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Foto del escritorThomas Harris

Lo indecible [narrar el mal]

Naturalmente que no todo es imposible decir con palabras: únicamente la verdad desnuda.

Eugène Ionesco



En el capítulo 6 de la novela Elizabeth Costello, del sudafricano J.M. Coetzee (Premio Nobel 2003), titulado “El problema del Mal”, la anciana narradora y protagonista del texto, que ya habíamos conocido en Las vidas de los animales, es invitada a dar una conferencia en Amsterdam sobre “el eterno problema del mal: ¿por qué hay mal en el mundo y qué se puede hacer al respecto, si es que se puede hacer algo?”. Su epígrafe sería “Silencio, complicidad y culpa”. En el capítulo 2 de Elizabeth Costello podemos conocer las tan controvertidas conferencias publicadas antes, en forma independiente de Las vidas de los animales, cuyo tema es una curiosa y cuestionable analogía entre la crueldad del hombre para con los animales y el Holocausto, o la Shoa, como prefieren denominarlo sus víctimas directas, el pueblo judío.


La venerable intelectual australiana siente angustia por esta invitación. Sabe de antemano que aceptar debatir junto a teólogos y filósofos en otra oportunidad implicó haber sido tildada de antisemita y, peor aún, de “puta fascista”. Pero una vez dispuesta a correr los riesgos del caso, dado que el tema del mal es la preocupación central del coloquio a la que ha sido invitada y es la materia prima de sus preocupaciones humanistas (como también constituyen el eje central de la narrativa del mismo Coetzee, su Deus-ex machina), acepta participar en el mentado encuentro. De todos modos, se pregunta por qué lo hace, más allá de ser “vieja y estar cansada” para esas lides, si acaso es por la pertinencia del tema a discutir: “¿Qué esperanza hay de que el problema del mal, si es que ‘problema’ es la palabra adecuada para referirse al mal, si es que es lo bastante grande para contenerlo, se vaya a resolver hablando?”


Elizabeth siente un real desasosiego cuando se entera de la participación en el encuentro de un autor inglés, Paul West, cuyo libro más importante trata de la conspiración contra Hitler en la Wehrmacht, y, sobre todo, sobre el tormento y la ejecución, con lujo de detalles, de los conspiradores. El libro en cuestión, que por azar Elizabeth leía cuando recibe la invitación, es una novela, no una crónica o un testimonio, es decir, un libro de ficción, de imaginación, articulado estéticamente, que describe como si el narrador hubiese estado presente, o como si esa noche “hubiera testigos que se fueran a sus casas y antes de olvidarse, antes de que se les borrara la memoria para salvarse a sí mismos, escribieran, con unas palabras que debieron calcinar la página, un relato de lo que habían visto, incluyendo las palabras que el verdugo había dicho a las almas asignadas a sus amos, la mayoría viejos balbucientes, despojados de sus uniformes, ataviados para su última hora con ropa vieja de cárcel (...) gimiendo de frio, tragándose las lágrimas, obligados a escuchar cómo esa hosca criatura, aquel verdugo con las manos sucias de sangre de la semana pasada, los hostigaba, les decía lo que les iba a pasar cuando la soga se tensara, les explicara que la mierda les caería por sus canillas de ancianos y que sus penes flácidos y viejos temblarían por última vez”.


La ejecución fue filmada para que Hitler pudiese ver la masacre y los muertos, ahíto de venganza. Y esto es lo que Paul West ficcionaliza novelescamente. Elizabeth Costello, que se había interesado por el relato –el cual, suponemos, está magníficamente escrito–, al llegar a este episodio siente hartazgo, tal como lo define el narrador de la novela Elizabeth Costello, hartazgo tanto del libro, obviamente, pero también del espectáculo que el texto articula, hartazgo de un mundo donde ocurrían o habían podido ocurrir esas cosas, e, incluso, hartazgo de sí misma.


La anciana abandona el libro en ese punto de la inflexión de la trama, es decir, cuando se vuelve espectáculo de la muerte y, también, en la voz del verdugo, quien explicita la violencia, la tortura y la muerte detalladamente, con la palabra, dirigiéndosela en la ficción a sus víctimas (y también a un Hitler oculto, mirón del tormento). La palabra, o más bien la exclamación, el grito que se le viene a la mente de la anciana escritora es “¡obscenidad!” Y piensa: “Porque esas cosas no deberían suceder, y nuevamente obsceno porque después de que hayan tenido lugar nadie debería sacarlas a la luz, sino que habría que taparlas y esconderlas para siempre en las entrañas de la tierra, igual que lo que pasa en los mataderos de todo el mundo, si uno quiere conservar la cordura”.


