando su propia escritura lo inunda de luz y alegría.
La cara de Samuel Beckett
Escribe Daniel Klein: “Cuando Albert Camus escribió en su novela La caída, «Después de cierta edad, todo hombre es responsable de su cara», también lo decía como halago: el rostro de un hombre dice la verdad sobre él; la cara que adquiere procede de sus decisiones tomadas y las experiencias que les han seguido. Los isleños de Hidra [Grecia], aquí donde estoy, afirman que un hombre que se haya enfrentado a experiencias duras tendrá en la vejez un rostro curtido lleno de encanto. Es la cara que se ha ganado; su tosca belleza refleja una vida que ha sido vivida”. Un libro podría consistir sólo en este texto. En la portada quedaría bien la cara de Samuel Beckett, en la que brilla nítidamente la luz de la inteligencia, pero se verifica también una fortaleza estoica, fruto de la experiencia de haber conocido la locura, elemento nuclear de su obra.
Blur
Viene de lo anterior. Esto podría explicar la potencia emocional de Blur, sobre todo si se compara con la oscuridad un tanto teatral de Radiohead y de sus precursores Pink Floyd. Las canciones más desoladas de Blur, las más angustiantes, por ejemplo aquellas que encontramos en sus discos Blur (1997), 13 (1999) y Think Tank (2003), surgen de un fondo que a Beckett le habría parecido familiar. Episodios biográficos de Damon Albarn, y en cierto sentido también del guitarrista Graham Coxon, son elocuentes al respecto. La ingrávida belleza de un tema como “Sweet song”, cuya ternura no admitiría cuestionamientos, proviene del mismo lugar. Recuerda el verso inicial del poema “Kafka” (1959) de Enrique Lihn: “Soy sensible a este abismo”. Luego de apuntar estas líneas puse el Think Tank. Mi hijo Tomás, de once años, llegó a donde yo estaba antes de que terminara de sonar una canción y me pidió que por favor apagara la radio. “Es demasiado triste, papá, demasiado”. Primera vez que me pedía algo así. Blur: banda de contrastes únicos, dada su fama, paradójicamente aún por descubrir.
Título
“Viví soñando”, título que le puso un poeta chileno a su obra completa. Hoy sería más exacto decir “Viví corriendo”. Pero se entiende la razón: de la vida siempre esperamos más.
Lastres del pasado
Razonamiento hedonista: deberes que no incrementan el placer de nadie ni disminuyen su dolor, fuera.
Obsesiones
¿Sería útil comprender nuestras obsesiones, especialmente las que más nos picanean? Es probable que en el mediano plazo sea posible hacerlo, mediante un análisis de nuestro comportamiento digital: detección de patrones en quinientos mil mensajes enviados, canciones escuchadas, compras, incontables búsquedas de información, movimientos por la ciudad, videos vistos. ¿Sería útil saber que bajo una serie de condiciones se nos disparan ciertos deseos? Alguno dirá: sí, para combatirlos; otro, para refinarlos y no perder más el tiempo con placeres de segundo orden. Habría de todo. Rilke prefirió no hacerse un psicoanálisis: no quiso que sus fantasmas ni demonios lo abandonaran. ¿Será justificable esta renuncia? ¿Sería como optar por no conocerse?
Molestia doméstica
Incluso ponen trabas para que los demás satisfagan sus caprichos. ¿De dónde les viene ese poder? ¿Sólo de su capacidad de estresarnos o hacernos sentir culpables? Si es esto último, ¿culpables de qué? Clásica pregunta que producen los mimados desagradables.
Sobre la expresión “la voluntad de vivir”
Cada vez que me encuentro con esta expresión, normalmente en contextos filosóficos alemanes, pero también artísticos y periodísticos, me pregunto si quien la usa querrá referirse al deseo de vivir y no a una suerte de fuerza “externa” (para el caso no importa su origen) que hace que vivamos aunque podamos estar deprimidos: porque ese es el punto, la voluntad de vivir es el opuesto al no querer hacerlo que padece el depresivo. Es una idea dorada y de rotunda eficacia; emociona encontrársela, saber que existe. He pensado en esta expresión al escribirle a un amigo que estuvo varios días en la clínica con mal pronóstico: “¡Por lo visto la voluntad de vivir no afloja!”. El mensaje pareció escribirse solo.
Armando Uribe
El flujo de escritura continua de Armando Uribe, que prácticamente no evolucionó —su poesía escrita a los catorce años no difiere de la última, de cuando tenía más de ochenta—, corresponde a lo que Nietzsche llamó “un arte para artistas”. Para algunos la operación es clara como el agua; para el gran público, extraña, eventualmente críptica. Uribe dio con una forma que le permitió todo: no hay en ella una distinción entre vida y obra, tampoco entre conciencia y pulsiones inconscientes. Es él mismo, siempre. ¿Qué significa esto? Pregunta clave, cuya respuesta tal vez el poeta avizoró cuando rimas improbables pero certeras lo hacían reír. Recuerdo algunas: vislumbre/podredumbre, adioses/dioses, corpiño/armiño, suerte/muerte.
El segundo Wittgenstein
Seguir los razonamientos de Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas (1953) puede ser un fin en sí mismo; las conclusiones a las que llega, en tal caso, adquieren un interés secundario. Aunque escribe en lenguaje natural, no técnico, a veces cuesta mucho seguirlo. Suponiendo que no es un problema de traducción, cabe la posibilidad —no baja— de que nuestro pensamiento no esté dando el ancho. Lo que leemos no es incoherente: es de una racionalidad que se nos escapa. La pregunta es si puede haber un orden, un sentido, al que nunca accederemos. Sería como un secreto de la mente.
Evolución del hedonismo antiguo
Puntal cirenaico: poseer sin ser poseído. Posición epicúrea: bastaría lo segundo.
Una respuesta wagneriana ante la muerte
La frase salió al vuelo en una conversación a las dos de la mañana. ¿Qué podría ser eso? ¿Morir magníficamente, con los brazos abiertos, de pie en un alto roquerío? ¿Enfrentarnos a ella agradeciendo el tiempo que estuvimos aquí, pues nada se puede dar nunca por descontado? Al volver a leer la frase veo que es también un espaldarazo, pues quien no teme morir menos temerá vivir.
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