Son muchas las cuestiones que se le pasan por la mente tanto al lector (real) como a Elizabeth Costello, personaje de ficción, en este punto del texto. A nosotros, lectores chilenos del año 2004, por fijar la fecha de mi propia recepción del texto, indudablemente nos inquieta la cuestión de la impunidad por ignorancia, el silencio cómplice que se analoga a una posible reconciliación de los chilenos, a los informes Rettig y Valech, donde los torturados narran sus experiencias con el mal, y los otros informes, los de los verdugos chilenos y sus colaboradores inmediatos o lejanos, entregados bajo la salvaguarda dudosa del anonimato. ¿Pueden tratárseles acaso de obscenos, de sucesos que no deberían ser sacados a la luz después de ocurridos, de taparlos con tierra y esconderlos para siempre?


Sin duda, la respuesta inmediata es no: es necesario, es imprescindible sacarlos a la luz, darlos a conocer, hacer documentales con lo ocurrido, publicarlos o filmarlos para que los conozcan todos los chilenos. Sin memoria, ya se sabe, no hay historia y sin historia no hay aprendizaje. Aunque el aprendizaje también sea dudoso, y a veces inútil. El problema va indudablemente más allá.


Otra pregunta que acosa a Elizabeth es qué tipo de escritor es West. ¿Es comparable, por ejemplo, a Céline? Céline, que no sólo escribió sobre el mal, sino también desde el mal, es sin duda la gran diferencia con West, cuyo oficio es narrar historias, novelar, como lo es el oficio de la misma Elizabeth Costello: “Pero Paul West no es como Céline, no se le parece en nada. Flirtear con el sadismo no es exactamente lo que West hace. Además, su libro apenas menciona a los judíos. Los horrores que devela son sui generis”, piensa la anciana narradora, no sabemos si de acuerdo con Coetzee. Pero hay dos aspectos que no dejan de inquietar a Costello. Céline, al que debemos reconocer su magnífica Viaje al fin de la noche como una novela notable en su tipo, no “flirtea” precisamente con el sadismo, si le damos al sadismo una analogía con el mal –que, por lo demás, sí la tiene, y de una manera fundamenta, como lo advierte Baudelaire en su Diario íntimo–, sino que habla desde el mal: Sinfonía para una masacre, De un castillo a otro, Rigodón, no son novelas donde hallemos un ápice de humanismo, son novelas odiosas; es decir, llenas de violencia desde y contra la humanidad, donde el narrador es el mismo Céline, donde no se finge un discurso de la odiosidad y la xenofobia, sino que se expresa directa y sinceramente, como lo advierten George Steiner y Pasolini. Son novelas tan despojadas de humanidad, tan llenas de cinismo y odio, como algunas de las más autobiográficas de Drieu la Rochelle o mistificadoras como el fascismo blando o tolerable, según no pocos intelectuales y escritores chilenos, que justifican al escritor fascista, por dónde se lo mire, Miguel Serrano. Pero no hay fascismo blando o blanco o amarillo o ultravioleta, como tampoco una dictablanda, ese espantoso neologismo o eufemismo o monstruosidad lingüística perpetrada por Pinochet: hay fascismo a secas y su discurso pertenece al discurso del mal y a la adhesión a la barbarie.


En todo caso, Paul West no pertenece a la estirpe estrafalaria, paradójica y enfermiza de los buenos escritores fascistas, que introducen en sus novelas su ideología del mal, con un talento demoníaco pero innegable. En la pieza del hotel donde se aloja durante el encuentro, Elizabeth Costello trata de escribir su ponencia en medio de un mar de incertidumbres. Se pregunta, entre otras cosas, si un escritor puede adentrarse en el bosque de los horrores nazis y salir de la experiencia no más fuerte y mejor, sino peor. Su misma visión de la censura, tema que le ha sido asignado, está impregnada de ideales liberales, las que han marcado su pensamiento y su obra en los últimos años: “La civilización occidental se basa en la fe –cree Costello–, en el esfuerzo ilimitado e ilimitable”. Y considera que ya es demasiado tarde para retractarse de su tesis. Además, ha ocurrido que sus opiniones sobre el tema de lo ilimitable han comenzado a sufrir sutiles cambios, a los que ha contribuido la lectura del libro de West. Pero, también, sospecha que ese “cambio hubiera tenido lugar de todos modos, por razones que le resultan menos claras”. La inquietud, el desasosiego se ha instalado en Elizabeth Costello, que había sufrido una experiencia personal con el mal, experiencia que regresa con la lectura del libro de Paul West, al parecer, más que los mismos demonios nazis.


El libro de West ha desmoronado las esperanzas liberales de la señora Costello, pero demasiado tarde, a una edad demasiado avanzada para enfrentarla con los fantasmas de su propia experiencia con el mal y acongojarse por su pretendida banalidad, por la pérdida de su aura, por su reducción ad absurdum. Mas, creo, hay otro aspecto que acrecienta las reverberaciones de la maldad en esta anciana novelista liberal: Las horas espléndidas del conde Von Sauffenberg, la novela de Paul West, “le da la voz al verdugo, al carnicero. Recrea sus burlas toscas, peor que toscas, las burlas indecibles que les dedica a los viejos temblorosos a los que está a punto de matar, unas burlas que les dice que sus cuerpos los van a traicionar cuando estén retorciéndose y bailando en la soga”.


Creo que ese es el punto de mayor intensidad en la angustia de la anciana novelista. Aunque ella piense que, a fin de cuentas, el oficio de West es el mismo suyo, narrar historias, ahora ella preferiría hacerse a un lado, “permanecer fuera de escena”. Cuando recrea todo el horror nazi, aunque no sea precisamente en la aniquilación sistemática de los judíos, piensa Costello, “es más terrible de lo que se pudiera expresar”. Aquí llegamos al meollo de la cuestión: ¿Qué es lo indecible, o lo tolerablemente expresable? ¿Cómo se puede expresar, decir, el horror desde el verdugo, desde la palabra proferida por el verdugo, y recreada por el narrador, hacia sus víctimas, delectándose en los horrores que les infligen? ¿Cómo puede salir inmune el narrador de oficio al escribir las palabras indecibles del victimario sin ponerse en su lugar, sin delectarse también al recrear en su psique la psique del verdugo?


Creo que hay algo que inevitablemente, tal vez por su propia experiencia con el mal (fue violada brutalmente cuando joven), se le escapa a la anciana escritora creada por Coetzee, o mejor, se oblitera en el raciocinio de Elizabeth Costello: y es que, como afirma Bataille en su ensayo “Sade y el hombre normal” (incluido en su célebre libro El erotismo), “la violencia es silenciosa”. Para Bataille, el lenguaje común, el del hombre normal o el de la mujer normal, en el caso de Elizabeth Costello, rechaza de plano la expresión de la violencia, a la “que se le concede una existencia indebida y culpable. Se le niega su posibilidad de decir(se), al despojarla de toda razón de ser y toda justificación”. Y si a pesar de esta negación se produce –como suele ocurrir y en mayor medida de lo que quisiéramos pensar–, es porque en alguna parte, en algún momento, ha ocurrido una culpa. Y esto también recae sobre las victimas: es sabido que para los sobrevivientes de los campos de concentración hablar de la violencia a la que fueron sometidos les fue sumamente traumático. Parece, en efecto, que la razón profunda de este trauma es el sentimiento de una culpa, inexorable y difusa, situada en un lugar donde la razón no logra penetrar, que, sobre todo, les produce un intenso sentimiento de humillación. Sigo a Bataille: “La violencia en las sociedades avanzadas y la muerte en las primitivas no se dan simplemente, como un temporal o la crecida de un rio; sólo acontecen por una culpa”, afirma en el ensayo en cuestión.


Pero esta negación racional de lo violento, considerada –como lo hace Elizabeth Costello– inútil y peligrosa, “no puede suprimir lo que niega”: “El silencio no suprime aquello que el lenguaje no puede afirmar: la violencia no es menos irreductible que la muerte, y si el lenguaje soslaya el anonadamiento universal –la obra serena del tiempo– lo que sufre por ello es el lenguaje, que queda limitado, pero no el tiempo y la violencia”. Pero si la violencia, como afirma Bataille, es silenciosa, ya sea porque se soslaye racional y discursivamente, por vergüenza o por angustia, finalmente se tiene que producir una fisura y, ya sabemos, tanto en los juicios de Nuremberg como en el juicio de Eichmann en Jerusalén, las victimas finalmente hablaron, sacaron la violencia de sus corazones y la expusieron, en forma si bien no racional –lo que es pedir demasiado–, sí en toda su crudeza emocional. El silencio de la violencia al que se refiere Bataille es justamente el que narra Paul West en Las horas espléndidas del conde Von Sauffenberg, es decir, el lenguaje del verdugo. El problema es que el texto de West es ficción articulada, recreación del mal y no el mal en sí, y su pertinencia radica en su verosimilitud, mas no en su verdad (West no estuvo en el sótano siniestro). Y en la “verdad de las mentiras” siempre habrá mentiras que distorsionen su verdad: el discurso estético, incluso el discurso ideológico que busca la veracidad-per se, aparecerá inevitablemente manipulado, reorganizado como una demostración (del Mal, de la verdad del Holocausto, de los inexplicables porqué del sueño de la razón).


Hace un tiempo ya, se exhibió un documental en la televisión por cable –cuando la había– titulado El Holocausto visto por Hollywood, que ilustraba con cierta claridad este problema: una de las tesis expuestas era que Hollywood, como industria del espectáculo, posee un público al que dedica sus productos, y este público, dada su media, no sentiría empatía por los verdugos, obviamente, pero tampoco por las inocentes y resignadas victimas conducidas como mansas ovejas al matadero –como no lo sintió por las corderos canibalizados por el sicópata Hannibal Lecter, sino más bien simpatía o admiración por el mismo caníbal, ni tampoco por los espectadores cómplices, aunque en el fondo ayudasen o demostraran buenas intenciones.


El consumidor de los productos de Hollywood –ya sean las dos versiones del Diario de Ana Frank, la serie televisiva Holocausto, o la emblemática, en este aspecto, cinta de Steven Spielberg La lista de Schindler– necesita de un héroe y un caníbal, de un personaje que, como en el caso de Schindler, como una especie de Saulo alemán, se convierte, arriesga sus empresas y su vida, para salvar a mil y tantos judíos que eran la mano de obra barata de la que se beneficiaron tantos ex simpatizantes del nazismo. Pero para tener a un héroe de este talante, se necesita a un Hitler, tal como para tener a un Van Helssing es imprescindible el Conde Drácula.


Al final, por más que el mismo Spielberg explique en el documental cómo trató de despojarse de todo el aparataje de sus películas previas, filmando en blanco y negro, abandonando el uso de las grúas, los efectos especiales, etcétera, el objetivo final de su filme no es otro que el de edulcorar conciencias y hacer que el espectador se sienta mejor, esperanzado de la especie humana, que es, paradójicamente, todo lo contrario de lo que le sucede a Elizabeth Costello. En esto consiste la lucidez de la anciana novelista, que al principio intuye, pero después sabe que sus ideales liberales han sido barridos por la prosa de West.


Perfectamente hubiese podido ocurrir lo contrario y la novela del supuesto narrador inglés hubiese actuado en ella de manera catártica. Costello en algún momento llega a afirmar, para sí misma: “Todo es maldad, un universo malvado creado por un dios malvado”. Insisto en la tesis de Bataille: el problema radica en el silencio de la violencia, en el “silencio de los coderos”.


El mismo Bataille considera que es un supuesto difícil de pensar teóricamente, por lo que recurre a un ejemplo concreto, que consiste en imaginar el relato de un deportado que lo deprimió por su crudeza, en el sentido opuesto, puesto en boca del verdugo. Este es el resultado: “Me abalancé sobre él insultándole y como, al tener las manos atadas a la espalda, no podía responder, aplasté violentamente mis puños sobre su rostro, se cayó y mis tacones terminaron la faena; asqueado, escupí sobre una cara tumefacta. No pude dejar de dar una carcajada: ¡acababa de insultar a un muerto!” Es curioso, pero esta demostratio ad absurdum resulta menos inquietante que las novelas del mismo Bataille, como La historia del ojo, Mi madre o El azul del cielo. Hay un fragmento de Muerte a crédito de Céline, citado por George Steiner en su ensayo sobre el novelista francés, Grito de destrucción, que resulta mucho más espeluznante en su reproducción o mimesis del discurso del verdugo, de “una intensidad nauseabunda”, según Steiner (Cf: Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución del lenguaje). Sobre el fragmento manipulado por Bataille, él mismo concluye: “Pero es improbable que un verdugo escriba jamás así”.


Como contraejemplo, podríamos citar la obra dramática de Peter Weiss (quien es el autor, además, de La persecución y El asesinato de Jean Paul Marat, tal como fue representada por los actores improvisados del hospicio de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, también conocida como Marat / Sade) o La indagación, de 1965, que consiste en una serie casi insoportable de declaraciones de verdugos nazis sobre cómo infligieron la crueldad a los prisioneros judíos de los campos de concentración; pero los “textos” son transcripciones fieles de cintas grabadas en los juicios de Nuremberg, y siempre los acusados aducen a las llamadas razones de Estado. Como también en el caso del torturador y asesino de la DINA chilena Osvaldo Romo, apodado el “Guatón” Romo, que, haciendo gala de exhibicionismo de crueldad, esta sí que obscena, también aduce a las mismas razones de Estado. Las causas o los motivos eran igual de obscenos: estábamos –nosotros, los salvadores de la Patria– en guerra contra los comunistas. Y los comunistas carecían de humanidad, como los judíos de los Lieder.


“Es improbable que un verdugo escriba jamás así”, como argumenta en su contraejemplo, es el argumento de Bataille, en relación al silencio de la violencia, porque “por regla general el verdugo no emplea el lenguaje de la violencia que ejerce en nombre de un poder establecido, sino el del poder que aparentemente lo excusa, lo justifica y le da una razón de ser decorosa. El violento tiende a callar y se aviene al engaño. Por su parte, el espíritu del engaño es la puerta abierta a la violencia”, afirma acertadamente, pienso, Bataille en su ensayo sobre Sade que he estado citando. Y continúa: “En la medida en que el hombre ansia torturar, la función del verdugo legal representa la facilidad: el verdugo habla con sus semejantes, si es que los trata, el lenguaje del Estado. Y si está bajo el efecto de la pasión el silencio taimado en que se complace le da el único placer que le conviene”. En efecto, el verdugo, de motu proprio calla. La violencia, de boca de un torturador, para ser comunicada a los demás, sin una razón de Estado que lo dispense, explicitando el goce, el placer, la delectación en el mal, no es posible; el lenguaje de la violencia es mudo. Y al intentar ser sustituido por la ficción, sea poesía o prosa, esta mímesis es un pálido reflejo de lo que podría hablar la violencia, por eso los textos poéticos que tratan de dar cuenta de la maldad –bestial, banal, ya da lo mismo– de los torturadores chilenos de la dictadura de Pinochet, como El libro de guardia de Bruno Vidal, son sombras platónicas, débiles fantasmagorías y buenas intenciones. Nada más.


Se necesitan otros mecanismos y otras condiciones de producción textual para acercarse a una posible dicción del mal. Baudelaire afirmaba que “siempre es preciso volver a Sade, es decir, al hombre natural, para poder explicar el Mal”. Y Bataille sigue a Baudelaire en su propuesta para explicar el mutismo de la violencia. Los personajes de las novelas de Sade, ya sea La filosofía del tocador o Las 120 jornadas de Sodoma, tienen una actitud diferente a la del verdugo al que Bataille le da la voz imaginariamente: los personajes de Sade no se dirigen al hombre en general, tampoco, y cuando hablan lo hacen entre sí mismos: los criminales soberanos y “crapulosos” de la obra sadiana, en sus parlamentos, se dedican a hacer discursos sobre su razón, demostraciones filosóficas –racionales– que siguen las leyes de la Naturaleza. Sus juicios, aunque coinciden con los del Marqués, no son coherentes entre sí: a veces los anima una suerte de antítesis, un odio igual de pulsional hacia la Naturaleza, que otros personajes habían afirmado como la causa y el fin de la conducta humana. De todos modos, siguen afirmando la soberanía de la violencia, los excesos, crímenes y tormentos hacia el otro, pero como otredad. Para Bataille, de esta manera “inflingen el profundo silencio propio de la violencia, la cual jamás dice que existe y que jamás afirma su derecho de existir, sino que siempre existe sin decirlo”.


Las tantas veces tediosas disquisiciones sobre la violencia y la soberanía del libertino de personajes como Dolmancé o el Presidente de Curval, no son precisamente las disquisiciones de los personajes crueles hasta la nausea a quienes se les atribuye: “Si tales personajes hubiesen existido –argumenta Bataille–, sin duda hubieran vivido silenciosamente”. Las palabras que profieren estas máscaras monstruosas son las del propio Sade, que usa este procedimiento literario para hablarle, ahora a los demás, “pero sin el mínimo esfuerzo de darle una coherencia lógica a su discurso”. Según Bataille esta actitud del Divino Marqués es opuesta a la del verdugo, en la medida en que es su perfecto contrario discursivo. Sade, cuando escribe, rechaza el engaño endosándoselo a sus personajes, máscaras que de haber existido solo podrían haber sido mudas y en esto consiste la paradoja de su literatura: se sirvió de ellas para dirigir a los otros hombres un discurso que no podía encontrar otra salida que la aporía. Esta aporía consiste en la imaginación de la soledad.


“Si Sade habla –afirma Bataille-, lo que constituye la base del equívoco de su comportamiento, lo hace en la vida silenciosa, en la retórica de la más absoluta soledad, de una obra imposible pensada y ejecutada en sus múltiples confinamientos, ya sea en Vincennes o en la Bastilla; este hombre confinado en la soledad no tiene en cuenta de ninguna manera a sus semejantes: es la soberanía del solitario que no se explica, que no rinde cuentas a nadie, que no teme las consecuencias del daño que causa al Otro: está solo y nunca se implica en los vínculos que un sentimiento de debilidad compartido establece entre ellos”. Al describir las consecuencias de esta soledad moral, Maurice Blanchot observa que Bataille muestra al solitario encaminándose, por grados, hacia la negación total: la de todos los demás primero, y por una especie de lógica monstruosa, la propia. En la postrera negación de sí, al parecer victima de la oleada de crímenes que ha suscitado, el criminal se regocija de un triunfo que el crimen, en cierto modo divinizado, celebra por sí sobre el propio criminal. La violencia entraña esta negación descabellada, que pone fin a toda posibilidad de discurso.


Más allá de la resurrección de los asesinos nazis, creo, lo que angustia a Elizabeth Costello es, justamente, esa violencia que pone fin a toda posibilidad de discurso. Para decirlo de otra forma, una angustia que dimana de la novela de Paul West, la cual deja en evidencia lo que esos personajes verosímiles, pero no verdaderos, clausuran para siempre: llegar a la verdad de la violencia obscena del verdugo a través de la literatura. Por eso prefiere, finalmente, “hacer cosas” y dejar de narrar. Al salirse de la escena, la anciana escritora liberal reconoce la imposibilidad de su propio discurso –occidental, esperanzador y, a pesar de todo, optimista– para dar con el conocimiento del Mal. El texto de Paul West la enfrenta a sus propios fantasmas, no a los de los nazis redivivos. Por eso también calla. La articulación literaria remueve su experiencia olvidada u obliterada, no la experiencia de las víctimas de los sicarios de Hitler y menos la de los mismos sicarios, sean los que sean estos, mudos por naturaleza. Finalmente, no hay que olvidar que, según la tesis de Bataille, el lenguaje del Marqués de Sade es el de la víctima que se revela agobiada contra los poderosos representantes del orden de su época –clero, monarquía, suegra–, contra un castigo cruel que consideraba injusto y exacerbado, por lo que no puede optar por el silencio propio de la violencia o del violento, sino que tuvo que dejar que por él hablara la rebeldía.


Y este lenguaje lo inventó en la soledad de la prisión, en la Bastilla, y halló su paradójica y desmesurada concreción en Las 120 jornadas de Sodoma o en Justine o los infortunios de la virtud. De esta manera, concluye Bataille, “el lenguaje de Sade nos aleja de la violencia, porque al expresarla cambia la violencia en lo que no es, en su opuesto: una voluntad meditada, racionalizada, de violencia”. Sade nos enfrenta no a la locura, sino a lo excesivo, al vértigo de la cima de nuestro Ser. Una cima de la que no podemos apartarnos sin desconocernos, sin apartarnos de nosotros mismos, ya que por miedo o por la angustia que nos produce acercarnos a esas cimas ominosas, o por no “esforzarnos por trepar al menos sus laderas, vivimos como sombras amedrentadas –y ante quien temblamos es ante nosotros mismos”.


Como la escritora australiana Elizabeth Costello, que, vieja y cansada, opta finalmente por callar frente al mal, y J. M. Coetzee, que se ha enfrentado a la crueldad y abominación del apartheid sudafricano y sus consecuencias durante casi toda su obra, al final de la novela, en la ficción, la condena, como Kafka a Joseph K, a comparecer frente a las puertas de una suerte de limbo burocrático y banal.


Thomas Harris


Lucifer o el genio del mal del escultor belga Guillaume Geefs [1848].

Escultura instalada en el Púlpito de la Verdad de la Catedral de San Pablo, Lieja.



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